Archive for the ‘Biografías y semblanzas’ category

Roberto Zucco

mayo 23, 2009
Bernard Marie Koltés

Bernard Marie Koltés

Os recomiendo la lectura de los textos teatrales de Bernard-Marie Koltès, nacido en Metz en 1948. Para mí es el mejor autor teatral de las últimas décadas del pasado siglo en la medida de que le toma el pulso de la realidad de su tiempo y, a partir de ahí, escribe un teatro que es mitad crónica, mitad estilización poética de una deslumbrante belleza. Yo escribí de él que tenía un pie puesto en la cloaca y otro en la más bella poesía francesa, heredera de una tradición refinada y culta.

Koltès como persona es también una metáfora. Murió en 1989, a los cuarenta y un años, víctima del SIDA, como fatal resultado de una vida acorde con su percepción de la literatura y del arte.

Ahora el Centro Dramático Nacional estrena su “Roberto Zucco”, uno de los textos que me llevaría junto con “Mi último suspiro”, las memorias de Buñuel, y algún otro, a esa isla desierta referencial que todos llevamos en la cabeza. Su redacción coincide precisamente con el diagnóstico de su irreversible enfermedad. Se cuenta que una escena está escrita el mismo día en que supo que su destino tenía fecha de caducidad inmediata.
Esta pieza teatral, que pone en escena por segunda vez en España, Lluis Pasqual, y que antes ha tenido otros aterrizajes escénicos memorables, como el firmado por Peter Stein, en Alemania, y otras incursiones cinematográficas perfectamente prescindibles, nos narra la historia de un extraño y fascinante asesino, cuyos crímenes terribles no dejan de tener un punto de romántica desolación. Todo empezó cuando el propio Koltès vio la fotografía de un tal Succo en un vagón del metro parisino, y quedó fascinado con los dulces rasgos del enigmático personaje. Después de documentarse adecuadamente, escribe una pieza de escenas cortas, que incluye pequeños diálogos y monólogos de una fuerza dramática extraordinaria. Juntos forman un friso en donde lo sórdido y lo bello parecen aparearse con gran suavidad.

Otros textos anteriores son “De noche, justo antes de los bosques” (1977), “Muelle Oeste”(1983), “En la soledad de los campos de algodón”(1985) y “Le retour au desert” (1988), espectáculo que tuve la suerte de ver protagonizado por Michel Piccoli y dirigido por Patrice Cherau, en el teatro Ranaud Barrault, de París. Personajes peculiares, que, de alguna manera representan grupos sociales, en espacios marginales, hablando de cosas reales, de transacciones, de peripecias, de heridas personales, de desarraigo étnico. Sólo serían lamentos si estos discursos no contuvieran caudales de poesía de muchos quilates. De hecho, Koltès conoce a la perfección los macanismos de la construcción dramática, pero también los de la propia lengua en la que escribe. Recordamos con auténtica veneración su traducción al francés de «Cuento de invierno», de William Shakespeare.

Una anécdota personal para acabar. Me encanta perderme por los cementerios de París. Yo paseaba una fría mañana de invierno por el de Montmartre, en la falda de la colina y con el Sacre Coeur de majestuoso decorado, a la búsqueda de la tumba de Louis Jouvet. Atareado como estaba en este menester, no me di cuenta de que estaba pisando una lápida de mármol gris. Era su tumba. El corazón me dio un vuelco del que todavía no me he repuesto. Por esa razón secuestré el nombre de su personaje para presentarme ante vosotros.

Miguel Garrido

mayo 22, 2009

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Estoy escribiendo estos días la biografía de una persona que murió hace un año y tres meses: Miguel Garrido Ramón.

 Intento reconstruir sus huellas. Desde los días de su infancia en Hellín, hasta los últimos en que vivía ya en Vitoria preso de sus personales obsesiones y en medio de una soledad buscada en parte, y en parte odiada. Entre medio, su estancia en Inglaterra, su aprendizaje en Alemania, y, posteriormente sus estancias en Zaragoza, Sevilla y otras ciudades en donde impartió su magisterio o dirigió sus espectáculos.

 Es increíblemente intenso realizar la reconstrucción de toda una vida. Trato de ver las cosas como él las veía, y frecuentemente cierro los ojos en los parques donde él paseaba, por ejemplo, para escuchar de la misma manera el canto de los pájaros. Si un biógrafo termina siempre raptado inevitablemente por el biografiado, cuando uno y otro eran amigos la aventura se torna una experiencia de contornos difuminados.

 Miguel fue, tal vez, el mejor clown que ha nacido en España, y por circunstancias de su vida, decidió muy pronto abandonar los escenarios y dedicarse a enseñar a los otros a ejercer una profesión tan diferente a las demás, incluso en el mismo ámbito de las artes escénicas. Su obra, por tanto, estará siempre inacabada. Su recuerdo nos acompañará a quienes le conocimos y quisimos: sus amigos, sus compañeros de profesión, su familia.

