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Javier Tomeo (Quicena (Huesca)1932- (Barcelona), 2013): otra muerte más

junio 22, 2013
Félix Prader, en primer término, y Javier Tomeo, desde el balcón del Centro Dramático de Aragón.

Félix Prader, en primer término, y Javier Tomeo, desde el balcón del Centro Dramático de Aragón.

Justo cuando estaba en un momento en el que leía sus novelas con auténtica pasión, le conocí en la Braserie Fló, de Barcelona. Alí estábamos Joan Ollé, Marcos Ordóñez, Rosa Lasierra, María Guillem y yo. Tomeo llegó a los postres –a los profiteroles, para ser exactos-, y recuerdo que le preguntamos cómo se había aclarado para escribir una de sus novelas –“Patio de Butacas-“, que se desarrolla, como su propio nombre indica, en la sala de un teatro en el que, al más puro estilo kafkiano, había más acomodadores que espectadores y en donde se cometió un crimen, creo recordar que en uno de los oscuros entre acto y acto. “Muy fácil”, nos dijo Tomeo, arrojando sobre el mantel inmaculado un montón de pequeños rotuladores de colores que sacó del bolsillo interior de su enorme chaqueta azul. Cada uno de ellos era el que le correspondía a cada personaje de la novela… Los estudios de criminología de Javier le sugerían y propiciaban este tipo de métodos a la hora de escribir sus obras que siempre tenían un tufillo siniestro, humorístico, inequívocamente autobiográfico…

 

Cuando eso ocurrió, un 30 de Diciembre gélido de 1991 en el que se hablaba mucho, y con una gran sorpresa sobre la desaparición de lo que habíamos conocido siempre como la URSS, y que precedió a escala doméstica al único fin de año de mi vida que me pasé entre antibióticos y sopores, sin enterarme  del cambio de año, Tomeo ya era para su propia sorpresa el escritor español más representado en todo el mundo, mucho más que Lorca o Valle Inclán. ¡Escritor teatral…!, siendo que nunca se le había ocurrido escribir específicamente para el teatro. Su “Amado monstruo” en el Teatro National de la Colline, de París, había sido su extraordinaria presentación internacional, título al que siguieron otros, no menos exitosos, como su “Diálogo en re mayor”, que tuvo una gran repercusión en la sala pequeña del Teatro Odeon, en Alemania y, posteriormente, en Barcelona. Por eso, este oscense de Quicena se codeaba con los grandes de la dirección escénica, y sus novelas –habitualmente monólogos-eran minuciosamente leídos por los que proponen los repertorios de los teatros más importantes del mundo.

 

Cuando años más tarde en Zaragoza, Juan Bolea, entonces concejal de cultura, organizó una semana en su homenaje con la intención subterránea de solicitar para él el Premio Nobel de Literatura, a mí se me pidió que me hiciera cargo de un texto, tampoco inicialmente pensado para el teatro, llamado “Bestiario”, que contaba las pequeñas vidas de unos bichos que, sin duda, nos representaban bien, a los bichos más grandes, es decir a nosotros, los seres humanos. Recuerdo los ensayos y, en general, todo el proceso, con un cariño muy especial. Se estrenó en Abril de 1999 y lo hice con gusto porque conté desde el primer instante con su asesoramiento y complicidad, y porque en la aventura estuvieron amigos como Cristina Yáñez, Alfonso Desentre, Cristina de Inza, Blanca Carvajal, Carlos Vega, Pilar Doce, José Luis Esteban que sustituyó a Mariano Anós y muchos otros actores y actrices que lucieron un magnífico trabajo, Elegí el hall del Teatro Principal, creando un espacio cuadrangular para unos doscientos espectadores, y sé que a Javier le encantó el montaje, que, a través de su consejo y de su ayuda, volvió a repetirse en Junio de 2000, nada menos que en el Palau Maricel, de Sitges, dentro de su famoso festival de teatro.

 

Palau Maricel

Palau Maricel

El siguiente capítulo en nuestras vidas tuvo lugar al comienzo de la andadura del Centro Dramático de Aragón. Yo quería empezar con un texto suyo y él me propuso “La agonía de Proserpina”, pero la agenda de Félix Prader, el director que él había elegido por haberle montado un texto suyo en la Comedie Française, hizo imposible esta posibilidad, siendo finalmente Ricardo III, el que diera el pistoletazo de salida a una aventura que Javier entendió a la perfección y apoyó con verdadero entusiasmo. El CDA tenía esa voluntad, que solo la miopía o la mala fe, podían malinterpretar: estrenar autores aragoneses de proyección universal, contar con los mejores profesionales de nuestra tierra (escritores, actores, técnicos, etc), y solicitar la participación de profesionales que, como Prader, estuvieran situados en primera línea de la creación europea.

 

Los ensayos comenzaron en París, después de unos días de casting en el Teatro de la Estación, en el que terminaron siendo elegidos Beatriz Ortega y Balbino Lacosta. En esa ciudad intimamos un poco más, y será inolvidable para mí la noche en el que en un restaurante cercano a la Plaza de la República, y en donde nos dejaron fumar porque éramos los últimos clientes, Javier Tomeo y la musa polaca de Fassbinderr, Hanna Schigulla, se arrancaron a cantar canciones, coplas y duetos inverosímiles, que a todos los que allí estábamos nos hicieron vibrar de emoción.

Balbino Lacosta y Beatriz Ortega

Balbino Lacosta y Beatriz Ortega

 

Tras el estreno en el Teatro de la Abadía, de Madrid, y en el Teatro Principal de Zaragoza, y algunas otras actuaciones, el montaje para el que Gregorio Germes hizo una bellísima iluminación, dejó de hacerse y empezamos a meternos en otros proyectos. De todos modos, Javier siempre que venía a Zaragoza, solía visitarme en la oficina que el CDA tenía en el Paseo de la Independencia, después de saludar muy cariñosamente a Olga Herreros, Juncal Aparisi, Ana Muñoz y Pepa Marteles y soñábamos nuevos proyectos que nunca llegaron a ponerse en marcha.

