1. Coordinación y Fases del Trabajo de Interpretación
En cualquier Escuela de Teatro la formación de un/a alumno/a en la materia de Interpretación es un proceso continuo y evolutivo en el que éste/a debe ir atravesando por una serie de pasos. Cada Profesor/a de Interpretación, en el interior de un Departamento especializado en esta materia, debe contar, sin duda, con un amplio margen para imaginar y llevar a cabo sus propias propuestas pedagógicas basadas en su propia experiencia, en su imaginario artístico personal, etc., pero éstas deben estar siempre enmarcadas en una misma dirección pedagógica previamente pactada con el conjunto de los miembros del Departamento.
En Pedagogía Teatral no todas las experiencias bienintencionadas son necesariamente positivas: para intentar serlo deben pertenecer a una cadena formativa cuyos objetivos sean comunes por parte del profesorado y comprensibles para el propio alumnado desde el comienzo de su aprendizaje. Hacer por hacer, o hacer lo que sea, no es necesariamente bueno, aunque en ocasiones la casualidad o el chispazo de la improvisación puedan producir buenos resultados.
Estos pasos, a grandes rasgos, serían los siguientes:
En un primer momento se trataría de conseguir que el/la alumno/a tome conciencia de sus propias carencias y limitaciones, incluidas las que están enmascaradas debajo de las supuestas virtudes que frecuentemente le han sido jaleadas en el ámbito habitualmente amateur del que procede y en las experiencias escénicas que hasta ese momento ha vivido. En esto hay una evidente paradoja: son esas experiencias anteriores las que le han llevado a entrar en una escuela, y es en la escuela donde debe descubrir lo que de verdadero, útil y provechoso contienen para su formación (y que por tanto debería seguir cultivando), pero también lo que de perjudicial hay en ellas, aunque hasta ese momento haya creído exactamente lo contrario, (y que en consecuencia debería desechar).
Este momento está lleno de dificultades y de dudas. El alumno no debe sentirse desamparado entonces, sino todo lo contrario: asesorado convenientemente, orientado correctamente en ese camino pedagógico trazado por sus profesores, e incluso protegido por ellos, al menos hasta un cierto punto.
En un segundo momento, el alumno debe adquirir unas técnicas precisas de actuación. El método para conocerlas adecuadamente es precisamente aplicarlas: solo, o con sus compañeros, compartiendo trabajos interpretativos, y/o experiencias, trabajando con sus profesores y también por su cuenta, bajo las directrices de éstos. En ocasiones, el resultado de este trabajo podría ser confrontado con un público ajeno al habitual, es decir, a sus propios compañeros en el aula o, excepcionalmente, en el lugar que se considere idóneo para ello.
El tercer momento sería el de la aplicación de estas técnicas y estos conocimientos de forma expresa en experiencias formativas en las que el nivel de exigencia sea de naturaleza similar o parecida al que habitualmente existe en el ámbito profesional al que el alumno se dirige.
2. Los tres cursos escolares.
Las tres fases corresponden en una Escuela como la nuestra a los tres cursos escolares.
En el Primer Curso el acento debería ponerse en los ejercicios de desinhibición, en el aprendizaje de la correcta actitud de concentrase en escena, en averiguar los mecanismos corporales que producen las tensiones para evitar controlarlas, en aprender a observar la realidad y las personas (los gestos, las siluetas, los comportamientos, etc.), y, de modo especial, en adquirir los rudimentos de una ética teatral, basada en el respeto al propio trabajo y al de sus compañeros, en la preservación de un clima que favorezca la máxima concentración en el aula, que ponga en valor incluso el propio cuidado material de la misma, etc.
En el Segundo –un periodo especialmente importante en el desarrollo formativo- se trataría de profundizar en lo aprendido y de trabajar ya en escenas, fragmentos, etc., extraídos la mayoría de las veces de textos clave de la literatura dramática, en donde el alumno no solo pueda analizar, crear, sentir y defender escénicamente los roles tradicionales de protagonista/antagonista, sino también comprender y asumir la dimensión de “actante”, es decir, el alcance y las consecuencias que conlleva pertenecer a un universo dramatúrgico, que, por una parte, enmarca el perfil de su personaje y, por otra, delimita su trabajo como actor.
En Tercero, se trataría de utilizar todo el bagaje de conocimientos adquiridos al servicio de talleres, lo más acabados posibles desde el punto de vista artístico y de la producción, que sean presentados en lugares de exhibición de la ciudad. En este momento, la confrontación con el público adquiere un protagonismo definitivo y sustancial, entendiendo por tal no la mera felicitación final de éste, sino el análisis riguroso de la propia experiencia comunicativa con él (interactiva siempre), antes, durante y después de que se produzca.