 El libro intenta, como no podía ser de otra manera, proporcionar una herramienta para que nuestra memoria no flaquee y seamos capaces de explicar a quienes no lo conocieron quién fue verdaderamente este pequeño genio, este gran artista.

Pepe Rubianes

mayo 22, 2009

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Fui a verle a Barcelona a lo largo de 2006 al teatro en donde estaba actuando, al comienzo de las Ramblas. Antes de la función, quedamos en un pequeño bar de una de las pequeñas calles que unen la Puerta del Ángel y la arteria principal y más conocida de la ciudad.

Lo encontré estupendamente, como siempre. Con el corazón y la cabeza llena de planes y de vida por delante. Hacía tal vez un par de años que no nos veíamos, y ambos volvimos a hacer las mismas promesas eternas de no volver a perdernos la pista, ahora con todos los cacharros sofisticados que había para unir a las personas.

 El motivo de mi viaje y de mi visita era hacerle una propuesta: yo quería que en la Expo él coordinase un proyecto que podía llamarse algo así como “Rubianes no hay más que 20”, y que consistía en que eligiera veinte actores que fueran pasando por las noches del Balcón de la Artes Escénicas contando cada uno sus historias. Se trataba de un ciclo de monólogos, pero con las pautas que Pepe quisiera, con los actores que él invitara, y con su presencia al menos al principio y al final del mismo.

 Le encantó la idea, y me dijo que sí.

 Durante la función me dedicó varios de los números. Yo, que soy muy tímido, estaba literalmente asustado, porque le creía capaz de gastarme cualquier broma pesada, o subirme al escenario y cosas similares. Pero, al mismo tiempo, estaba feliz por recuperar esa vieja y entrañable amistad, esas cenas que compartimos tantas veces después de las funciones, y, en especial, el recuerdo indeleble de aquella noche de Febrero de 1986 en que desde Zaragoza, llamó a su manager, Tony Coll, y le ordenó que quitara todos los carteles que anunciaban su próxima actuación en Barcelona, porque ambos nos íbamos a vivir a Cuba, de donde, por cierto, él ya estaba enamorado. Todavía recuerdo las voces de Tony, absolutamente asustado y preguntándole, “¿con quién estás, Pepe, con quién estás?”, como buscando el culpable de este cambio de planes, a lo que mi amigo le decía: “Con el Ortega”, información que no debió de tranquilizarle en absoluto, sino más bien todo lo contrario.

 Al día siguiente de aquella noche alucinante amaneció y el sol nos hizo cambiar las perspectivas y las cosas.

 En este reencuentro hablamos fugazmente de su reciente problema con la COPE y, en especial, con el escándalo que él había montado con sus declaraciones en la TV3 que yo sigo pensando que fueron tan desafortunadas como sacadas fuera de contexto de un modo sectario y aprovechado. Fue solo una referencia, como quitándose de encima un problema del que no se sentía nada orgulloso y que no hacía más que crearle problemas personales y profesionales.

 Tras la conversación cogimos un taxi y él se bajó antes, creo que en la confluencia de la Diagonal y el paseo de Gracia. Esa fue la última vez que lo vi. Recuerdo perfectamente su último saludo de despedida a través de los cristales.

 Pero la vida es así: a pesar de las buenas intenciones, y los proyectos que habían nacido esa noche, volvimos a perder el contacto. Y, al poco tiempo, por la prensa, me enteré de su enfermedad. Amigos comunes me informaban de sus pasos y de sus esperanzas. E incluso, cuando estábamos ultimando los preparativos de la ceremonia de clausura de la Expo, Juan Luis Bozzo me pasó el teléfono y me dijo: “quieren saludarte”. Era Rubianes, que me decía que la cosa parecía controlada, que estaba optimista, que el tratamiento estaba dando el resultado apetecido.

 Por eso, su muerte me cogió con el paso cambiado, totalmente cambiado.

 Hace unos días, en la habitación de un hotel de Sevilla, vi una de sus últimas representaciones por la televisión. Con su camisa roja y su pantalón negro de siempre, con su contagiosa sonrisa, con esa capacidad inmensa de comunicar, inventar, contar. Con su acostumbrada capacidad para fustigar al facherío, para contar historias divertidas, escandalosas, amargas. Me conmocionó oír nuevamente su voz, tan esencialmente igual fuera y dentro del escenario.

 Y llegué a esa conclusión, precisamente: había perdido a un amigo –otro más en tan poco tiempo- tan igual dentro y fuera de los escenarios. Tan solo encima de las tablas, y tan solo por las calles de las ciudades, de los países, del mundo entero.

Bergman

mayo 22, 2009

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Veo las películas de Ingmar Bergman y leo mientras tanto su autobiografía “Linterna mágica”, publicada en España por Tusquets.

