Publicado en «Primer Acto», Nº 267 (Enero-Febrero 1997)
«Me gustaría mucho que la muerte se mepresentase como una senda y tener la plena posibilidad de viajar por ella con toda conciencia»
María Casares.
«Nunca han sido tan claramente reconocidos los servicios que recíprocamente pueden rendirse la escena y la pantalla. Y debemos felicitarnos de encontrar en el origen de este reconocimiento a María Casares, es decir, a la joven comediante que posee seguramente todo lo que es necesario para ser mañana la gran estrella del cine, como también del teatro francés» (1).
Con estas palabras terminaba René Jeanne un elogioso artículo, traducido al castellano en 1954 para la revista Teatro, sobre la trayectoria profesional, a caballo entre el cine y la escena, de la joven y, ya por aquel entonces, respetada actriz, María Casares. El motivo era la aparición el año anterior en Paris de un escrito de Beatrix Dussane sobre ella. En la misma colección ya se habían incluido, nada menos, los perfiles biográficos de Sarah Bernhardt, Charles Dullin, Arletty, Jean Marais y otros. (2)
“La joven estrella del cine, como también del teatro… francés.»
Personalmente me produce un escalofrío esa lacónica inscripción en los parámetros del cine y el teatro francés de una gallega, que contaba por aquel entonces treinta y un años, nacida en La Coruña el 21 de Noviembre de 1922, hija de Gloria Pérez y Santiago Casares Quiroga, el último presidente de un gobierno republicano, como no queriendo entrar, o no pudiendo hacerlo, en las causas profundas de una monumental anomalía geográfica, cultural, histórica y política.
Tal vez para que esas mismas líneas de reseña profesional hubieran visto la luz en España unos años antes no hubiera bastado con mantenerse en el límite de lo aséptico. Hubiera sido preciso vilipendiar, demonizar primero la figura del padre para poder escribir alguna referencia elogiosa sobre la hija. Pero estamos a quince años del final de la guerra civil y la consigna desde el poder empezaba a ser abandonar el insulto, reactivar la economía y tratar de parecernos lo más posible, al menos en lo epidérmico, al resto de Europa, conservando, ahora con más discreción y menos alharacas, las esencias del régimen surgido el 18 de Julio.
Si nuestro teatro ya estaba enfermo antes de esa fecha, si llevaba ya en un estado de deterioro desde hacía muchas décadas, la guerra supuso la estabilización de la enfermedad. Sólo hay que ver el triste panorama humano del momento: Margarita Xirgu, nuestra mejor actriz, la que había capitaneado en el periodo republicano un espíritu de renovación profundo, se encontraba en el exilio latinoamericano, en donde ya había muerto Enrique Díez Canedo. En diferentes lugares, pero igualmente alejados de la realidad española, todos aquellos que, de una manera o de otra, habían comulgado con esa ansia de renovación: Cipriano Rivas Cherif, que había estado en las cárceles de Franco hasta 1946, Luis Araquistain, Ramón J. Sender, Rafael Alberti, María Teresa León, Max Aub, etc. En la tumba, Valle Inclán y Unamuno. Y también allí, pero escribiendo en la memoria colectiva de todo un pueblo la ignominia de su propio asesinato, Federico García Lorca, el que estaba llamado a ser el escritor teatral español más importante de todo el siglo XX. Panorama, pues, desolador, que se manifiesta en toda su mezquindad en las carteleras de Madrid, Barcelona y de toda España, en donde se ofertaba mayoritariamente, y se consumía, un teatro mal hecho, escapista y reaccionario.
Si tenemos en cuenta esta realidad, que describo de manera somera, no podemos dejar de asombrarnos del devenir personal de María Victoria Casares Pérez, que viene a representar, de una manera involuntaria, la cara feliz de la moneda.