 

Siento una profunda tristeza en este día en el que soy consciente de que ya no compartiré con Javier ninguna de esas comidas en las que el jamón y el ternasco eran el centro, sin que la bondad de uno u otro, eclipsaran la inteligencia, la bonhomía y la enorme sabiduría de este inmenso hombre al que tanto le gustaron las mujeres y tan solo se debió de sentir siempre.

 

Paco Ortega

 

 

En memoria de Mariano Cariñena

marzo 28, 2013

Este artículo ha aparecido en el Suplemento de Artes y Letras de Heraldo de Aragón el 28 de Marzo de 2013.

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Fotografía de José Miguel Marco

En una Zaragoza gris y destrozada por el franquismo, Mariano Cariñena supo sacar adelante proyectos que, como el Teatro de Cámara, primero, y el Teatro Estable, después, significaron islas de inteligencia teatral en medio de un mar de cerrazón y tristeza. Su conocimiento de las dramaturgias contemporáneas y en especial de la teoría y la práctica de Bertold Brecht, junto con su formación en el dibujo y la pintura, hicieron de él un director de escena renovador y europeo, si se me permite la expresión, en un contexto de tapias desdibujadas por el cierzo.

Fue un placer inmenso y un gran orgullo compartir con él muchos años de trabajo en la Escuela Municipal de Teatro. Fueron horas y horas de discusiones encendidas, respetuosas e inteligentes, que Mariano recuerda con emoción en un hermoso libro de conversaciones con Antón Castro. Junto a valiosos compañeros hemos compartido un proceso de enseñanza en el que, sin ninguna duda, hemos aprendido nosotros más que nuestros alumnos. Durante casi veinte años, pilotó esa nave de locos cuerdos, luchando por conseguir la oficialización de nuestros estudios, por dignificar la Escuela.

Lo sentí personalmente muy cerca también en la creación del Centro Dramático de Aragón. El, sabedor de lo que cuesta levantar este tipo de edificios, y mucho más, mantenerlos, apostó firmemente por la gestación de un teatro público que, junto con las compañías privadas que entonces existían, dieran trabajo de calidad a los actores que se habían formado en nuestras aulas. Lo hizo con decisión porque siempre estuvo resuelto a impulsar lo que se hacía en esa dirección y porque su mirada sabía distinguir sin problema alguno, intereses personales y particulares.

Se nos ha ido Mariano, pero nos queda su ejemplo de constancia, de rigor y profundidad en el trabajo. Nos queda para siempre su indesmallable amor por el teatro. Nos quedan también sus anécdotas, su modo de hablar, de presentarse en público.

Me viene a la memoria el día en que Mariano Anós, él y yo fuimos invitados en el Ayuntamiento a una recepción del Rey. Un servidor, prudente y formalito, se compró un traje en unos grandes almacenes, pero recuerdo a los dos Marianos vestidos con gran elegancia… Eran trajes de “comedias”, extraídos de baúles imposibles, que pertenecían a vete a saber qué personajes de teatro. El monarca no se dio cuenta de que le daban la mano dos republicanos convenientemente disfrazados de nobles o de marqueses, ni creo que tampoco nadie, pero mirándolos de reojo, comprendí que ambos eran miembros destacados de una extirpe de artistas a la que también quería pertenecer, a pesar de la frecuente indiferencia local ante el talento nacido en su perímetro.

Siempre lo recordaré así: disfrazado, riéndose y tosiendo. Lleno de barro en las botas, con sus pantalones de pana marrón. O con esa peluca que le pusieron para rodar no sé qué escena, o interpretando a Cristóbal Colón, en aquella obra alemana que montó el mismo año que Franco se fue al otro barrio. Y es que, además de una cultura abrumadora, de una inteligencia profunda, de un instinto especial para escuchar buena música, Mariano era un hombre con un asombroso sentido del humor, que se divertía viviendo, que contemplaba la propia vida como un extraordinario espectáculo.

Por todo ello, por sus luminosas peculiaridades, por ser “un hombre de matices”, como un día lo defendió Labordeta en una cena con un famoso autor del momento, por sus ocurrencias, por su fuerza física, por lo mal que jugaba al ping pong, por lo mucho que le gustaba la morcilla, por su oficio y su talento, por su profunda bondad, Mariano Cariñena será para mí siempre un hermoso recuerdo, un valioso ejemplo, un camino permanentemente abierto.

Y me gustaría que ahora, cuando todo parece más difícil, las instituciones entendieran que tener en esta tierra una escuela superior de arte dramático sería, sin ninguna duda, el mejor homenaje a su memoria.

Paco Ortega

Palabras para Mariano

marzo 28, 2013

Estas palabras fueron escritas y leídas por mí en el homenaje a Mariano Cariñena que la Escuela Municipal de Teatro organizó en colaboración con el Teatro Principal de Zaragoza, ayer, día 27 de Marzo de 2013, a las siete y media de la tarde.

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Como no tengo muy claro poder hablar sin cortarme alguna vez por la emoción que siento en estos momentos, he decidido escribir estas líneas y trataré de leerlas de un tirón, lo más brevemente posible.

En primer lugar, gracias a todos y todas por venir a este homenaje a Mariano Cariñena que hemos organizado desde la Escuela Municipal de Teatro, en colaboración con el Teatro Principal.

Como podéis comprender, la noticia de la muerte de Mariano ha estallado como una bomba en el corazón de las personas que trabajamos con él durante tres largas décadas, compartiendo alegrías y tristezas, periodos de bonanza, como cuando inauguramos los locales en donde ahora nos hallamos, pero también periodos de incertidumbre, en los que vimos peligrar la propia existencia de la Escuela. Durante dieciocho largos años, Mariano nos ha dirigido en nuestro día a día, sin reblar ni un ápice en su ánimo, que siempre fue mucho y muy constante. Para nosotros su presencia sigue siendo una evidencia: las paredes de las aulas están pintadas del color que él eligió para conseguir un adecuado clima de trabajo, las estanterías de la biblioteca están exactamente iguales de accesibles y ordenadas, las encuadernaciones de algunos libros se mantienen exactamente de la misma manera, el cuadro del Don Juan, que a él se le ocurrió colocar en la escalera, sigue presidiendo nuestro subir a las aulas todas las mañanas, y tantos y tantos detalles que crearon y siguen creando un ambiente estimulante y acogedor, que subrayan ese aire de libertad y de felicidad compartida, que hemos disfrutado durante este largo e intenso periodo de nuestras vidas.