Al terminar las páginas de este libro intento recapitular: Bergman es visto desde fuera como uno de los dioses indiscutibles de la creación cinematográfica, sus películas son admiradas, con razón, hasta por otros genios, como es el caso conocido de Woody Allen. Ha ganado oscars, premios internacionales, ha hecho una gran fortuna. Paralelamente su vida como director teatral ha estado plagada de éxitos similares. Precisamente, tal vez sea el caso más relevante de profesional que ha terminado siendo un icono en los dos campos –el teatro y el cine-, sin que pueda distinguirse en ninguno de los dos un brillo mayor o menor.

Y sin embargo, en este libro Bergman parece complacido en manifestar ese lado inseguro de su personalidad, esos momentos de su vida, personal y profesional, en donde no era oro todo lo que relucía. Llevado por una sinceridad indesmayable, que roza a veces la autoflagelación, nos habla con duras palabras de sus fracasos amorosos, de las veces que tuvo que aceptar proyectos que no le interesaban, de las ocasiones en que metió la pata, como cualquier persona normal.

Este libro introduce ese punto desmitificador consigo mismo, y extiende su metodología para hablar de los demás, para reflejar sus lados más débiles. Curiosas son las páginas que dedica a describir la relación que mantuvo con muchos compañeros de trabajo, la discutible belleza de la Garbo, la excentricidad maravillosa de Von Karajan, etc.

Pero, cómo no, el autor de “Fanny y Alexander” destila en todo momento un aire nostálgico sobre una infancia agridulce, que iba a marcar para siempre su vida. Con los comportamientos de sus seres cercanos, muchos de ellos nacidos de la enfermedad mental o del desequilibrio emocional. Así las referencias a su padre, con quien mantuvo un pulso durante muchos años.

El libro acaba con una imaginaria conversación con su madre muerta. Como en sus películas, vivos y muertos se confunden. A esta mujer le solicita las claves de las anomalías familiares, del carácter final de los Bergman. Y esta mujer, una sombra en su cabeza, no sabe ni puede decirle nada.

No deben leerlo las personas que esperan encontrar en él un anecdotario de los rodajes y de las peripecias del genio. Solo los que estén dispuestos a reflexionar en profundidad sobre la soledad del ser humano, sobre los estigmas de las herencias culturales y genéticas.

Peter Brook

mayo 19, 2009


Teatro Bouffes du Nord

Peter Brook es uno de los pocos grandes maestros del teatro internacional que continúan vivos y en plena actividad. A lo largo de las últimas décadas hemos asistido a la desaparición de Konstantin Stanislavski, Bertold Brecht, Louis Jouvet, Julián Beck, Giorgio Streeler, y tantos otros, profesionales que le dieron al teatro no sólo una nueva dimensión lingüística, sino que lo relacionaron con las peripecias sociales. Todos ellos, además de las innovaciones técnicas que propiciaron, convirtieron al arte escénico en una tribuna privilegiada de reflexión social. Nos quedan bastantes seres valiosos, pero tal vez quien concita una admiración indiscutible y mayoritaria sea el inglés Peter Brook, nacido en Londres en 1925.

Haciendo un resumen tal vez demasiado esquemático, la vida profesional de Brook es la de quien lo tuvo todo para ser un reconocido profesional instalado en el confort del teatro público en Inglaterra, y, sin embargo, decide marcharse a investigar nuevas formas de comprender el hecho teatral, realizando un largo viaje por diferentes países africanos y orientales, en busca de la esencialidad, es decir, investigando sobre los elementos constitutivos que conforman la comunicación artística teatral. Atrás se quedarían Glenda Jackson, Jeanne Moreau, o Laurence Olivier a quienes había dirigido con apenas treinta años. Su viaje le sirve para conocer de primera mano otras maneras de hacer teatro, otras maneras de establecer vínculos con el espectador estableciendo una reflexión comparativa entre esa realidad desconocida y los procedimientos del teatro occidental y la tradición shakesperiana.

Peter Brook

Peter Brook

Fruto de esa experiencia fue la creación en 1971 del llamado Centro Internacional de Investigación Teatral integrado por actores y actrices de muchos de esos países, formando probablemente el equipo de creación teatral más intercultural e interracial del siglo XX. El momento culminante de esa andadura fue cuando el grupo se estableció a partir de 1974 en el teatro Bouffes du Nord, una sala abandonada al norte de París, en la Porte de la Chapelle y que la compañía descubrió casi por casualidad. Brook decidió dejar el lugar prácticamente igual a como se lo encontró, realizando sólo algunas mejoras técnicas que posibilitaran el desarrollo y la presentación adecuada de los espectáculos, pero renunciando a ornamentar las paredes del edificio que se mantienen todavía sin pintura.