Ella misma, años más tarde, titulará sus memorias Residente privilegiada (3), refiriéndose no sólo a la condición administrativa que las autoridades francesas le otorgaron como residente personal y profesional en ese país, respetando siempre su origen extranjero, sino también a unas circunstancias sin duda extraordinarias e irrepetibles que se fueron aliando hasta convertir a una persona que cuando llegó a París de la mano de su madre el 20 de Noviembre de 1936, no tenía ni la más remota intención de dedicarse al teatro, en una de las damas de la escena francesa contemporánea más respetadas y aclamadas, no sólo por el conjunto de la profesión y de la crítica, sino también del propio público. Es difícil eludir la palabra suerte -aunque ella misma se define como un ser profundamente afortunado-, pero si al final me resigno a hacerlo, la utilizo como la mejor manera, tal vez, de explicar cómo un conjunto de casualidades jugaron increíblemente a su favor, sobre todo en un primer momento.
Quede claro que lo hago, sin embargo, complementando a otras que definen -éstas sí-, capacidades personales y actitudes voluntarias que iban a acompañarle el resto de su vida: tesón, rigor, talento, insobornable espíritu de superación.
Un mundo nuevo.
Cuando María Casares llega a París apenas conoce un puñado de palabras en el idioma que hablan sus habitantes. En su retina, las imágenes recientes del horror. Su padre le había buscado un trabajo de ayuda humanitaria en el Hospital Oftálmico de Madrid, habilitado para la atención de los heridos que llegaban del frente. María les cambia de ropa, les alimenta, les acompaña y les ve morir entre espasmos y grandes gritos de dolor. Para ella, una joven acostumbrada a vivir en el ambiente cálido del hogar familiar, la experiencia le va a servir para trasladarla casi de un plumazo a un mundo de adultos, hecho de realidades y de extrema dureza. Las páginas de sus memorias recogen estas impresiones y la emoción que en su espíritu motivaron.
«Fue allí -dice- entre ellos, donde descubrí la amistad viril, libre y púdica, sin blandura, áspera y sin palabras, sin exigencias superfluas, sin novelescas complacencias; esa complicidad clara y cálida que une a los hombres para apoyarse mutuamente». Y continúa: «Fue allí donde aprendí a adivinar, comprender, amar a los hombres. Tal y como son». (4)
Como quiera que su salud parecía resentirse ante el espectáculo cotidiano del sufrimiento humano y los desvanecimientos empezaban a repetirse con preocupante frecuencia, su padre decidió que ella y su madre se trasladaran, primero a Barcelona, y, posteriormente, a París.
Y allí, instaladas en un piso del número 148 de la calle Vaugirard, frecuentan la compañía de algunos amigos y conocidos. En una de estas reuniones, María recita un romance castellano ante el beneplácito de los presentes, entre los que se encontraba Colonna Romano, actriz de la Comédie Française. Poco más tarde ocurre algo parecido, pero en esta ocasión es nada menos André Antoine el que la escucha en el recitado de unos versos de Verlaine. Todos coinciden en que la niña debe dedicarse al teatro.
Animada por la madre, su vida iba a centrarse en la preparación de las pruebas para la entrada en el Conservatoire, junto al aprendizaje a la perfección de la nueva lengua, a partir no sólo de la práctica cotidiana en la calle, de las accidentadas clases particulares de dicción que comenzó con René Simon, con sus recién creadas amistades, etc., sino a través de la lectura sosegada de los textos más emblemáticos de la literatura dramática, la poesía y la narrativa galas.
Los elogiosos comentarios de Colonna y el anciano Antoine, los deseos de la madre, junto con una intuición fugaz pero consistente de la protagonista, van a entreabrir un camino que sólo una adolescente de impropia madurez y gran fuerza de voluntad podría transitar con suficiente agilidad.
En el Conservatoire entró a la tercera. Nadie dudó, sin embargo, en las frustradas ocasiones anteriores- -ni compañeros ni profesores-, que la joven Casares superaría la barrera cuando su dominio de la lengua fuera superior. Pero, como muchas veces iba a sucederle, los acontecimientos se precipitarían a una velocidad superior a la prevista y se adelantarían a su veloz caminar. Unas inesperadas pruebas de selección para el teatro de Les Mathurins, en plena ocupación alemana, iban a abrirle las puertas de la aventura profesional parisina.