Ese ambiente se lo debemos a él en una enorme proporción, pero el ambiente no solo lo crean las cosas, los objetos o los colores. El ambiente, sobre todo, lo crean las personas, y, de modo especial, las personas con un carisma especial, como Miguel Garrido, el primer gran ausente, y como el propio Mariano.

Le debemos mucho. No hay palabras suficientes para expresar ese “debe” en nuestras vidas… Le debemos su constancia, su magisterio, su sentido inigualable del humor, su cercanía personal… Pero hoy quiero destacar especialmente la capacidad de Mariano para transformarse cada día, para no estar anclado en un lugar fijo e inamovible. Los que más tiempo llevamos en la Escuela, hemos contemplado, admirados, su propio proceso de transformación personal y artística. Aunque Mariano fue siempre fiel a una manera de comprender el hecho teatral, en sus múltiples facetas de director, dramaturgo, pedagogo, escenógrafo, e incluso de actor, esa fidelidad no le impidió comprender e incluso acercarse a otras maneras de entender estas cuestiones. En concreto,  a lo largo de sus treinta años de enseñante, fue transformando sutilmente su propio concepto de la interpretación, entendiendo de otra manera, y de forma profunda, paulatina y progresiva, que el actor era poseedor de un cuerpo, pero también de un tesoro interior de recuerdos, emociones y sentimientos. Desde un teatro más pictórico, muy influido por la filosofía y la praxis del Berliner Ensemble, y en particular de la teoría de su fundador, Bertold Brecht, Mariano pasó poco a poco a concebir un concepto teatral en el que el actor fue adquiriendo una diferente y mejor jerarquía, de índole más humana, más sensorial, más relevante, más verdadera, si se me permite la expresión. Y, en consecuencia, sus clases fueron también transformándose en aspectos teóricos y prácticos para conseguir que sus alumnos aprendieran a caminar hacia ese objetivo.

Mariano será siempre recordado por haber estado en los momentos fundacionales del teatro de Cámara y del Teatro Estable, por haber dirigido espectáculos increíblemente europeos en el contexto de una ciudad como ésta, con inequívoca tendencia a la mediocridad. Para mí es inolvidable el efecto que me produjo ver en el desaparecido Teatro Argensola, “El molinero de Sansoucci”, de Peter Hacks, y lo sitúo en mi memoria como la primera vez que me enfrenté conscientemente como espectador a lo que conocemos como puesta en escena. Es decir, un cruce de lenguajes ordenados por alguien para hacernos comprender un determinado mensaje. Ese alguien era él en un momento importante de su carrera y de su vida, cuando había empezado a madurar y cuando ya se adivinaba nítidamente en su trazo de artista una seguridad en la elección de los procedimientos y las decisiones estéticas. En esas compañías, y entre algunas personas que compartían su mismo aliento, y que hoy nos acompañan, como María José Moreno y Eduardo González y otros, ejerció un magisterio excepcional, dirigiendo espectáculos y diseñando escenografías, eligiendo un repertorio de incalculable valor cultural, en una Zaragoza franquista, aburrida y apolillada, pero, no nos olvidemos, en el contexto también de un país carente de libertad y de referencias, en donde a Brecht prácticamente solo lo conocía la policía, y de oídas.

Fue un pionero, pues, un iluminado, un estudioso, un precursor. Pero, como digo, no se quedó ahí. Evolucionó. Y lo hizo, me atrevería a decirlo, gracias a la Escuela, a su labor en el interior de las aulas, a su cercanía con los alumnos con los que trabajó. Porque la Escuela nos permitió a todos desde el principio, experimentar con las ideas, desentrañar el sentido profundo de los textos, crear espacios íntimos de comunicación entre alumnos y profesores, borrando en muchos momentos -los mejores momentos-, las distancias aparentes entre unos y otros.

En ese arte de derribar fronteras y crear espacios comunes Mariano es un ejemplo excepcional. No hay más que ver el número de exalumnos que hoy estáis aquí, y de las palabras de gratitud y de afecto que habéis pronunciado estos días, o habéis escrito en algunas redes sociales al enteraros de la noticia de su muerte.

Mariano, sé que hablando tan bien de ti, te estoy desobedeciendo. Pero no puedo evitarlo, porque tengo que decir en mi nombre, y en nombre de otros muchos, que te hemos querido inmensamente y que vamos a sentir tu ausencia, aunque la queramos revestir con presencias rellenas de poesía y de un sentimentalismo que cuando salgamos de este teatro que tanto amaste, será absolutamente inútil. No, hay que decirlo claro, como a ti te gustaba decir algunas cosas: esto que ha ocurrido es una gran putada, no hay nombre que la edulcore, tu muerte nos deja lamentablemente huérfanos.

Pero voy a obedecerte desde este momento. Como antes decía, tu vida fue siempre vivida en clave de libertad y de independencia de criterio. En este difícil momento de tu marcha, voy a intentar ser como tú, y pienso que, de este modo, te rindo de verdad un homenaje. Tu vida, tus ideas, tus textos, fueron siempre perlas de libertad. No te importaron las convenciones en el vestir, en el escribir o en el hablar. Fuiste siempre directo al grano. Tus pantalones de pana y tus botas con tierra pegada son mucho más que un descuido. Tus agujeritos en las camisas fueron siempre un signo de independencia. Algún imbécil puede interpretar como tosquedad tu manera de caminar por el mundo sin pizca de arrogancia ni engolamiento. Fuiste único en tu presencia, único en tu inteligencia, único en tu magisterio, único en tu extraordinaria y rotunda bonhomía.