Pocos lugares en el mundo me han producido una impresión semejante. La ausencia de elementos decorativos superfluos contribuye a que desde la puerta de entrada el público se concentre en lo que verdaderamente le interesa: el espectáculo y la propuesta estética e ideológica que en él va a encontrar. No hay sensación alguna de impostada pobreza, sino de esencialidad, de voluntaria ausencia de adorno, lo mismo que va a seguir ocurriendo a partir del momento en que las luces se apaguen y comience propiamente la acción dramática. Frecuentemente esas paredes sirven de escenografía de los propios trabajos escénicos, provocando que sea el espectador quien “se imagine” espacios y decorados y se concentre en el cuerpo y la voz de los actores. El suelo de la escena es la prolongación del plano en que los espectadores se sitúan, sentados en unos bancos de madera sobre un compartido lecho de arena.

Escena de "Mahabbharata". Dirección de Peter Brook.

De esta manera y en ese ámbito tan exento de la prosopopeya característica de los teatros burgueses del siglo XIX, Brook ha creado algunos de los espectáculos que han terminando siendo toda una referencia para el espectador mundial de nuestro tiempo: la reciente versión de Hamlet, interpretada por un joven y portentoso actor negro, su “Mahabharata” (1987) y “La Conferencia de los pájaros”, a partir ambos de sendos guiones escritos por Jean-Claude Carrière, el amanuense de la biografía de Luis Bueñuel. Son sólo algunos títulos.

Como casi siempre ocurre en estos casos, uno de los aspectos más sorprendentes y también destacados es la accesibilidad que las grandes personalidades de todos los ámbitos suelen ofrecer, a diferencia de los figurones que defienden una intimidad frecuentemente vacía. No es raro que a la salida Brook esté tranquilamente cenando en el pequeño restaurante que el teatro posee, departiendo con algún colaborador. A través de los cristales el gran creador observa de forma distraida el trajinar de la vida diaria de muchos parisinos de adopción: hombres y mujeres venidos también de todo el mundo.

Ha muerto Jordi Mesalles

mayo 19, 2009

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Siempre pensé que era un director teatral como la copa de un pino, y siempre creí –creímos-, que su talento indiscutible y su peculiar inteligencia y sensibilidad no se llevaban bien con otros aspectos de su forma de ser. No sabía venderse, algo imprescindible en un mercado cultural a veces tan mezquino como el mercado a secas. Metió mucho la pata, enfrentándose con demasiada frecuencia con las instituciones de su tierra, que, como las de todas partes, pasan siempre la factura por los presumibles actos de desacato. Y esa incontinencia verbal le llevó a situarse en una especie de marginalidad supuestamente voluntaria, que, en opinión de los que lo conocían más, le laceraba por dentro y lo alejaba por fuera.

Así las cosas, en los periodos otoñales la depresión en la que vivía sumido subía unos enteros en su intensidad habitual. Ayer se lo encontraron muerto en la bañera de su casa, y cualquier hipótesis, a estas alturas de una tarde lluviosa y desapacible, es desgraciadamente posible.

Recordaré siempre sus carcajadas. No he oído jamás algo parecido, no pasé nunca tanta vergüenza en algunos restaurantes. Cuando se reía, las gambas se removían en el plato, y las señoras de las mesas de al lado creían llegado el fin del mundo.

Recordaré también su biblioteca y su videoteca, desmesurados exponentes de su codicia intelectual. Centenares de libros, de discos, de vídeos y los antiguos cassetes, se apilaban de manera caótica en su piso de la calle Aribau, encima de los cines donde mi padre mataba sus juveniles ratos y en donde él vivió durante algunos años. Era un caserón inmenso, con partes amuebladas y partes desérticas y frías, que respondía muy bien a esa mezcla estética y espiritual que los de nuestra generación hemos cultivado con desigual fortuna, mitad burguesa, mitad permanente mayo del 68. El, además, se dejó siempre el pelo muy largo, en homenaje permanente a aquellos años magmáticos en los que se impregnó de poesía y rock and roll.

Escribió poco pero también en este terreno mantuvo algo más que la compostura. Su obra “Los Beatles contra los Rolling Stones” se estrenó en el embrión de los que después terminó siendo el Teatre Nacional de Cataluña. Era un bello manifiesto sobre el mantenimiento de una supuesta virginidad revolucionaria a partir de la metáfora de dos juventudes, la pija y la suburbial, que coexistían en su ciudad y que representaban dos maneras de ver el mundo. La obra desencadenó la primera dimisión de importancia de un dirigente de teatro público en territorio español, Xavier Fábregas, un intelectual íntegro que decidió proteger el estreno contra las pretensiones del político de turno que, después de leerla, se le ocurrió que era conveniente dulcificar algunas expresiones. Ese acto reflejaba bien a las claras que cierta forma de censura había penetrado en la España democrática, en este caso a través de la acequia de un partido nacionalista más de derechas que la Virgen del Perpetuo Socorro. Muchos años después yo le traduje el texto al castellano para montarlo con los que entonces eran mis alumnos de tercer curso de interpretación.