Curiosamente, en esa sala había estado como espectadora junto a su madre, viendo, poco tiempo atrás, un espectáculo en donde Marcel Herrand interpretaba uno de los personajes. En ese momento, según relata, pensó que, si conseguía debutar como actriz en algún lugar y con alguna persona, le gustaría hacerlo allí y con ese hombre…
Y así fue. Deirdre des Douleurs, de John Millington Synge (1942), con dirección de Herrand, fué el primer eslabón de una cadena que iba a tener su continuación en un rosario de títulos, entre los que podríamos destacar Le Voyage de Thésée, de Georges Neveux (1943), Solness le Constructeur, de Ibsen (1943), Federigo, de René Laporte (1945), La Provinciale, de Ivan Turgueniev (1945), Las Noces de Retamour, también de Synge (1945), y, especialmente, Le Malentendu (1944), la obra de aquel hombre con el que iba a vivir su experiencia humana más compleja, profunda y, a la vez, problemática: Albert Camus.
Si a estos títulos teatrales añadimos su participación en las películas de Marcel Carné, Les Enfants du Paradis (1943), y Les Dames du bois de Bologne, de Robert Bresson (1944), en donde ya interpretaba el personaje protagonista, empezaremos a comprender como María, en apenas cuatro años, se convierte en una actriz cuyo talento es reconocido por gentes tan variadas como Paul Claudel, el mismísimo Gordon Craig, y la práctica totalidad de la profesión y de la crítica parisinas. Sólo algunas muestras.
El implacable crítico Claude Roy escribió en Confluences estas palabras a propósito del estreno de Le Voyage de Thesée:
«Esa voz que siempre parece que se va a quebrar, a romperse de emoción -ese cuerpo que actúa, tiembla, vibra, y siempre tan armonioso, tan puro… Una gran actriz de tragedia. Tiene veinte años.»
Otro crítico, Philippe Hériat, dijo esto de su participación en Federigo:
«¿Qué decir de la señorita María Casares que esta vez alcanza una especie de perfección? Lo tiene todo: una belleza llena de estilo, la gracia en el menor gesto, el encanto, un busto adorable; tiene por encima de todo, el ardor, la poesía, la convicción y, cuando quiere, la variedad…»
Del tormentoso estreno de Le Malentendu, en donde una parte del público pateaba en Les Mathurins, desorientado ante lo que tenía ante los ojos, Dussane escribió:
«Se produjo así la revelación de una María Casares batalladora (ella, todavía tan joven y aparentemente tan frágil como siempre). Por muy fuerte que fuera el alboroto, ella y sólo ella, lo dominaba. Imponía lo que tenía que decir y se reanudaba el ruido a continuación. Pero en tales circunstancias -en las que he visto a actores avezados flaquear- es preciso prodigar ante todo un excepcional poderío físico… María Casares ha aguantado el tipo con éxito, hasta la última intervención. Después de lo cual -pero sólo entonces-, bajado ya el telón, se ha permitido romper a llorar, de cansancio y de aflicción». (5).
No cabe la menor duda de que la joven María podía considerase afortunada. Comenzaba a ser famosa, sus servicios artísticos cada vez estaban siendo más solicitados, y podía vérsele en los locales más emblemáticos de la orilla izquierda, colgada del brazo del hombre que poseía «esa inteligencia ante la cual uno se volvía inteligente». (6). Albert Camus, comprometido políticamente con la resistencia, le adentrará en sus entresijos y, en alguna ocasión, solicitará una colaboración que María no rehusó concederle.
Pero es necesario reconocer que si en este arranque profesional todo se desarrolló a una velocidad extraordinaria y adquirió una fuerza que durante el resto de su vida nadie pudo ya frenar, ocurrió también como consecuencia de una tenacidad personal indesmayable.