Y por eso estamos aquí: para escucharte. Para escucharte decir lo que siempre nos dijiste, implícita o explícitamente. Que un país sin cultura no merece ser vivido. Que una ciudad sin instituciones que hagan crecer la sensibilidad de sus habitantes, no merece ser transitada. Que los tranvías sirven para que los ciudadanos se trasladen de un lugar a otro, pero que la cultura, la música, las artes y el teatro, sirven para que los ciudadanos sepan estar quietos consigo mismos, vivan mejor y más felices, y probablemente sean más críticos. Que la cultura finalmente es un derecho, y que hay que luchar contra quienes la hacen imposible, quienes la restringen, quienes la recortan. Y que en ese sentido, esta ciudad, esta comunidad autónoma, esta población, se merece una escuela superior de arte dramático. Que tal exigencia no es un capricho decorativo: que es una necesidad, en la medida que continúa una tradición, consolida un trabajo, afirma una tradición teatral, mantenida contra viento y marea.

Mira que hemos luchado… Mira que lo hemos intentado… Mira que hemos estado a punto… ¿Verdad, Mariano?

Tengo que ir terminando. No sé cómo hacerlo. El folio en blanco me atormenta y me precipita a buscar palabras para despedirme. No se me ocurre nada. Solo esto:

Adios, gracias, amigo, maestro. Tenías razón. No existe el cielo. O, mejor dicho, el cielo estaba donde estabas, y de alguna manera sigues estando. Entre tus libros. En tu espaciosa casa de la calle Costa. En tu juventud parisina. En tus inicios en el teatro. En el llanto de tu nieta. En la mirada de Marisol. En los diseños de Bucho. En tus clases de interpretación. En tus inagotables cartones de 46. En tus hilarios y en tus hombricas… En tu huerto. En tus botas de agricultor. En tus maquetas. En tus textos. En aquellas largas discusiones en el Colectivo de dirección de la Escuela de teatro. En la piscina en que te remojabas todos los veranos. En aquellos choricicos tan apetitosos. En la música de Hindemit. En las canciones socarronas de Brassens. En las interpretaciones de tu amigo González Uriol. En tus felicitaciones navideñas. En las horas pasadas con José Antonio Labordeta. En el inmenso amor a tus actores. En tu mirada nostálgica cuando regresabas a la escuela y decías muy bajito: “Lo importante, Paco, es que esto todavía sigue…”

En todo eso estaba tu cielo. En todo eso sigues estando.

Quiero acabar con unas palabras escritas por Laura Ariste, una alumna suya que las ha escrito en Facebook como un tributo de agradecimiento al que fue su maestro. Creo que ejemplifican muy bien el cariño que la mayoría de las personas que han asistido a sus clases han sentido por Mariano. Y creo que a él también le gustaría escucharlas:

Tu teatro, tus clases, tus perros, tu ceniza encima de los abrigos…

tus escenografías, tu generosidad, tu cachondeo socarrón e inteligente…

vives de tantas maneras en el corazón de tantos

que resulta imprudente decir que has muerto.
Fue él quien me dijo que la muerte es cuestión de estadística

y que las estadísticas siempre tienen un margen de error…

allí estas tú.

En el fallo de la probabilidad.

Un beso enorme.

Ha muerto Mariano Cariñena

marzo 28, 2013

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Me despierto con un mensaje en el teléfono: Ha muerto Mariano Cariñena. Los siguientes minutos los empleo en hacer lo mismo con las personas que considero puede interesarles esta triste noticia. Mientras lo hago, por mi cabeza circulan a gran velocidad imágenes, recuerdos, sonidos, voces, una catarata de recuerdos compartidos a lo largo de estos casi treinta años en la Escuela Municipal de Teatro. En realidad, toda una vida personal y profesional compartida con él.

Pasó lo mismo con Miguel Garrido. Desapareció sin más, a pesar de su trayectoria y del peso de sus enseñanzas. Los actores más jóvenes, los alumnos de la Escuela recién llegados, no conocen quiénes fueron estas personas, y desconocen, por tanto, la influencia que en ellos mismos tienen todavía. El color de las paredes de las aulas, la ordenación de los armarios, elementos de un paisaje que día tras día es el que nos rodea en el interior de las paredes del antiguo Cuartel de Palafox, son el resultado de su dedicación, justo en el momento en que nos trasladamos desde aquel vetusto edificio del cetro de la ciudad a éste en el que ya hace más de veinte años estamos.

Pero no solo eso, ni mucho menos. Mariano deja tras de sí la estela de un hombre polifacético, de una inteligencia preclara, de una sensibilidad exquisita, que fue, como suele decirse abusivamente, un maestro y un pionero. Maestro mío y de muchos otros de mi edad, a los que su trayectoria y su ejemplo nos precipitó de un modo u otro en la decisión de dedicarnos al teatro. Pionero, porque en unos años de dificultades políticas inimaginables en la actualidad, fundó, o estuvo en primera fila en ese instante, junto con otras personas no menos arriesgadas, las tres compañías de las que provienen todas las demás, incluidas las maltrechas actuales: El Teatro Universitario de Zaragoza, El Teatro de Cámara y el Teatro Estable.

Cuando fui director del Centro Dramático, quise hace años que su trayectoria no se perdiera de la memoria profesional y humana de nuestro teatro aragonés, y le encargué al periodista y escritor Antón Castro la redacción de un libro que terminó llamándose “Conversaciones con Mariano Cariñena”. Costó mucho hacerlo, y el pobre Antón sudó tinta para conseguir culminarlo en la fecha pactada. Me consta que Mariano se tomó tan en serio el asunto, consciente de que era un proyecto importante para él y para todos, que construyó unas estanterías gigantescas para ir almacenando materiales, fotografías, libretos, etc. Ese era Mariano: un hombre concienzudo, que llegaba hasta las últimas consecuencias de las cosas.

