
Mariano Cariñena
1.
Todos los grandes nombres de la historia del teatro -esas personas que fueron capaces de arrastrar a las aventuras que cambiaron los signos de los escenarios-, exigieron a los demás y se exigieron ellos mismos una implicación que iba más allá del llamado ámbito profesional.
Para Konstantin Stanislavski, por ejemplo, el actor lo era a todas las horas del día. Era, pues, un “actor de guardia”, en la medida de que para él su campo de operaciones era la realidad misma. Un actor debía observar esa realidad, extraer modelos, seleccionarlos, estudiarlos, apropiárselos, para, llegado el momento, poder utilizarlos en escena. Debía, de forma paralela, aprender a realizar una gimnasia introspectiva permanente, capaz de establecer con lo más profundo de sí mismo un vaso comunicante, una herramienta de trabajo, útil para incorporar ese caudal de recuerdos, emociones y sentimientos, a la construcción de sus personajes. Para Jerzy Grotowski el asunto iba mucho más lejos. El actor tendría que ser una especie de monje, “religado” a una profesión que casi podía exigirle cualquier cosa y que condenaba su vida personal a un segundo plano. Conocida es la anécdota en la que Grotowski se presentó en la habitación donde dormía su actor fetiche, Ryszard Cieslak, a las tres de la mañana y le obligó a comerse cuatro plátanos como prueba de su compromiso con el teatro y de su obediencia al maestro.
Bertold Brecht supone, sin embargo, un paso diferente, cualitativamente hablando. No les exigía a los actores del Berliner Ensemble que comieran plátanos de madrugada, ni que lo fueran a todas las horas del día y de la noche. Por el contrario: les sugería que, como él, fueran al futbol, se distrajeran de sus tareas profesionales, fumaran, bebieran cerveza, pusieran un punto de distancia, y nunca mejor dicho, entre sus vidas y sus trabajos. Pero les pedía un compromiso en el sentido de que, además de actores, fueran hombres y mujeres con conocimientos profundos de un arte total. Conocimientos de escenografía, de iluminación, de dramaturgia, pero también de política, de historia, de lucha sindical. Mujeres y hombres informados y cultos, comprometidos con los tiempos que les habían tocado vivir.
2.
Yo conocí a Mariano Cariñena a mediados de los setenta y ya entonces me produjo esa sensación totalizadora. Dirigía entonces el Teatro Estable, una compañía que había nacido de otras empresas ya desaparecidas: el Teatro Universitario y el Teatro de Cámara. Recuerdo que me invitó a uno de sus ensayos. Llegué un poco tarde, y cuando entré en la sala en donde el grupo trabajaba, lo hice con toda la discreción del mundo para no llamar la atención. Los actores, los técnicos y Mariano formaban un círculo en el centro de una habitación de medianas proporciones y hablaban de la situación política española. Es decir, no trabajaban estrictamente sobre el texto que iban a representar poco tiempo después en el desaparecido Teatro Argensola, de Zaragoza.
Pasaron horas y ahí siguieron todos. Los argumentos de unos y otros eran analizados en profundidad. Las opiniones surgían con vehemencia y eran escuchadas y rebatidas con respeto. Mariano les había enseñado a hacerlo y estimulaba el debate, mientras fumaba un cigarrillo detrás de otro. Pensé que el ensayo se había suspendido aquel día, precisamente el que yo había sido invitado. Empezaba a anochecer cuando Mariano dijo algo así como: “Bueno, lo dejamos por hoy. Mañana seguiremos trabajando en escena sobre lo que hoy hemos hablado”. Excepto a mí, a nadie extrañaron aquellas palabras porque eran, no solo el pan nuestro de cada día, sino una metodología de trabajo que todos comprendían y aceptaban.
3.
Las realidades se entrecruzaban. La presente, española, en un momento de transición de una feroz dictadura a una democracia imprecisa, sobre la que recaían todo tipo de sospechas. La pasada, en la que se situaba la acción de la obra que intentaban colocar sobre el escenario. Entre unos y otros, buscaban paralelismos, signos de la presente que le sirvieran posteriormente al espectador para comprender mejor los entresijos de la primera.
Ha pasado el tiempo y Mariano está un poco retirado de los escenarios y de la actividad teatral. Hace unos años, cuando yo era director del Centro Dramático de Aragón, le pedí al escritor y periodista Antón Castro que escribiera una biografía. Ese texto vio la luz en forma de libro de conversaciones, y al leerlo todos pudimos comprender que Mariano Cariñena había sido de todo en el mundo del teatro: director de escena, actor ocasional, profesor de interpretación, escritor de textos propios, adaptador de textos de los demás, etc., y, por encima de todo, un hombre enamorado de la vida. Es decir, el perfil exacto de lo que Brecht consideraba un hombre de teatro, palabra y concepto que tantas veces le oí a él utilizar a modo de elogio de los demás.
No ha sido el único, pero sí todo un ejemplo en Aragón. Su evolución ha sido evidente. Jamás se cerró a las nuevas experiencias, a los nuevos lenguajes, a las nuevas tecnologías, de los que aprendió, incorporó aspectos y desechó otros. En el terreno de la pedagogía teatral es donde esto se notó de manera especial, tal vez el ángulo en donde el universo brechtiano se mostró más impreciso frente a la abrumadora, y a veces caótica y contradictoria, aportación de Stanislavski. Pero lo que nunca varió en él fue ese concepto de apertura. Sus alumnos de la Escuela Municipal de Teatro comprobaron cómo Mariano fue incorporando en su día a día herramientas de trabajo que incluían, cada vez más y mejor, aspectos de la interioridad personal y emocional del personaje.
Su escritura nace, pues, de esa posición ante la vida y ante el teatro y participa de manera privilegiada de esa sensibilidad totalizadora de raíz brechtiana y humanista. Los textos que ha escrito Mariano a lo largo de su vida son exponentes perfectos de ese universo y de esa transformación. E incorporan, como no podía ser de otra manera, algunas de las peculiaridades diferenciales de su autor. Por ejemplo, un carácter esencialmente híbrido entre su condición de piezas literarias y su objetivo último instrumental de ser puestos encima de unas tablas y representado por unos actores. En ese sentido, las acotaciones de estos textos son auténticas pautas para el director de escena, nacidas del conocimiento exhaustivo del resto de los oficios escénicos.
Pero también de un sentido del humor inteligente y cercano. De un conocimiento del ser humano, de sus debilidades y de sus conflictos con la realidad exterior. Y, por encima de todo, el convencimiento de que el mundo es mejorable por injusto y aterrador, pero, al mismo tiempo el lugar del cosmos donde nuestro corazón late y nuestros pulmones respiran, donde, en definitiva, desarrollamos gozosamente nuestra diaria aventura de vivir, nuestra capacidad de disfrutar de la naturaleza, de las relaciones humanas. Un teatro, pues, lúcido y comprometido, pero, a la vez, profundamente optimista.