Dirigía con brillantez, oficio y precisión. Me gustaban su fuerza escénica y su pulso para dirigir a los actores. Su mano pedagógica, entrenada durante tantos años en el Institut del Teatre de Barcelona, se le notaba siempre en escena, y se puede decir que no todo lo que hizo era genial, pero siempre contenía un elevado nivel de interés y calidad.

Mañana sus amigos han organizado un acto en ese lugar emblemático de las artes escénicas catalanas. Yo no estaré porque ni mi espalda ni mis obligaciones, me lo permitirán, pero mi corazón estará allí, junto a ellos y junto a Mariona, su compañera. Una noche fascinante nuestros ojos se reflejaban en un río que brillaba de manera enigmática. Juanito cantó de pronto una canción menorquina, y yo una de La Bullonera:

“Una noche de carnaval,
Mientras lucía la luna,
Se me acercó una muchacha
Que iba vestida desnuda…”

Jordi miraba hacia la luz, con una sonrisa que me pareció teñida de esperanza. Prefiero recordarlo así.

Eduardo Haro Tecglen

mayo 19, 2009

 

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Yo creo que Eduardo Haro Tecglen es uno de los intelectuales españoles de los últimos años que más reacciones encontradas ha sido capaz de generar. La gente de mi gremio –el teatro-, en general lo odiaba, porque desde las páginas del diario EL PAIS se había dedicado a fusilar de manera casi sistemática la mayoría de los espectáculos producidos en España durante los últimos años, y especialmente los producidos con dinero público. Respondía de esta manera a un concepto del teatro que tenía en el autor el eje vertebral del hecho escénico, relegando al director a un espacio secundario. Esa teoría de la preeminencia del texto sobre los demás elementos Haro la había defendido siempre sin ningún tipo de complejos y con la máxima claridad intelectual y expositiva, granjeándose lógicamente la antipatía del sector -actores, escenógrafos y sobre todo, directores-, representados estos últimos por el inefable Juan Antonio Hormigón, Secretario General de un esperpento clientelista llamado Asociación de Directores de Escena de España (ADE). En una memorable polémica, uno y otro se enzarzaron hace años en una discusión de la que Haro salió claramente vencedor por puntos.

A mí me hizo críticas de varios tipos, buenas, regulares y malas, pero hubo una, allá por los años ochenta, que se titulaba “Pecar por exceso” que tuvo una enorme influencia en mi autoestima. Fue curioso por varias razones, pero una de las principales era que se trataba de la primera vez que un espectáculo mío se presentaba en un teatro relativamente prestigioso de Madrid. Yo, por aquellos años, era un jovenzano lo suficientemente ingenuo y/o estúpido como para creerme alguien importante, un “valor emergente”, y la crítica en cuestión venía a decir de forma concisa, meridiana y muy pedagógica, que esa soberbia juvenil se notaba demasiado en el propio espectáculo, en donde él percibía una necesidad absurda de demostrar al mundo mi propio talento. Fue, por tanto, una cura de humildad, que, en un primer momento me escoció sobremanera, pero que después le he agradecido a lo largo de toda mi vida.

Mucho tiempo después lo conocí personalmente, cuando se presentó en el Teatro de la Abadía un espectáculo producido por la entidad que yo dirigía. No me hizo ni caso, a pesar de que yo iba asesorado por amigos comunes que me habían advertido e informado de sus fobias y filias particulares. No me importó, porque a pesar de su displicencia, que me pareció un mecanismo de defensa frente al frecuente peloteo de un sector artístico del que desconfiaba plenamente, estuve a distancia corta de un hombre al que siempre he admirado, desde los tiempos en que escribía unas editoriales memorables en la revista “Triunfo”. En ellas, cuando hablaba de la crisis de Indochina, pongamos por caso, todos sus lectores entendíamos a la perfección que en realidad nos estaba hablando de la necesidad de que España tuviera un régimen de libertades democráticas. Es decir, practicaba, de un modo inteligente y exquisito, un doble lenguaje, lleno de ideas y complicidades que provenían de un concepto ético de las relaciones sociales, de la vida misma y del concepto de ciudadanía.

Llegó la democracia y Haro Tecglen, refugiado en su columna de crítica teatral, desempeñó un papel similar al que algunos intelectuales españoles, como Unamuno y Ortega, cumplieron tras el advenimiento de la Segunda República. Ese emblemático “no es esto, no es esto…” se convertiría a partir del primer gobierno democrático de la monarquía en su actitud personal. Especialmente crítico con los partidos de izquierdas –él juzgaba que su praxis diaria devaluaba con frecuencia su tradición histórica, su patrimonio moral y hasta sus propias siglas-, escribió libros memorables, como “El niño republicano”, en donde se definía, para irritación de muchos, como un “rojo”. Es decir, una persona integralmente de izquierdas, miembro de una especie de parque jurásico en extinción en el que, por cierto, yo también me siento incluído.