Últimamente se le veía en los estrenos de la Escuela, y me cuenta Rafael Campos que solía visitarlo en su despacho del Teatro Principal. Creo precisamente que en hall de ese teatro lo vi precisamente la última vez, con aspecto cansado, y compartimos los tres una agradable conversación sobre decenas de asuntos en los que él quería ponerse al día. Mermado físicamente, la nostalgia de una actividad profesional perdida anidaba en su corazón, sin duda. Y esa nostalgia devenía, a pesar de todo, en proyectos de futuro: me habló de escribir una historia del teatro en Aragón a partir de la cantidad de materiales textuales y gráficos que él atesoraba todavía. Y en eso estábamos Esteban Villarrocha, Blanca Resano, Pirula Ariza y yo cuando ahora me avisan de su desgraciado fallecimiento.

Quiero terminar ahora con unas palabras de agradecimiento y de homenaje. Supongo que en todas partes, pero en Aragón es evidente, hay dos tipos de personas: los que inventan y los que destruyen. Los primeros suelen ser estrafalarios y peculiares, suelen estar marcados por ciertos signos externos y ciertas peculiaridades en su carácter que los hacen sobresalir sobre los demás: son astutos, constantes, soñadores, atrevidos. Aciertan bastante y se equivocan mucho. Sufren y gozan de un modo extraordinario. Aprovechan al máximo el tiempo que les ha tocado vivir, y su vida termina siendo un camino en donde la generosidad y la altura de miras contrarresta con creces sus carencias y defectos. Mariano era uno de ellos.

Pero hay otros que no distinguen entre su trayectoria y la de los demás. Solo les importa la suya: son destructores y dañinos, envidiosos y cobardes. A estos últimos se les llena la boca de sandeces para condecorarse a sí mismos, esgrimiendo a veces argumentos que a ellos puede sonarles a objetivos y que ofenden a la inteligencia. Pues bien, el panorama del teatro en Aragón, casi en ruinas, destrozado por los segundos, se va llenando de ellos en detrimento de aquellos.

Me gustaría pensar que al final ganarán los primeros, pero, sinceramente, no lo creo porque el daño realizado es enorme. Pero estoy también seguro de una cosa: si en algún momento Mariano Cariñena ha examinado su trayectoria con cierta tranquilidad de espíritu, seguro que habrá sonreído interiormente y se ha sentido francamente feliz. Ha cumplido con creces la misión que él mismo se ha impuesto. Ha educado el gusto de las personas, ha dejado multitud de amigos, ha compartido su vida con Marisol, una mujer serena y fuerte, ha tenido un hijo, Bucho, que ha mantenido la tradición teatral en la familia, ha visto nacer a un nieto, ha sido el director que más tiempo ha pilotado la Escuela de Teatro, ha escrito, ha pintado, ha emborronado miles de folios y de lienzos, ha disfrutado con la mejor de las músicas, ha fumado tal vez demasiado, ha saboreado los placeres físicos e intelectuales de la vida hasta el fondo, y ha dejado para siempre un ejemplo para quien quiera seguirlo.

Por todo ello, maestro extraordinario, amigo querido, no tengo las palabras suficientes para darte las gracias.

Ha muerto Pina Bausch

julio 7, 2009
Pina Bausch

Pina Bausch

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nunca he sentido una emoción tan intensa como espectador teatral que aquella tarde noche del verano de 1983 en el Teatro Municipal de Avignon viendo “Kontakthof”, de Pina Bausch. Era el primero que veía de ella como coreógrafa y de su compañía afincada en Wüpertal. En realidad la sorpresa fue doble: no sabía con exactitud lo que iba a ver, y, en segundo lugar, porque lo que apareció ante mis ojos no era un gran espectáculo, sino algo diferente a todo lo que yo había visto hasta ese momento.

En la vida de un espectador de teatro hay siempre un antes y un después. Ese momento significó para mí esa intersección.

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Lo fue para mí y lo fue para muchas más personas. Compartíamos un palquito Sergi Belbell y Manolo Llanes. Salimos con la mirada perdida en un horizonte interior que nos hacía reflexionar seguramente en direcciones diversas. Manolo se la quería llevar a su Festival de Granada. A Sergi le había abierto un rumbo nuevo en su incipiente carrera de escritor. A mí me cambió la vida.

No exagero. Me cambió la percepción del teatro, que ha sido mi vida. Me trastocó mi pobre idea de los géneros estancos: teatro por aquí, danza por allá, pintura por arriba, cine por debajo… Pina proponía algo que todo lo integraba. Sus actores no hablaban, pero no paraban de decir cosas. Transmitían la idea de un inmenso dramatismo existencial, de una soledad indescifrable, cuestionaban la vida en pareja, la sociedad en su conjunto.

Era un nuevo sentido del humor, en donde el absurdo y la crueldad se daban la mano. Aquello era sádico y hermoso, de una belleza intensa y desolada. Nada sería igual desde entonces, y, efectivamente, nada lo fue después de su aportación artística.

Alfonso Desentre y yo hablamos con ella unos minutos en Madrid hace dos años. Le propusimos que viniera a la Expo rescatando una antigua coreografía en donde el agua era el tema protagonista. Su calendario era otro y no fue posible.

Nos saludó con unos hermosos ojos tristes y con las palmas juntas, ritualmente. Y se perdió por las calles, como en una de sus coreografías.

Paco Ortega

Fernando

mayo 23, 2009

Para mi fiel y querida Amaltea.

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Llego a Madrid y un taxi me deja en breves minutos en los aledaños de la plaza de Santa Ana. Vengo para despedirme de mi amigo Fernando Fernán Gómez y para decirle a Emma Cohen lo mucho que la quiero.