3. El espacio físico de trabajo
A lo largo de estos tres momentos, y, en consecuencia, de los tres cursos, el espacio en el que el alumno y el profesor trabajan, y en donde se persiguen y obtienen los resultados adecuados, debe ser meticulosamente decidido por el profesor de la asignatura. Esa elección no es algo de naturaleza menor: tiene el mismo rango de importancia que los puntos anteriormente expuestos.
Para ello hay que valorar los siguientes aspectos:
-En el aula se obtiene un determinado clima de recogimiento que es especialmente idóneo para conseguir determinados objetivos.
-Las aulas siempre tienen insuficiencias, especialmente de capacidad y de distancia, pero las posibilidades de privacidad que ofrecen les hacen ser especialmente idóneas durante el primer periodo de formación y las tareas que Stanislavski enmarcaba en “el trabajo del actor sobre sí mismo” y el “proceso creador de las vivencias”, y, por extensión, como lugares para mostrar estas vivencias a un número reducido de espectadores. Del mismo modo que no es lo mismo entrar en el comedor que en la cocina de una casa, para éstos tampoco es lo mismo entrar a un teatro –tradicional lugar de encuentro con el trabajo de los actores y con estos mismos- que en un aula –lugar de trabajo y experimentación de los alumnos-.
-En cualquier caso: ¿A qué tipo de escenario nos estamos refiriendo? La pregunta no es retórica: el escenario en abstracto no existe.
Hay muchos modelos de escenarios, siempre concretos, que poseen unas peculiaridades, virtudes e insuficiencias, no en abstracto sino en relación a los objetivos pedagógicos que se persiguen en cada momento. Una plaza de toros, un polideportivo, o incluso algunos teatros a la italiana, son buenos, por ejemplo, para torear, jugar al baloncesto, o cantar ópera, aceptables si son adaptados para hacer algún tipo de teatro, pero francamente malos para provocar emociones o favorecer la concentración orgánica de los actores y la comunicación a partir de estas premisas con el público. No es verdad, por tanto, que sea bueno actuar “cuanto antes” en “cualquier” escenario. Para algunas cosas puede que sí, pero para otras seguro que no.
No es verdad que se aprenda más en cualquier escenario que en el aula habitual de trabajo.
Habitualmente la sola idea de escenario provoca en el alumno una excitación que coincide más con su prisa por actuar en él (y con su natural y hasta beneficioso exhibicionismo) que con las ventajas que supuestamente lleva implícitas: proyección de la voz, etc, obviando que, primeramente, el escenario ideal no existe, y que en muchos teatros y escenarios las condiciones son precisamente lamentables y, por tanto, especialmente desaconsejables.
Por otro lado, el escenario puede llevar al público que asiste a la muestra a dimensionar incorrectamente su propio sentido, a valorarla de una manera inadecuada y ajena a su propia esencia.
-El escenario es el lugar inevitable y lógico de las experiencias teatrales terminadas, profesionales y semiprofesionales. En él el público deberá juzgarlas como lo que son, y exigir que su calidad sea la adecuada, especialmente si van precedidas por la adquisición de una entrada.
Es decir, hay que desterrar del alumno la frecuente idea simplista de que un aula es un lugar secundario con respecto al escenario y recordarle, como hacía el pedagogo Jaume Melendres, que el “lugar del actor” no es el escenario en sí mismo, sino la escenografía y el público, independientemente del espacio físico concreto, que puede ser variable (a la italiana, circular, abierto, íntimo, etc.). Por el contrario, es preciso hacerle ver la importancia de trabajar en la intimidad, delante de sus compañeros, para después confrontar lo conseguido con el público y provocar esa comunicación a dos bandas que el teatro lleva siempre implícita, primero en la propia aula y después en otros espacios.
Por esta razón es bueno recordar las palabras de Melendres (*): “Las escuelas de teatro deben tener un teatro -por supuesto que sí- para permitir este último aprendizaje, este diálogo entre dos antenas que emiten y reciben simultáneamente. Pero -sobre todo- han de tener aulas, es decir, salas de ensayo concebidas y organizadas no como un mal menor, en la nostalgia de un paraíso todavía no hallado, sino como el espacio esplendoroso de la intimidad, el espacio de los espacios posibles, el más abstracto, el mejor dotado y el más omnicomprensivo”.
(*) Pausa, número 14. Revista de la Sala Beckett. Barcelona, Julio de 1993.