Esa conjunción entre el análisis y la melancolía, entre lo nuevo y lo viejo, entre su conocimiento del teatro de vanguardia y su amor por los procedimientos escénicos tradicionales, se convirtieron ya para siempre en los polos dialécticos de su pensamiento, llegando a veces hasta los extremos de la paradoja. La muerte horrible de uno de sus hijos, encenagado hasta las cejas en el mundo de una modernidad ferozmente autodestructiva, fue el elemento que elevó su desencanto hasta un límite que su cortesía, su aspecto bonachón y una cierta elegancia colonial, apenas desmentían.

Ayer telefoneé a una queridísima amiga común: Emma Cohen. Imaginaba que Fernando Fernán Gómez, con quien Haro Tecglen firmó un libro de conversaciones, y ella misma, vivían un día de intenso dolor. La voz de Emma, habitualmente juvenil y contagiosamente optimista, estaba tamizada por la enorme tristeza que les había provocado la desaparición de un gran amigo con el que tantas tardes compartieron conversación, recuerdos, inteligencia y una magnífica tortilla de patatas.

Ayer murió Don Eduardo Haro Tecglen, periodista, escritor, republicano, y uno de los «rojos» más ilustres que este país ha tenido.

Ha muerto Arthur Miller

mayo 19, 2009

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Acabo de enterarme de la muerte en Connecticut de Arthur Miller (Nueva York, 1915), que fue, junto a Tenesse Williams y Eugene O´Neill, el mejor dramaturgo norteamericano. Miller mantuvo siempre una posición crítica en su propio país que le creó innumerables problemas, especialmente en la etapa oscura del macarthismo. Fue interrogado por el Comité de Actividades Antiamericanas en 1956, acusado de comunista y condenado finalmente por desacato, aunque posteriormente sería absuelto.

Pero no hay que remontarse tan lejos. Durante los últimos años, los escenarios importantes Estados Unidos, o le dieron la espalda, o él se la dio a ellos. Con este olvido voluntario y culpable, Broadway se manifestó como un lugar exclusivo para los negocios, una gigantesca empresa del espectáculo en donde las voces realmente críticas casi nunca han tenido espacio de expresión. Por eso, sus últimas obras pasaron prácticamente desapercibidas, siendo estrenadas, en el mejor de los casos, en circuitos alternativos, en Universidades y por compañías independientes, con algunas excepciones. Esta anomalía constituye toda una denuncia sobre las peculiaridades existentes en el seno de la sociedad del país más rico e influyente de la tierra.

De Miller nos quedarán para siempre algunos títulos emblemáticos: Todos eran mis hijos (1945), Muerte de un viajante (1949), Las brujas de Salem (1953), Panorama desde el puente (1955), Después de la caída (1963) Incidente en Vichy (1964), El precio (1968) o El arzobispo (1977) y otras, que, además de describir minuciosamente una sociedad norteamericana repleta de injustas paradojas, establecían las bases de una nueva forma de “tragedia contemporánea”, escrita teniendo en cuenta algunos postulados del propio Brecht.

Miller nos presenta en ese teatro extremadamente bien construido, personajes extraídos de la realidad social de su país (inmigrantes, trabajadores, hombres de negocios con pasados turbios, víctimas de las circunstancias, etc) que finalmente representan el lado oscuro del llamado sueño americano, edificado a partir también de la inmoralidad, la explotación y la ignominia. Personajes estilizados finalmente hacia una forma de realismo reconocible, con un marcado carácter de revelación y de denuncia social y política.

En España hemos visto recientemente una versión de “Panorama desde el puente”, con puesta en escena de Miguel Narros, que consiguió varios Premios Max de las Artes Escénicas, y otra de “La muerte de un viajante”, a cargo de Juan Carlos Pérez de la Fuente en el Centro Dramático Nacional. Hace bastantes años aquel mítico programa televisivo “Estudio 1” emitió una versión de esta última obra que muchos recordarán todavía con cariño.

Arthur Miller contrajo matrimonio en 1956 con la actriz Marilyn Monroe con la que vivió hasta 1961. Además de escribir para el teatro, es autor de varias novelas y relatos. Recibió el Premio Pulitzer en 1949, El Premio del Círculo de Críticos de Teatro de Nueva York, y en nuestro país el Principe de Asturias en 2002.

Hoy el teatro está de luto. Pero también debemos estarlo todos los ciudadanos que, como él, luchamos todavía en todo el mundo por las libertades políticas e individuales y, en concreto, por la libertad de expresión de las ideas.

(Publicado en Roberto Zucco el 17 de Febrero de 2005)

En la muerte de Miguel Garrido

mayo 19, 2009
Miguel dandole instrucciones a una alumna del Instituto del Teatro, de Sevilla.

Miguel dandole instrucciones a una alumna del Instituto del Teatro, de Sevilla.

Los que conocimos, trabajamos y quisimos a Miguel Garrido Ramón nos hemos sumido en una profunda tristeza al conocer su muerte, acaecida el pasado domingo, día 20 de Enero, en Vitoria, ciudad en la que residía desde hacía un tiempo.