En la puerta del Teatro Español se aglomeran los periodistas y los vehículos de los diferentes medios de comunicación. Es un gran montaje que da idea de la gran popularidad de Fernando. En el interior hay mucha gente en el patio de butacas, perdidos en sus propias reflexiones y en un océano de susurros. Gente que piensa, que habla bajito, mientras por la megafonía se escuchan algunos tangos de Carlos Gardel. La penumbra es envolvente y todo tiene un aire de puesta en escena entrañable y calculada: el ataúd, en medio de la escena, y una enorme foto de Fernando presidiendolo todo. Huele a flores y a respeto profundo. Yo voy directamente hacia donde está Emma que me mira un poco perdida, “obtusa”, como ella misma confiesa bromeando. Esta mujer tiene fuerzas para todo, pero hoy la veo muy cansada, con unas enormes ojeras. Me presenta al médico que por lo visto ha estado al cuidado de Fernando hasta el último momento. Le acaricio la cara. Me pide que me siente a su lado y ella desaparece al poco rato. Desde allí, a pocos metros del féretro, veo a las personas que entran y salen y escucho sin proponérmelo las conversaciones: todos hablan del magisterio de actor fallecido.

El féretro en mitad del escenario

El féretro en mitad del escenario

Aquí hay tristeza, pero también, no sé cómo expresarlo, hay alegría, incluso sentido del humor.

Cerca de mí, sentados también en las sillas dispuestas a ambos lados del escenario, están, entre otros, Paco Algora, Julieta Serrano, Tina Sainz y Nuria Espert, que acaban de leer unos poemas. También están Massiel, Carmen Calvo, el Presidente del Senado, José Luís Alonso de Santos, etc. Gente anónima y gente muy conocida que han venido a lo mismo: a despedirse del último maestro de verdad de los escenarios españoles.

El féretro está recubierto de una bandera roja y negra. Fernando fue toda su vida un anarquista vocacional, y este último homenaje a sus principios me parece que contiene mucho de desafío a lo políticamente correcto. Emma luce una sonrisilla que no puede ocultar su inmenso cansancio. Ayer mismo me mandó un mail en donde me anunciaba la inminencia de la muerte.

Con Fernando el 17 de Julio de 2003

Con Fernando el 17 de Julio de 2003

Desde mi silla recuerdo el día en que los conocí a los dos, en su casa de las afueras de Madrid, y en lo amables, hospitalarios y buenos que siempre fueron conmigo a partir de entonces. En el viaje he podido leer diversas crónicas sobre la vida y la obra de Fernando que me descubren facetas que yo no conocía demasiado bien. En alguna crónica sale mi nombre, porque tengo el honor de haber sido la persona que convenció a Fernando para que dirigiera teatro después de llevar más de veinticinco años sin hacerlo. Con esa obra, de la que Fernando también era autor, consiguió un Premio Max de las Artes Escénicas que tuve también el honor de recoger en su nombre. La estatuilla estuvo en mi poder varios meses hasta que se la llevé y nos tomamos unos whiskis y unos tacos de tortilla de patata que estaban inmensos, como siempre.

Miguel Garrido

mayo 22, 2009

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Estoy escribiendo estos días la biografía de una persona que murió hace un año y tres meses: Miguel Garrido Ramón.

 Intento reconstruir sus huellas. Desde los días de su infancia en Hellín, hasta los últimos en que vivía ya en Vitoria preso de sus personales obsesiones y en medio de una soledad buscada en parte, y en parte odiada. Entre medio, su estancia en Inglaterra, su aprendizaje en Alemania, y, posteriormente sus estancias en Zaragoza, Sevilla y otras ciudades en donde impartió su magisterio o dirigió sus espectáculos.

 Es increíblemente intenso realizar la reconstrucción de toda una vida. Trato de ver las cosas como él las veía, y frecuentemente cierro los ojos en los parques donde él paseaba, por ejemplo, para escuchar de la misma manera el canto de los pájaros. Si un biógrafo termina siempre raptado inevitablemente por el biografiado, cuando uno y otro eran amigos la aventura se torna una experiencia de contornos difuminados.

 Miguel fue, tal vez, el mejor clown que ha nacido en España, y por circunstancias de su vida, decidió muy pronto abandonar los escenarios y dedicarse a enseñar a los otros a ejercer una profesión tan diferente a las demás, incluso en el mismo ámbito de las artes escénicas. Su obra, por tanto, estará siempre inacabada. Su recuerdo nos acompañará a quienes le conocimos y quisimos: sus amigos, sus compañeros de profesión, su familia.

 El libro intenta, como no podía ser de otra manera, proporcionar una herramienta para que nuestra memoria no flaquee y seamos capaces de explicar a quienes no lo conocieron quién fue verdaderamente este pequeño genio, este gran artista.

Pepe Rubianes

mayo 22, 2009

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Fui a verle a Barcelona a lo largo de 2006 al teatro en donde estaba actuando, al comienzo de las Ramblas. Antes de la función, quedamos en un pequeño bar de una de las pequeñas calles que unen la Puerta del Ángel y la arteria principal y más conocida de la ciudad.

Lo encontré estupendamente, como siempre. Con el corazón y la cabeza llena de planes y de vida por delante. Hacía tal vez un par de años que no nos veíamos, y ambos volvimos a hacer las mismas promesas eternas de no volver a perdernos la pista, ahora con todos los cacharros sofisticados que había para unir a las personas.

 El motivo de mi viaje y de mi visita era hacerle una propuesta: yo quería que en la Expo él coordinase un proyecto que podía llamarse algo así como “Rubianes no hay más que 20”, y que consistía en que eligiera veinte actores que fueran pasando por las noches del Balcón de la Artes Escénicas contando cada uno sus historias. Se trataba de un ciclo de monólogos, pero con las pautas que Pepe quisiera, con los actores que él invitara, y con su presencia al menos al principio y al final del mismo.

 Le encantó la idea, y me dijo que sí.

