Vueltas al tiempo. Autobiografía de Arthur Miller.
“Una obra de teatro, incluso la de corte crítico y airado, es siempre, a determinado nivel, una carta de amor al mundo que espera con ansiedad una respuesta amorosa. La cuestión es saber afrontar el silencio del rechazo y ponerse a escribir otra carta: y al mismo amante, nada menos”
Arthur Miller
Miller en mi vida
He sentido desde muy joven una simpatía especial por Arthur Miller, por su persona y, naturalmente, por su aportación como escritor teatral. Fue, desde el principio, algo más que la admiración que se siente por una figura indiscutible de la cultura occidental, algo más cercano, casual, irracional incluso. Al fin y al cabo, asocio inevitablemente su figura al momento en que empecé a intuir que mi vida y el teatro iban a estar siempre muy relacionados. En ese instante inicial, en donde todo eran expectativas e intuiciones, apareció en mis manos la traducción castellana de uno de sus textos más emblemáticos, “Todos eran mis hijos”, de 1947, que me atreví a montar a finales de los setenta con un grupo de amigos y amigas de mi misma edad, a quienes recuerdo ahora mucho mejor dotados para interpretar que yo para dirigirles.
Desde entonces, he seguido alimentando esa misma admiración, pero por razones más fundamentadas. Creo que Arthur Miller es tal vez el ejemplo más claro de intelectual comprometido con unas ideas que, a su vez, van evolucionando conforme él crece como persona, pero a las que nunca traicionará. Es, más que otra cosa, un hombre que elige el teatro para materializar ese compromiso, aunque el teatro norteamericano al que él pertenece por nacimiento, le procurará más sinsabores que alegrías. Ahora acabo de terminar su autobiografía “Vueltas al tiempo”, reeditada por Tusquets en 2010, un denso libro en el que cuenta de manera discontinua –yo diría que brechtianamente-, los momentos más relevantes de su vida y que me resuelve, en consecuencia, las claves principales de su fascinante personalidad.
Hijo de emigrantes judíos polacos, establecidos en Nueva York, tuvieron que trasladarse cuando cumplió los trece años a una vivienda modesta en Brooklin al arruinarse su negocio familiar enla GranDepresión.Miller se convierte en un chico despierto y decidido, dispuesto a trabajar duro para salir adelante mientras desarrolla su formación intelectual y universitaria. Ese ímpetu en el trabajo y un arrojo especial en conocer nuevos ambientes iban a acompañarle el resto de su vida, simultaneando experiencias laborales diversas que él vivía de manera paralela y complementaria a los éxitos que empezaba a conseguir como dramaturgo y escritor. Como muestra, un botón: cuando obtiene un triunfo indiscutible con el estreno de “Todos eran mis hijos” y su nombre aparecía en la envidiada marquesina de un teatro en la gran manzana, Arthur Miller decidió comenzar a trabajar en una modesta fábrica de Long Island instalando listones de separación de cajas de cerveza, argumentando que “el éxito amenazaba con romper mi contacto directo con los sinsabores cotidianos”. Duró poco, pero aquel impulso fue todo un síntoma de la posición que mantendría siempre con respecto a la celebridad y sus servidumbres.
Teatro y responsabilidad social
Cuando Arthur Miller recogió en Oviedo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2002 se refirió a su relación con España y, en concreto, a su interés personal por la guerra civil. En el libro, son innumerables las referencias a la misma, a la importancia que a ese episodio de nuestra historia reciente le concedieron en su momento algunos jóvenes intelectuales en periodo de aprendizaje como él. “España fue, de cien maneras distintas, la matriz de la problemática de Occidente del medio siglo que seguiría”, afirma. De la guerra española, que se convirtió para él en un símbolo de resistencia contra el fascismo a nivel planetario, viene a afirmar que fue el primer capítulo de la segunda guerra mundial, dejando en entredicho la actitud de algunos gobiernos que no ayudaron al ejército republicano.
Como no podía ser de otra forma, el Miller humanista no concibe el teatro como algo desgajado de su planteamiento personal de compromiso con las luchas sociales. Es más, considera que lo más importante es precisamente la lucha por conseguir un mundo mejor. Por decirlo de una manera directa: lo importante es el hombre. “Todo nuestro teatro –el mío incluido, desde luego, pero también el de los maestros- me parecía baladí al lado de la inmensidad de las posibilidades humanas”, reconoce.
Desde esa perspectiva, no es de extrañar la relación anómala que siempre tuvo con el tinglado comercial de Beoadway, supeditado a ciertos intereses económicos, pero, de manera especial, a intereses ideológicos con los que nunca tragó, y a la todopoderosa opinión de la sección crítica del New York Times, que, en sus palabras, es “una dictadura tan eficaz como cualquiera de los mecanismos de control cultural que hay en el mundo”. Esa relación compleja terminó siendo la causa de una paradoja: nunca fue un dramaturgo demasiado prolífico, sino que escribió finalmente muy poco para el teatro, y sus éxitos indiscutibles en Broadway pueden contarse con los dedos de una mano. En el libro incluye ideas sobre guiones teatrales y cinematográficos que, como “El suero de la verdad”, no llegó a escribir pensando en la inutilidad de hacerlo, un torrente de ideas brillantes nunca desarrolladas y definitivamente arrojadas a la papelera.
Lo que en su país le costó tanto esfuerzo, lo obtuvo en el resto del mundo, en donde se estrenaron, y se siguen estrenando, la mayoría de sus obras, llevadas al escenario por directores como Peter Brook, Laurence Olivier, Franco Zefirelli, etc. Diferente hubiera sido su trayectoria, y mucho más extensa su producción, si ese vaso comunicante con el escenario de su propio país, de su propia amada Nueva York, ciudad en la que había nacido en 1915, no se hubiera obturado tan pronto. Algo, por otra parte, seguramente imposible.