Miguel fue profesor de Mimo y Clown en la Escuela Municipal de Teatro de Zaragoza desde Noviembre de 1985 y durante dos largos periodos temporales. También impartió clases durante bastantes años en el Instituto del Teatro de Sevilla y en otros ámbitos pedagógicos del estado. Puede decirse que ha sido uno de los grandes maestros españoles y que en sus clases se han formado innumerables alumnos y alumnas a los que él supo transmitir, además de una base técnica excelente, un gusto por el teatro bien hecho y un gran respeto por la tradición teatral.

Su vinculación con Zaragoza había comenzado diez años antes, cuando el Teatro de la Ribera le propuso impartir un cursillo entre sus propios actores. Eran los años del teatro independiente, un ámbito de creación artística y un modo de producción teatral que él nunca abandonaría del todo a pesar del paso del tiempo.

Fue un excelente y meticuloso director de escena. Se vinculó de manera especial a la compañía Eterno Paraíso, radicada en Vitoria, y dirigió alguno de los últimos trabajos de la compañía Nasú, de Zaragoza. Entre sus momentos profesionales más destacables estaría también la colaboración con la compañía de José Luis Gómez, poco después de haber terminado su formación en la escuela de Essen, en Alemania.

Fue un payaso que decidió no serlo desde que un día conoció en sus propias carnes el pánico escénico. Ese temor le impidió ser, sin duda, un genio de los escenarios. Pero afortunadamente supo canalizar su sabiduría hacia la enseñanza, elaborando con el paso de los años una metodología propia que sus alumnos más destacados deben encargarse ahora de transmitir.

Fue un hombre peculiar, dotado de un enorme sentido del humor, pero también encerrado en sus propios laberintos personales. Una lesión física le impidió proseguir su trabajo docente con normalidad en Enero de 2003, y esa distancia con la realidad de la vida, de los escenarios y de las aulas, le precipitó al vació de la soledad y la depresión.

La Escuela le estará siempre en deuda por el magisterio que en ella impartió y porque contribuyó a afianzarla y a darle unos cimientos pedagógicos. Su directora, Marissa Noya, desolada, me transmitió ayer la noticia. Sé que esa desolación es compartida ahora por todos los compañeros y compañeras de la Escuela, por quienes en la actualidad no estamos en ella, y por infinidad de alumnos y alumnas. Murió el domingo de manera voluntaria, pero en realidad se había marchado hace tiempo, desde que decidió dedicarse de manera exclusiva a repasar en su cabeza las pantomimas de Etienne Decroux y de Jean Louis Barrault. El mundo había dejado ya de interesarle.

Mariano Cariñena, un hombre de teatro

mayo 19, 2009

 

Mariano Cariñena

Mariano Cariñena

1.

Todos los grandes nombres de la historia del teatro -esas personas que fueron capaces de arrastrar a las aventuras que cambiaron los signos de los escenarios-, exigieron a los demás y se exigieron ellos mismos una implicación que iba más allá del llamado ámbito profesional.

Para Konstantin Stanislavski, por ejemplo, el actor lo era a todas las horas del día. Era, pues, un “actor de guardia”, en la medida de que para él su campo de operaciones era la realidad misma. Un actor debía observar esa realidad, extraer modelos, seleccionarlos, estudiarlos, apropiárselos, para, llegado el momento, poder utilizarlos en escena. Debía, de  forma paralela, aprender a realizar una gimnasia introspectiva permanente, capaz de establecer con lo más profundo de sí mismo un vaso comunicante, una herramienta de trabajo, útil para incorporar ese caudal de recuerdos, emociones y sentimientos, a la construcción de sus personajes. Para Jerzy Grotowski el asunto iba mucho más lejos. El actor tendría que ser una especie de monje, “religado” a una profesión que casi podía exigirle cualquier cosa y que condenaba su vida personal a un segundo plano. Conocida es la anécdota en la que Grotowski se presentó en la habitación donde dormía su actor fetiche, Ryszard Cieslak, a las tres de la mañana y le obligó a comerse cuatro plátanos como prueba de su compromiso con el teatro y de su obediencia al maestro.

Bertold Brecht supone, sin embargo, un paso diferente, cualitativamente hablando. No les exigía a los actores del Berliner Ensemble que comieran plátanos de madrugada, ni que lo fueran a todas las horas del día y de la noche. Por el contrario: les sugería que, como él, fueran al futbol, se distrajeran de sus tareas profesionales, fumaran, bebieran cerveza, pusieran un punto de distancia, y nunca mejor dicho, entre sus vidas y sus trabajos. Pero les pedía un compromiso en el sentido de que, además de actores, fueran hombres y mujeres con conocimientos profundos de un arte total. Conocimientos de escenografía, de iluminación, de dramaturgia, pero también de política, de historia, de lucha sindical. Mujeres y hombres informados y cultos, comprometidos con los tiempos que les habían tocado vivir.

