A veces, una bola de plata…
El teatro me ha hecho y me ha deshecho. Me ha dado todo lo que tengo y me ha quitado tal vez muchas otras opciones en la vida. Siguiendo sus rastros he viajado por buena parte del mundo, ya sea en calidad de espectador, de artista o de promotor. Incluso ha habido veces que el teatro ha puesto en peligro real mi vida, o me ha hecho vivir situaciones increíbles, privilegiadas, excepcionales.
En Jerusalem fui entregado como si fuera un paquete por actores palestinos a actores judíos. En Argelia estuve tres días protegido por cuatro guardaespaldas, ellos más asustados que yo, porque mi cabeza había sido expresamente solicitada por los integristas. En Bulgaria coordiné un extraño congreso de directores de escena que estaban dispuestos a matarse entre sí y a quienes yo apenas conocía. En Transilvania hablé sobre la obra de Lorca y vi un espectáculo maravilloso en su homenaje. En Eslovenia vi el mejor Shakespeare de mi vida. En Sarajevo compartí emociones desbordadas con Susan Somtang, en el Kamerni Teatar 55, el lugar donde el teatro y la dignidad sobrevivieron a los misiles serbios. En París conocí a Peter Brook. En Aviñón le di un plantón a Ariane Mnouchkine, pero me estremecí de placer viendo a Pina Bausch. En Berlín sostuve entre mis manos algunos libros de la biblioteca de Brecht. En Nueva York lloré viendo a Dustin Hoffman interpretar “El mercader de Venecia” y sentí un escalofrío escuchando la voz profunda e inigualable de Kathleen Turner en una obra de Cocteau…
Muchas veces he pensado cuál es la razón de fondo por la que finalmente me he dedicado a este menester. Siempre suelen preguntarme sobre antecedentes familiares y todo eso. La verdad es que, con alguna excepción colateral, esos antecedentes no existen propiamente, aunque en el ámbito de mi infancia, mi abuela materna, con su imaginación desbordante y su inmensa capacidad lúdica, ofició de excepcional embajadora en un arte que ella misma desconocía.
Suelo responder que me he dedicado al teatro como una especie de venganza personal. Es una manera radical de decir que mis compañeros de colegio tenían organizado un pequeño grupo teatral en el que jamás me dejaron participar. A su vez, esta actividad escénica les permitía a ellos frecuentar a las chicas del colegio vecino, con lo que la defensa del monopolio, por su parte, y la irresistible tentación, por la mía, se multiplicaban de manera recíproca y en proporción geométrica.
Así las cosas, las razones habría que buscarlas en otros ámbitos.
Por ejemplo, en el intelectual. El teatro es un lugar de privilegio artístico en la medida que hace coincidir en su interior varias corrientes artísticas diferentes. No es la suma de todas ellas, sino el encuentro organizado al servicio de un propósito único, estéticamente coherente. Palabra, música, danza, gesto, e incluso pintura y escultura, en grandes o pequeñas dosis deben cruzarse al servicio de una idea teatral, conformando un acto de comunicación inevitablemente social e interactivo. Ese poder de síntesis me parece fascinante.
Pero hay razones también de carácter sensorial. Nada ha conseguido emocionarme más que una buena interpretación sobre un escenario, sea éste el modesto y destartalado de un barrio rural, o el extraordinariamente rico de un teatro en el corazón de Broadway. No es ajeno a esa capacidad la característica de “arte colectivo” que el teatro tiene. Hasta en un espectáculo hecho por un solo actor y consumido por un solo espectador han colaborado muchas otras personas y a muchas otras personas va a afectar, aunque no hayan ido a verlo.
Peter Stein, director alemán de enorme talento, fértil experiencia y gran cultura, decía, refiriéndose al acto de comunicación teatral, que “hay veces que una bola de plata atraviesa el escenario. A veces tarda años en pasar, y se produce en unos segundos de un espectáculo. Otras veces, las menos, es un espectáculo completo. Pero las veces que esa bola atraviesa el escenario, nuestro placer es tan intenso que justifica la espera de semanas, meses y años”.

Dirigiendo "El Impromptus de Versalles", de Molière. Institut del Teatre de Barcelona (Junio de 1993)
Esa bola de plata a la que alude Stein es la justificación de mi dedicación a las artes escénicas. La he visto pasar suficientes veces como para esperarla con anhelo, como para recorrer teatros, ciudades y países en su búsqueda. El desencanto, todo hay que decirlo, suele ser frecuente, y sin embargo, como sé el placer que me produce su majestuoso paso, sigo esperando con auténtica expectación e interés. Las decepciones son muchas, pero el placer las borra todavía por completo.
En «El sí mágico» quiero contar las mejores sensaciones que he sentido en la penumbra de una sala, cuando la presencia de una bola de plata me ha dejado sin apenas respiración, cuando me he sentido reconfortado con la humanidad y sus mejores anhelos, cuando me he sentido algo más que un pobre insecto, y unos actores han conseguido convencerme de que todos podemos ser un poco mejores.
mayo 23, 2009 a 7:38 pm
¿Y esa bola de plata sólo pasa a través de una representación teatral o puede extrapolarse la expresión a cualquier otra obra de arte?
En ese caso, lo entiendo perfectamente, maestro.
Hay que tener paciencia, constancia y los sentidos muy alerta, pero si pasa, ayyyyyyyyyy!!!!si pasa….
julio 28, 2009 a 1:35 pm
Yo trabajo desde la sombra en el mundo del espectáculo. Mi misión es hacer brillar a los artistas que estan en el escenario o llevar a término sueños de directores que transforman espacios o emocionan con imagenes. Soy una ninja y desde mi escondida posición he podido ver como en contadas ocasiones esa bola de plata atravesaba al publico, me he sentido hipnotizada por su recorrido y he tenido que despertar a los técnicos noqueados, porque cuando el fenómeno ocurre, la respiración se suspende y esa emoción intensa puede paralizar. Y ya se sabe que el espectáculo debe continuar……