Defensa de la libertad de creación
Miller describe en “Vueltas al tiempo” aquellos años difíciles, en los que muchos intelectuales y artistas en Estados Unidos padecieron la pesadilla del McCarthismo, y con ella el enrarecimiento crónico del pensamiento intelectual, de la autonomía moral de la conciencia y el pensamiento político, de la propia posibilidad de crear en libertad. “Ví extirpar minuciosamente del cuerpo social el respeto público como las alas de los insectos y pájaros que arrancan los niños crueles, y a ciudadanos grandes y nobles acusados de traidores sin que en ninguna parte hubiese la menor muestra de indignación”, reconoce amargamente cuando describe ese fenómeno que tiñó de fascismo las relaciones laborales, las relaciones humanas y las propias conciencias individuales y colectivas en el seno de un tejido social irrespirable. Que, en el caso de Miller, le separó en el teatro de su propio público potencial, le hizo renunciar casi voluntariamente al cine, y le alejó de algunos de sus amigos, como Elia Kazan, que finalmente optó por aceptar los cargos de los que se le acusaba el Comité de Actividades Antiamericanas, delatando a terceros. Conmovedores son los fragmentos en los que describe, asociados en el tiempo, las investigaciones que realizó sobre las famosas brujas de la localidad de Massachussets, Salem, toda una metáfora sobre el estado espiritual de la propia sociedad norteamericana, y la constatación de la traición de su amigo, director escénico hasta ese momento de algunas de sus piezas mejores, con el que rompió su amistad una lluviosa mañana de Abril de 1952.
El libro es también una fina disección sobre los problemas de conciencia y posición del intelectual consciente, vistos desde el otro lado del Atlántico: el final de la segunda guerra mundial, el establecimiento de los bloques, la guerra fría, la represión feroz en el bloque comunista, el temor enfermizo de que el marxismo pudiera extenderse como un gas venenoso e invisible socavando las democracias occidentales, y, en general, de la lucha por la libertad. Miller, poco a poco, se va convirtiendo en un icono de las posiciones independientes, acompañado por su aureola de dramaturgo extraordinario y resistente ejemplar a los interrogatorios del trisite Comité. Este camino le llevará finalmente a dirigir entre 1965 y 1969 el PEN Club, asociación fundada en 1921 por la escritora Amy Dawson Scout y en donde se afanó al final de sus días por conseguir romper barreras políticas entre sus miembros.
El hombre y su legado
Marilyn Monroe, como no podía ser de otro modo, ocupa también otro espacio preferencial en sus reflexiones y recuerdos. Miller describe sinceramente su compleja relación con “aquel torbellino de luz” a lo largo de sus cinco años de matrimonio, desde 1956 hasta 1961. Como decía Ortega, el amor no es nada ciego, sino más bien todo lo contrario, y Miller describe con extrema lucidez las peculiaridades culturales y sicológicas y necesidades personales que cada uno poseía y que los diferenciaba de un modo radical. Sin duda era una relación condenada al fracaso desde el principio, pero la diferencia entre ellos, que fue estimulante en los primeros tiempos, se fue transformando en otro torbellino, esta vez destructor, provocado en gran medida por el desequilibrio emocional y la inseguridad profesional y humana en que vivía sumida la aclamada y, al mismo tiempo, denostada actriz. En este sentido, no son agradables las palabras con las que Miller juzga a la corte de admiradores aprovechados, ayudantes perversos y oportunistas que ella tenía siempre demasiado cerca, entre los que incluye a Lee Strasberg y a su mujer, Paula, que pretendían enseñarle de forma empecinada los preceptos básicos del “método”. Especial mención le merece el momento terrible en el que, ya separados, supo su muerte, consecuencia de su progresiva adicción a los barbitúricos.
Arthur Miller murió en Febrero de 2005. Después de su etapa conla Monroe, disfrutó las cuatro décadas más estables de su vida afectiva junto a la fotógrafa de origen austriaco Inge Morath, con la que tuvo dos hijos. Sus últimos años fueron los del encuentro sereno con una nueva realidad personal que, según confiesa en el libro, le cogió de sorpresa, como siempre: se había convertido en abuelo de la noche a la mañana, a pesar de que su inmenso físico seguía bastante firme (las enfermedades se iban a presentar muy pronto), y de su desbordante clarividencia intelectual de las que estas memorias son precisamente una prueba evidente. En realidad, el tiempo siempre le había cogido por sorpresa: “cumpliría los veinte sin haber aprendido a tener quince, treinta antes de saber lo que significa tener veinte…,”confiesa.
Su recuerdo, sin embargo, ya no es temporal, sino permanente: pertenece ya, como el de Albert Camus en Europa, a todos los resistentes, a todos los hombres y mujeres que a lo largo de estos últimos años han luchado por un mundo más libre y más justo, pero como consecuencia de una práctica política en donde la ética es y sigue siendo un valor innegociable. Pertenece también, y especialmente, a quienes consideran que el teatro es una magnífica herramienta de transformación de las conciencias humanas y que ese es su mejor destino. Aunque su energía e impulso parecieron perder fuerza con los años, arrastrado por un cierto desencanto hacia las posibilidades de una victoria frente a enemigos tan poderosos como el comercialismo y la ramplona vulgaridad del mercado teatral norteamericano, que él consideraba plenamente corrupto, ahí están algunos de sus textos, concebidos, como le dijo el crítico John Anderson al principio de su carrera, “como tragedias, solo que al estilo de las comedias populares”, dotados de esa perfecta arquitectura teatral tan característica suya, que sirven todavía para vehicular nítidamente un mensaje de esperanza en las posibilidades humanas.
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febrero 25, 2012 a 1:08 pm
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