Tenacidad para aprender perfectamente el nuevo idioma, imponiéndose olvidar en cierta medida el suyo propio. Tenacidad para aprender el oficio, para asistir a clases y familiarizarse con unas técnicas actorales y unos gustos muy concretos, para comprender y admirar los textos, los autores, los estilos de la literatura dramática de un país que no era el suyo. Y, por supuesto, tenacidad para ser una más en ese mundo nuevo, para abrirse a él sin reservas, para integrarse con entusiasmo en su nueva cultura y sus nuevas costumbres. Ella lo describe en estos términos:
«Adaptarse. Un poder que no le es dado a todo el mundo; es un privilegio. Porque para adaptarse, sin perder con ello, hace falta un cierto sentido de la existencia; innato, creo; hace falta un oido agudo y una mirada de águila; hace falta mucha comprensión y el deseo de comprender; hacen falta también un objetivo u objetivos, una razón o razones; o bien, simplemente, una ardiente voluntad de vivir por vivir; o bien cargas y responsabilidades; hay que tener una edad en que las raices pueden prender en cualquier parte, o bien la esperanza de volver a encontrarlas un día en donde se han dejado. Hace falta, en fin, una salud, una gran vitalidad, circustancias felices ¡y suerte!» (7)
«Los nefastos efectos de la costumbre».-
La marcha de Les Mathurins fué para María Casares una decisión voluntaria, necesaria, aunque extraordinariamente dolorosa. Ese teatro, próximo a la iglesia de La Madelaine, había supuesto un trampolín de prestigio y una escuela de formación. Poco a poco empezó a sentir una necesidad imperiosa de respirar otros aires, de acometer otro repertorio, de renovarse personal y profesionalmente. Y ésta no iba a ser una decisión aislada en el conjunto de su vida, sino una constante.
Siempre que sintió el temor de que su apuesta por el teatro se quedara corta, ante la posibilidad de que su aprendizaje en el largo e irreversible camino de la profesión elegida se quedara truncado, siempre que, en definitiva, aparecieron los síntomas paralizantes de la rutina, nunca sucumbió a la tentación de hacer como si no los veía, de acomodarse, de limitarse a recoger los frutos que la simple explotación de sus capacidades o de su prestigio sin duda le hubiesen supuesto.
María Casares se marcha de Les Mathurins en 1945, con el país ya liberado de la ocupación. Ese mismo año su padre iba a reunirse con ellas en la casa de la calle Vaugirard. De su partida escribe:
¡Tenía que marcharme! ¡Tenía que cortar! ¡Tenía que ir a probar en otra parte lo que él me había dado! (Por Marcel Herrand) ¡Aquí me conocían demasiado! ¡Confiaban demasiado en mí! ¡Me querían demasiado! Estaba demasiado bien servida, me miraban con demasiada indulgencia, me concedían demasiado crédito, estaba demasiado mimada! Y yo me veía envejecer en medio de una familia amante que, muy pronto, ya no sabría distinguir los tics, las arrugas o las muecas aparecidas en la cara de la niña de la casa. Por los que me querían, y también por mí, y por el teatro, tenía que prevenir los nefastos efectos de la costumbre, esa rata dispuesta a roer incluso la vida, disimulada detrás de las sonrisas y el calor del afecto y el bienestar. (8)
A partir de ese momento, María proseguirá su carrera, conociendo diferentes directores, alternando compañías, teatros, y afianzando paralelamente su carrera como actriz cinematográfica. La segunda parte de la década de los cuarenta, hasta el principio de la siguiente, representa el periodo más sobrecargado de trabajos diferentes. Tal vez sean los años que la afianzaron como persona y como actriz y fueron desarrollando de manera especial ese inmenso abanico de posibilidades escénicas, posibilidades que cristalizarían después. Quien no pudo ver esa progresión fué la persona que más había confiado precisamente en sus posibilidades. Gloria, su madre, va a morir a comienzos de 1946 cuando la decisión de María no parecía tener camino de retorno:
