Pepe Rubianes
Fui a verle a Barcelona a lo largo de 2006 al teatro en donde estaba actuando, al comienzo de las Ramblas. Antes de la función, quedamos en un pequeño bar de una de las pequeñas calles que unen la Puerta del Ángel y la arteria principal y más conocida de la ciudad.
Lo encontré estupendamente, como siempre. Con el corazón y la cabeza llena de planes y de vida por delante. Hacía tal vez un par de años que no nos veíamos, y ambos volvimos a hacer las mismas promesas eternas de no volver a perdernos la pista, ahora con todos los cacharros sofisticados que había para unir a las personas.
El motivo de mi viaje y de mi visita era hacerle una propuesta: yo quería que en la Expo él coordinase un proyecto que podía llamarse algo así como “Rubianes no hay más que 20”, y que consistía en que eligiera veinte actores que fueran pasando por las noches del Balcón de la Artes Escénicas contando cada uno sus historias. Se trataba de un ciclo de monólogos, pero con las pautas que Pepe quisiera, con los actores que él invitara, y con su presencia al menos al principio y al final del mismo.
Le encantó la idea, y me dijo que sí.
Durante la función me dedicó varios de los números. Yo, que soy muy tímido, estaba literalmente asustado, porque le creía capaz de gastarme cualquier broma pesada, o subirme al escenario y cosas similares. Pero, al mismo tiempo, estaba feliz por recuperar esa vieja y entrañable amistad, esas cenas que compartimos tantas veces después de las funciones, y, en especial, el recuerdo indeleble de aquella noche de Febrero de 1986 en que desde Zaragoza, llamó a su manager, Tony Coll, y le ordenó que quitara todos los carteles que anunciaban su próxima actuación en Barcelona, porque ambos nos íbamos a vivir a Cuba, de donde, por cierto, él ya estaba enamorado. Todavía recuerdo las voces de Tony, absolutamente asustado y preguntándole, “¿con quién estás, Pepe, con quién estás?”, como buscando el culpable de este cambio de planes, a lo que mi amigo le decía: “Con el Ortega”, información que no debió de tranquilizarle en absoluto, sino más bien todo lo contrario.
Al día siguiente de aquella noche alucinante amaneció y el sol nos hizo cambiar las perspectivas y las cosas.
En este reencuentro hablamos fugazmente de su reciente problema con la COPE y, en especial, con el escándalo que él había montado con sus declaraciones en la TV3 que yo sigo pensando que fueron tan desafortunadas como sacadas fuera de contexto de un modo sectario y aprovechado. Fue solo una referencia, como quitándose de encima un problema del que no se sentía nada orgulloso y que no hacía más que crearle problemas personales y profesionales.
Tras la conversación cogimos un taxi y él se bajó antes, creo que en la confluencia de la Diagonal y el paseo de Gracia. Esa fue la última vez que lo vi. Recuerdo perfectamente su último saludo de despedida a través de los cristales.
Pero la vida es así: a pesar de las buenas intenciones, y los proyectos que habían nacido esa noche, volvimos a perder el contacto. Y, al poco tiempo, por la prensa, me enteré de su enfermedad. Amigos comunes me informaban de sus pasos y de sus esperanzas. E incluso, cuando estábamos ultimando los preparativos de la ceremonia de clausura de la Expo, Juan Luis Bozzo me pasó el teléfono y me dijo: “quieren saludarte”. Era Rubianes, que me decía que la cosa parecía controlada, que estaba optimista, que el tratamiento estaba dando el resultado apetecido.
Por eso, su muerte me cogió con el paso cambiado, totalmente cambiado.
Hace unos días, en la habitación de un hotel de Sevilla, vi una de sus últimas representaciones por la televisión. Con su camisa roja y su pantalón negro de siempre, con su contagiosa sonrisa, con esa capacidad inmensa de comunicar, inventar, contar. Con su acostumbrada capacidad para fustigar al facherío, para contar historias divertidas, escandalosas, amargas. Me conmocionó oír nuevamente su voz, tan esencialmente igual fuera y dentro del escenario.
Y llegué a esa conclusión, precisamente: había perdido a un amigo –otro más en tan poco tiempo- tan igual dentro y fuera de los escenarios. Tan solo encima de las tablas, y tan solo por las calles de las ciudades, de los países, del mundo entero.
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