 Durante la función me dedicó varios de los números. Yo, que soy muy tímido, estaba literalmente asustado, porque le creía capaz de gastarme cualquier broma pesada, o subirme al escenario y cosas similares. Pero, al mismo tiempo, estaba feliz por recuperar esa vieja y entrañable amistad, esas cenas que compartimos tantas veces después de las funciones, y, en especial, el recuerdo indeleble de aquella noche de Febrero de 1986 en que desde Zaragoza, llamó a su manager, Tony Coll, y le ordenó que quitara todos los carteles que anunciaban su próxima actuación en Barcelona, porque ambos nos íbamos a vivir a Cuba, de donde, por cierto, él ya estaba enamorado. Todavía recuerdo las voces de Tony, absolutamente asustado y preguntándole, “¿con quién estás, Pepe, con quién estás?”, como buscando el culpable de este cambio de planes, a lo que mi amigo le decía: “Con el Ortega”, información que no debió de tranquilizarle en absoluto, sino más bien todo lo contrario.

 Al día siguiente de aquella noche alucinante amaneció y el sol nos hizo cambiar las perspectivas y las cosas.

 En este reencuentro hablamos fugazmente de su reciente problema con la COPE y, en especial, con el escándalo que él había montado con sus declaraciones en la TV3 que yo sigo pensando que fueron tan desafortunadas como sacadas fuera de contexto de un modo sectario y aprovechado. Fue solo una referencia, como quitándose de encima un problema del que no se sentía nada orgulloso y que no hacía más que crearle problemas personales y profesionales.

 Tras la conversación cogimos un taxi y él se bajó antes, creo que en la confluencia de la Diagonal y el paseo de Gracia. Esa fue la última vez que lo vi. Recuerdo perfectamente su último saludo de despedida a través de los cristales.

 Pero la vida es así: a pesar de las buenas intenciones, y los proyectos que habían nacido esa noche, volvimos a perder el contacto. Y, al poco tiempo, por la prensa, me enteré de su enfermedad. Amigos comunes me informaban de sus pasos y de sus esperanzas. E incluso, cuando estábamos ultimando los preparativos de la ceremonia de clausura de la Expo, Juan Luis Bozzo me pasó el teléfono y me dijo: “quieren saludarte”. Era Rubianes, que me decía que la cosa parecía controlada, que estaba optimista, que el tratamiento estaba dando el resultado apetecido.

 Por eso, su muerte me cogió con el paso cambiado, totalmente cambiado.

 Hace unos días, en la habitación de un hotel de Sevilla, vi una de sus últimas representaciones por la televisión. Con su camisa roja y su pantalón negro de siempre, con su contagiosa sonrisa, con esa capacidad inmensa de comunicar, inventar, contar. Con su acostumbrada capacidad para fustigar al facherío, para contar historias divertidas, escandalosas, amargas. Me conmocionó oír nuevamente su voz, tan esencialmente igual fuera y dentro del escenario.

 Y llegué a esa conclusión, precisamente: había perdido a un amigo –otro más en tan poco tiempo- tan igual dentro y fuera de los escenarios. Tan solo encima de las tablas, y tan solo por las calles de las ciudades, de los países, del mundo entero.

Ha muerto Jordi Mesalles

mayo 19, 2009

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Siempre pensé que era un director teatral como la copa de un pino, y siempre creí –creímos-, que su talento indiscutible y su peculiar inteligencia y sensibilidad no se llevaban bien con otros aspectos de su forma de ser. No sabía venderse, algo imprescindible en un mercado cultural a veces tan mezquino como el mercado a secas. Metió mucho la pata, enfrentándose con demasiada frecuencia con las instituciones de su tierra, que, como las de todas partes, pasan siempre la factura por los presumibles actos de desacato. Y esa incontinencia verbal le llevó a situarse en una especie de marginalidad supuestamente voluntaria, que, en opinión de los que lo conocían más, le laceraba por dentro y lo alejaba por fuera.

Así las cosas, en los periodos otoñales la depresión en la que vivía sumido subía unos enteros en su intensidad habitual. Ayer se lo encontraron muerto en la bañera de su casa, y cualquier hipótesis, a estas alturas de una tarde lluviosa y desapacible, es desgraciadamente posible.

Recordaré siempre sus carcajadas. No he oído jamás algo parecido, no pasé nunca tanta vergüenza en algunos restaurantes. Cuando se reía, las gambas se removían en el plato, y las señoras de las mesas de al lado creían llegado el fin del mundo.

Recordaré también su biblioteca y su videoteca, desmesurados exponentes de su codicia intelectual. Centenares de libros, de discos, de vídeos y los antiguos cassetes, se apilaban de manera caótica en su piso de la calle Aribau, encima de los cines donde mi padre mataba sus juveniles ratos y en donde él vivió durante algunos años. Era un caserón inmenso, con partes amuebladas y partes desérticas y frías, que respondía muy bien a esa mezcla estética y espiritual que los de nuestra generación hemos cultivado con desigual fortuna, mitad burguesa, mitad permanente mayo del 68. El, además, se dejó siempre el pelo muy largo, en homenaje permanente a aquellos años magmáticos en los que se impregnó de poesía y rock and roll.

Escribió poco pero también en este terreno mantuvo algo más que la compostura. Su obra “Los Beatles contra los Rolling Stones” se estrenó en el embrión de los que después terminó siendo el Teatre Nacional de Cataluña. Era un bello manifiesto sobre el mantenimiento de una supuesta virginidad revolucionaria a partir de la metáfora de dos juventudes, la pija y la suburbial, que coexistían en su ciudad y que representaban dos maneras de ver el mundo. La obra desencadenó la primera dimisión de importancia de un dirigente de teatro público en territorio español, Xavier Fábregas, un intelectual íntegro que decidió proteger el estreno contra las pretensiones del político de turno que, después de leerla, se le ocurrió que era conveniente dulcificar algunas expresiones. Ese acto reflejaba bien a las claras que cierta forma de censura había penetrado en la España democrática, en este caso a través de la acequia de un partido nacionalista más de derechas que la Virgen del Perpetuo Socorro. Muchos años después yo le traduje el texto al castellano para montarlo con los que entonces eran mis alumnos de tercer curso de interpretación.