La elección estaba hecha. Era a través del teatro donde iba a curar en mí la porción de la enfermedad universal que me correspondía. Era expuesta a la transparencia de la escena, avanzando a través de las nociones de la distanciación, o del compromiso directo -ese atajo que quiere evitar las sendas de la transposición-, a la luz crepuscular de las nuevas ideas, morales o religiones, como intentaría, pues, día tras día, a tientas, no olvidar, a través de las búsquedas, los postulados, las modas, la primera condición que el teatro me puso para existir. (9)
Algunos títulos para el recuerdo: Les Frères karamazov, versión de al obra de Dostoïevski, en L’Atelier (1946); Roméo et Jeannette, de Anouilh, con dirección de André Barsacq, igualmente en L’Atelier (1947); Les Épiphanies, de Henri Pichette, dirección Georges Vitaly, en Noctambules (1948); L’État de siège, de Camus, dirección de Jean Louis Barrault, en Marigny (1948); Le Roi pecheur, de Julien Gracq y dirección de Marcel Herrand, en el Teatro Montparnasse (1949); Les Justes, de Camus, dirección de Paul Oettly, en Hébertot (1949-50); Le Diable et le Bon Dieu, de Sartre, dirección de Louis Jouvet, en el Teatro Antoine (1951), Jeanne d’Arc, de Charles Péguy (1951), Le Cid, de Corneille, dirección de Vilar, en el Cour d’Honneur de Avignon (1951), etc.
En el terreno cinematográfico su actividad es particularmente intensa. En algunas ocasiones debe desechar proyectos teatrales de interés como consecuencia de los viajes que se veía obligada a realizar para los rodajes y los horarios que éstos le condicionaban. El cine va a encumbrarle en la fama y el prestigio popular, va a darle un dinero que su familia seguía necesitando para la subsistencia, va a distinguirle con algún premio de primer orden -Mejor actriz en el Festival de Locarno de 1948 por La Chartreuse de Parme, de Christian Jaque-, y va a proporcionarle la oportunidad de acercarse a personas que a la postre tendrían notable influencia personal. Tal es el caso del gran actor Gérard Philipe, tan sólo unos meses mayor que ella, con quien ya había trabajado en Les Mathurins, y del que se sentirá muy próxima a partir del rodaje en Italia de la película citada, entre Marzo y Octubre de 1947.
En este periodo interviene además en Roger La Honte, y La Revanche de Roger La Honte, ambas de André Cayatte (1945 y 1946); L’Amour autour de la maison, de Pierre Hérain (1946); La Septième porte, de André Zwoboda (1946); Bagarres, de Henri Calef (1948); L’Homme que revient de loin, de Jean Castanier (1949); Orphée, de Jean Cocteau (1950); y Ombre el lumière, de Henri Calef (1950).
Cuando la nueva década comienza un acontecimiento iba a golpearle con furia en su interior. En Febrero de 1950 muere su padre, inmóvil en la cama desde hacía tiempo y concentrado casi en exclusiva en sus lecturas, en la escritura de un telegráfico diario, cuyo tema preferente eran las actividades de su hija, y apartado voluntariamente de los círculos republicanos en el exilio. María ha perdido, por tanto, a los miembros más directos de su familia.
Y es preciso que nos detengamos un momento para reseñar su paso fugaz por la Comédie Française.
Ella lo dijo en público y en privado: jamás se sintió a gusto en una institución excesivamente pesada, excesivamente rígida, excesivamente jerarquizada. Es curiosa y enormemente significativa la referencia que hace de la Comédie en sus memorias. Se acuerda de ella cuando nos cuenta, no sin cierta sorna, la frenética noche en que comenzó la guerra civil española y que ella pasó en el Ministerio de la Guerra, al lado de su padre, y empezaba a ver en las caras de los funcionarios y colaboradores gestos inequívocos de preocupación que, ya de entrada, ponían en peligro sus vacaciones en Galicia.
