Este artículo ha aparecido en el Suplemento de Artes y Letras de Heraldo de Aragón el 28 de Marzo de 2013.
Fotografía de José Miguel Marco
En una Zaragoza gris y destrozada por el franquismo, Mariano Cariñena supo sacar adelante proyectos que, como el Teatro de Cámara, primero, y el Teatro Estable, después, significaron islas de inteligencia teatral en medio de un mar de cerrazón y tristeza. Su conocimiento de las dramaturgias contemporáneas y en especial de la teoría y la práctica de Bertold Brecht, junto con su formación en el dibujo y la pintura, hicieron de él un director de escena renovador y europeo, si se me permite la expresión, en un contexto de tapias desdibujadas por el cierzo.
Fue un placer inmenso y un gran orgullo compartir con él muchos años de trabajo en la Escuela Municipal de Teatro. Fueron horas y horas de discusiones encendidas, respetuosas e inteligentes, que Mariano recuerda con emoción en un hermoso libro de conversaciones con Antón Castro. Junto a valiosos compañeros hemos compartido un proceso de enseñanza en el que, sin ninguna duda, hemos aprendido nosotros más que nuestros alumnos. Durante casi veinte años, pilotó esa nave de locos cuerdos, luchando por conseguir la oficialización de nuestros estudios, por dignificar la Escuela.
Lo sentí personalmente muy cerca también en la creación del Centro Dramático de Aragón. El, sabedor de lo que cuesta levantar este tipo de edificios, y mucho más, mantenerlos, apostó firmemente por la gestación de un teatro público que, junto con las compañías privadas que entonces existían, dieran trabajo de calidad a los actores que se habían formado en nuestras aulas. Lo hizo con decisión porque siempre estuvo resuelto a impulsar lo que se hacía en esa dirección y porque su mirada sabía distinguir sin problema alguno, intereses personales y particulares.
Se nos ha ido Mariano, pero nos queda su ejemplo de constancia, de rigor y profundidad en el trabajo. Nos queda para siempre su indesmallable amor por el teatro. Nos quedan también sus anécdotas, su modo de hablar, de presentarse en público.
Me viene a la memoria el día en que Mariano Anós, él y yo fuimos invitados en el Ayuntamiento a una recepción del Rey. Un servidor, prudente y formalito, se compró un traje en unos grandes almacenes, pero recuerdo a los dos Marianos vestidos con gran elegancia… Eran trajes de “comedias”, extraídos de baúles imposibles, que pertenecían a vete a saber qué personajes de teatro. El monarca no se dio cuenta de que le daban la mano dos republicanos convenientemente disfrazados de nobles o de marqueses, ni creo que tampoco nadie, pero mirándolos de reojo, comprendí que ambos eran miembros destacados de una extirpe de artistas a la que también quería pertenecer, a pesar de la frecuente indiferencia local ante el talento nacido en su perímetro.
Siempre lo recordaré así: disfrazado, riéndose y tosiendo. Lleno de barro en las botas, con sus pantalones de pana marrón. O con esa peluca que le pusieron para rodar no sé qué escena, o interpretando a Cristóbal Colón, en aquella obra alemana que montó el mismo año que Franco se fue al otro barrio. Y es que, además de una cultura abrumadora, de una inteligencia profunda, de un instinto especial para escuchar buena música, Mariano era un hombre con un asombroso sentido del humor, que se divertía viviendo, que contemplaba la propia vida como un extraordinario espectáculo.
Por todo ello, por sus luminosas peculiaridades, por ser “un hombre de matices”, como un día lo defendió Labordeta en una cena con un famoso autor del momento, por sus ocurrencias, por su fuerza física, por lo mal que jugaba al ping pong, por lo mucho que le gustaba la morcilla, por su oficio y su talento, por su profunda bondad, Mariano Cariñena será para mí siempre un hermoso recuerdo, un valioso ejemplo, un camino permanentemente abierto.
Y me gustaría que ahora, cuando todo parece más difícil, las instituciones entendieran que tener en esta tierra una escuela superior de arte dramático sería, sin ninguna duda, el mejor homenaje a su memoria.
Paco Ortega