 2.

Yo conocí a Mariano Cariñena a mediados de los setenta y ya entonces me produjo esa sensación totalizadora. Dirigía entonces el Teatro Estable, una compañía que había nacido de otras empresas ya desaparecidas: el Teatro Universitario y el Teatro de Cámara. Recuerdo que me invitó a uno de sus ensayos. Llegué un poco tarde, y cuando entré en la sala en donde el grupo trabajaba, lo hice con toda la discreción del mundo para no llamar la atención. Los actores, los técnicos y Mariano formaban un círculo en el centro de una habitación de medianas proporciones y hablaban de la situación política española. Es decir, no trabajaban estrictamente sobre el texto que iban a representar poco tiempo después en el desaparecido Teatro Argensola, de Zaragoza.

Pasaron horas y ahí siguieron todos. Los argumentos de unos y otros eran analizados en profundidad. Las opiniones surgían con vehemencia y eran escuchadas y rebatidas con respeto. Mariano les había enseñado a hacerlo y estimulaba el debate, mientras fumaba un cigarrillo detrás de otro. Pensé que el ensayo se había suspendido aquel día, precisamente el que yo había sido invitado. Empezaba a anochecer cuando Mariano dijo algo así como: “Bueno, lo dejamos por hoy. Mañana seguiremos trabajando en escena sobre lo que hoy hemos hablado”. Excepto a mí, a nadie extrañaron aquellas palabras porque eran, no solo el pan nuestro de cada día, sino una metodología de trabajo que todos comprendían y aceptaban.

 3.

Las realidades se entrecruzaban. La presente, española, en un momento de transición de una feroz dictadura a una democracia imprecisa, sobre la que recaían todo tipo de sospechas. La pasada, en la que se situaba la acción de la obra que intentaban colocar sobre el escenario. Entre unos y otros, buscaban paralelismos, signos de la presente que le sirvieran posteriormente al espectador para comprender mejor los entresijos de la primera.

Ha pasado el tiempo y Mariano está un poco retirado de los escenarios y de la actividad teatral. Hace unos años, cuando yo era director del Centro Dramático de Aragón, le pedí al escritor y periodista Antón Castro que escribiera una biografía. Ese texto vio la luz en forma de libro de conversaciones, y al leerlo todos pudimos comprender que Mariano Cariñena había sido de todo en el mundo del teatro: director de escena, actor ocasional, profesor de interpretación, escritor de textos propios, adaptador de textos de los demás, etc., y, por encima de todo, un hombre enamorado de la vida. Es decir, el perfil exacto de lo que Brecht consideraba un hombre de teatro, palabra y concepto que tantas veces le oí a él utilizar a modo de elogio de los demás.

No ha sido el único, pero sí todo un ejemplo en Aragón. Su evolución ha sido evidente. Jamás se cerró a las nuevas experiencias, a los nuevos lenguajes, a las nuevas tecnologías, de los que aprendió, incorporó aspectos y desechó otros. En el terreno de la pedagogía teatral es donde esto se notó de manera especial, tal vez el ángulo en donde el universo  brechtiano se mostró más impreciso frente a la abrumadora, y a veces caótica y contradictoria, aportación de Stanislavski. Pero lo que nunca varió en él fue ese concepto de apertura. Sus alumnos de la Escuela Municipal de Teatro comprobaron cómo Mariano fue incorporando en su día a día herramientas de trabajo que incluían, cada vez más y mejor, aspectos de la interioridad personal y emocional del personaje.

Su escritura nace, pues, de esa posición ante la vida y ante el teatro y participa de manera privilegiada de esa sensibilidad totalizadora de raíz brechtiana y humanista. Los textos que ha escrito Mariano a lo largo de su vida son exponentes perfectos de ese universo y de esa transformación. E incorporan, como no podía ser de otra manera, algunas de las peculiaridades diferenciales de su autor. Por ejemplo, un carácter esencialmente híbrido entre su condición de piezas literarias y su objetivo último instrumental de ser puestos encima de unas tablas y representado por unos actores. En ese sentido, las acotaciones de estos textos son auténticas pautas para el director de escena, nacidas del conocimiento exhaustivo del resto de los oficios escénicos.

Pero también de un sentido del humor inteligente y cercano. De un conocimiento del ser humano, de sus debilidades y de sus conflictos con la realidad exterior. Y, por encima de todo, el convencimiento de que el mundo es mejorable por injusto y aterrador, pero, al mismo tiempo el lugar del cosmos donde nuestro corazón late y nuestros pulmones respiran, donde, en definitiva, desarrollamos gozosamente nuestra diaria aventura de vivir, nuestra capacidad de disfrutar de la naturaleza, de las relaciones humanas. Un teatro, pues, lúcido y comprometido, pero, a la vez, profundamente optimista.