Escribe:
«Estaba en una gran sala solemne, con las paredes cubiertas por retratos de antecesores. Como en la Comédie Française. Y también allí, se andaba de puntillas, se hablaba en voz baja, y, a pesar de la urgencia, se respetaba el protocolo». (10)
A pesar de esta incomodidad, su actitud fué en todo momento de exquisita profesionalidad y es recordada su participación en una excelente versión de la obra de Pirandello Six personnages en quete d’auteur, en 1952, en el Teatro Odéon, junto a varios personajes de obras de Molière en la sala Richelieu y en Le Carrosse de Saint-Sacrement, de Mérimée, en 1953, texto con el que volvería a encontrarse años más tarde. En ese periodo también colaboró en un proyecto cinematográfico: La Vie de Jésús, film de Maurice Guigaud.
Tras esta breve estancia en la Comédie Française, participa junto a Albert Camus, con el que había vuelto a reencontrarse en 1948, en los Festivales de Angers, alternando su participación en La Dévotion à la croix, de Calderón (espectáculo que dirige Marcel Herrand hasta la semana anterior al estreno, puesto que una enfermedad, que inmediatamente le ocasionaría la muerte, hizo que fuera el propio Camus quien tomase las riendas del mismo) y Les Esprits, de Pierre Carivrey.
Meses más tarde, ya en 1954, la encontramos totalmente integrada en el Théatre National Populaire.
El T.N.P.
Cuando Jean Vilar firmó el 21 de Agosto de 1951 (el mismo día en que se enterraron los restos de Louis Jouvet) la propuesta de dirigir el Théatre National Populaire, éste más que una institución, como la Comédie, el Odéon, o la Opéra, era sencillamente un fósil. Por el camino -y los inicios oficiales de su existencia se remontaban a 1920-, había ido perdiendo su razón de ser, su identidad y sus objetivos. Firmin Gémier, un hombre clave en la historia del teatro francés, le dio un fuerte impulso inicial, pero posteriormente todos sus directores se limitaron en la práctica a cumplir con el expediente con mayor o menor acierto pero sin saber adaptarlo a las nuevas sensibilidades, sin abrirlo a una sociedad en permanente mutación. Vilar, nacido en 1912, era un hombre de creciente reputación como actor, director de escena y articulista sobre asuntos teatrales. Pero la razón de otorgarle esa nueva responsabilidad obedecía principalmente a que su iniciativa más querida, la creación de una semana de teatro en la ciudad de Avignon, había sido un éxito incontestable y creciente desde 1947.
Avignon había supuesto una apuesta victoriosa por incorporar al hecho teatral a grandes capas de población, poniendo en escena textos de incontestable calidad dramática. Vilar acepta el cargo para poder poner en marcha un proyecto teatral en París, pero con similares criterios. Dicho de una manera gráfica, se trataba de meter la austera tarima del Coeur d’Honneur en el teatro del Palais de Chaillot, reivindicando, tanto al aire libre como en el espacio cerrado, la necesidad de hacer un teatro desprovisto de artificio, inspirado en el máximo respeto por el texto y basado fundamentalmente en el trabajo del actor. La nueva compañía pretendía ser un colectivo en donde todos y cada uno de los miembros, fuera cual fuera la función que desempeñara, participase absolutamente y de manera entusiasta de esta filosofía fundacional: incorporar a un público lo más numeroso y heterogéneo posible, haciéndole ver que el teatro es una necesidad y, en esa medida, la actividad del T.N.P., un servicio público. Para conseguirlo era necesario ir a buscarlo a las fábricas, a la periferia, a las provincias… Había que tomar contacto con las asociaciones populares, con los sindicatos. Había que llevar los espectáculos por todo el país. Había que crear una nueva organización, una nueva estética, una nueva sensibilidad, una nueva relación con el público, en un intento similar al que en Italia estaban capitaneando Paolo Grassi y Giorgio Strehler desde 1947.