Dirigía con brillantez, oficio y precisión. Me gustaban su fuerza escénica y su pulso para dirigir a los actores. Su mano pedagógica, entrenada durante tantos años en el Institut del Teatre de Barcelona, se le notaba siempre en escena, y se puede decir que no todo lo que hizo era genial, pero siempre contenía un elevado nivel de interés y calidad.

Mañana sus amigos han organizado un acto en ese lugar emblemático de las artes escénicas catalanas. Yo no estaré porque ni mi espalda ni mis obligaciones, me lo permitirán, pero mi corazón estará allí, junto a ellos y junto a Mariona, su compañera. Una noche fascinante nuestros ojos se reflejaban en un río que brillaba de manera enigmática. Juanito cantó de pronto una canción menorquina, y yo una de La Bullonera:

“Una noche de carnaval,
Mientras lucía la luna,
Se me acercó una muchacha
Que iba vestida desnuda…”

Jordi miraba hacia la luz, con una sonrisa que me pareció teñida de esperanza. Prefiero recordarlo así.

Eduardo Haro Tecglen

mayo 19, 2009

 

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Yo creo que Eduardo Haro Tecglen es uno de los intelectuales españoles de los últimos años que más reacciones encontradas ha sido capaz de generar. La gente de mi gremio –el teatro-, en general lo odiaba, porque desde las páginas del diario EL PAIS se había dedicado a fusilar de manera casi sistemática la mayoría de los espectáculos producidos en España durante los últimos años, y especialmente los producidos con dinero público. Respondía de esta manera a un concepto del teatro que tenía en el autor el eje vertebral del hecho escénico, relegando al director a un espacio secundario. Esa teoría de la preeminencia del texto sobre los demás elementos Haro la había defendido siempre sin ningún tipo de complejos y con la máxima claridad intelectual y expositiva, granjeándose lógicamente la antipatía del sector -actores, escenógrafos y sobre todo, directores-, representados estos últimos por el inefable Juan Antonio Hormigón, Secretario General de un esperpento clientelista llamado Asociación de Directores de Escena de España (ADE). En una memorable polémica, uno y otro se enzarzaron hace años en una discusión de la que Haro salió claramente vencedor por puntos.

A mí me hizo críticas de varios tipos, buenas, regulares y malas, pero hubo una, allá por los años ochenta, que se titulaba “Pecar por exceso” que tuvo una enorme influencia en mi autoestima. Fue curioso por varias razones, pero una de las principales era que se trataba de la primera vez que un espectáculo mío se presentaba en un teatro relativamente prestigioso de Madrid. Yo, por aquellos años, era un jovenzano lo suficientemente ingenuo y/o estúpido como para creerme alguien importante, un “valor emergente”, y la crítica en cuestión venía a decir de forma concisa, meridiana y muy pedagógica, que esa soberbia juvenil se notaba demasiado en el propio espectáculo, en donde él percibía una necesidad absurda de demostrar al mundo mi propio talento. Fue, por tanto, una cura de humildad, que, en un primer momento me escoció sobremanera, pero que después le he agradecido a lo largo de toda mi vida.

Mucho tiempo después lo conocí personalmente, cuando se presentó en el Teatro de la Abadía un espectáculo producido por la entidad que yo dirigía. No me hizo ni caso, a pesar de que yo iba asesorado por amigos comunes que me habían advertido e informado de sus fobias y filias particulares. No me importó, porque a pesar de su displicencia, que me pareció un mecanismo de defensa frente al frecuente peloteo de un sector artístico del que desconfiaba plenamente, estuve a distancia corta de un hombre al que siempre he admirado, desde los tiempos en que escribía unas editoriales memorables en la revista “Triunfo”. En ellas, cuando hablaba de la crisis de Indochina, pongamos por caso, todos sus lectores entendíamos a la perfección que en realidad nos estaba hablando de la necesidad de que España tuviera un régimen de libertades democráticas. Es decir, practicaba, de un modo inteligente y exquisito, un doble lenguaje, lleno de ideas y complicidades que provenían de un concepto ético de las relaciones sociales, de la vida misma y del concepto de ciudadanía.

Llegó la democracia y Haro Tecglen, refugiado en su columna de crítica teatral, desempeñó un papel similar al que algunos intelectuales españoles, como Unamuno y Ortega, cumplieron tras el advenimiento de la Segunda República. Ese emblemático “no es esto, no es esto…” se convertiría a partir del primer gobierno democrático de la monarquía en su actitud personal. Especialmente crítico con los partidos de izquierdas –él juzgaba que su praxis diaria devaluaba con frecuencia su tradición histórica, su patrimonio moral y hasta sus propias siglas-, escribió libros memorables, como “El niño republicano”, en donde se definía, para irritación de muchos, como un “rojo”. Es decir, una persona integralmente de izquierdas, miembro de una especie de parque jurásico en extinción en el que, por cierto, yo también me siento incluído.

Esa conjunción entre el análisis y la melancolía, entre lo nuevo y lo viejo, entre su conocimiento del teatro de vanguardia y su amor por los procedimientos escénicos tradicionales, se convirtieron ya para siempre en los polos dialécticos de su pensamiento, llegando a veces hasta los extremos de la paradoja. La muerte horrible de uno de sus hijos, encenagado hasta las cejas en el mundo de una modernidad ferozmente autodestructiva, fue el elemento que elevó su desencanto hasta un límite que su cortesía, su aspecto bonachón y una cierta elegancia colonial, apenas desmentían.

Ayer telefoneé a una queridísima amiga común: Emma Cohen. Imaginaba que Fernando Fernán Gómez, con quien Haro Tecglen firmó un libro de conversaciones, y ella misma, vivían un día de intenso dolor. La voz de Emma, habitualmente juvenil y contagiosamente optimista, estaba tamizada por la enorme tristeza que les había provocado la desaparición de un gran amigo con el que tantas tardes compartieron conversación, recuerdos, inteligencia y una magnífica tortilla de patatas.

Ayer murió Don Eduardo Haro Tecglen, periodista, escritor, republicano, y uno de los «rojos» más ilustres que este país ha tenido.