María Casares abrazó la nueva propuesta con entusiasmo. Por encima de cualquier otro aspecto de interés, es preciso reconocer que fue allí, y durante seis años, donde logró acomodar, mejor que en ninguna otra parte, su carrera profesional y sus peculiaridades como ser humano.
No escatimó esfuerzo alguno en el planteamiento y preparación de sus personajes, sino que, por el contrario, fué un punto de referencia permanente de rigor, un ejemplo para sus compañeros, y, especialmente, para los actores más jóvenes que paulatinamente se irían incorporando al proyecto. Viajó por toda Francia, por todo el mundo, actuó en la sala de Chaillot y en el Cour d’Honeur, enarbolando la bandera de una idea en la que entonces creía a pié juntillas. Y no sólo eso: su vitalidad, aliada con su capacidad de análisis y su fortaleza intelectual, fueron muchas veces el soporte del propio Vilar a la hora de tomar importantes decisiones artísticas y organizativas. Así lo reconoció él en diferentes lugares y situaciones.
Como exponente de la admiración que éste sentía por su actriz más carismática, he entresacado de los cuadernos del director esta referencia al trabajo de la Casares durante los ensayos de La Ville, de Paul Claudel, espectáculo que se estrenó el 20 de Junio de 1955 en el Festival de Strasbourg. Dice así:
«Una vez más María se me adelanta en la búsqueda, sea de su personaje, sea del sentido general de tal escena, o del particular de tal detalle. En respuesta a algunas de sus preguntas me quedo callado. Más que su talento es ese gusto, esa pasión familiar y permanente por la búsqueda, lo que me sorprende en ella.»(11)
Junto a su creación de Lala en La Ville, de la que Joan de Sagarra escribió al día siguiente de su muerte el El Pais en términos extraordinariamente cariñosos y elogiosos («actriz poderosa, con una extraordinaria presencia en el escenario, una mujer con una gran fuerza y una voz maravillosa»), hay que recordar también sus otras participaciones: Lady Macbeth, en Macbeth, de Shakespeare (1954); Marie Tudor, en Marie Tudor, de Victor Hugo (1955); Léonide, en Le Triomphe de l’amour, de Marivaux (1955); Anna Petrovna Voïnitzev, en Ce fou de Platonov, de Chejov (1956); Phèdre, en Phèdre, de Racine 1957); Camila Périchole, en Le Carrose du Saint-Sacrament, de Mérimée (1958); Titania, en Le Sogne d’unne nuit d’été, de Shakespeare (1959).
Gérard Philipe fué durante muchos montajes su partenaire, independientemente de que durante toda la vida, hasta la muerte de éste en 1959, tuvieran una relación personal que cristalizó de diferentes formas. Junto a ellos, un nutrido equipo de grandes actores y actrices entre los que habría que destacar a Jean Deschamps, Jean Paul Moulinot, Jeanne Moreau, Georges Wilson (que desde 1963 sustituría a Vilar en la dirección del T.N.P.), Daniel Sorano, Monique Chaumette, Philippe Noiret, Catherine Sellers, Christiane Minazzoli, Alain Cuny, Yves Gasc y André Schlesser, con quien María Casares se casaría en Junio de 1978. Todos ellos, junto a Léon Gischia, extraordinario pintor que se encargó de buena parte de las escenografías y del diseño del vestuario de la compañía, y un excelente equipo de técnicos, músicos, y personal auxiliar, hicieron posible uno de los modelos de producción teatral más coherentes que han existido sobre la faz de la tierra.
Pero debió sentir algo parecido a lo que ya le ocurriera en Les Mathurins y, ese factor, añadido a la soledad y el vacío a la que le catapultó otra muerte terrible en su círculo más íntimo, debieron remover en sus entrañas, una vez más, las ansias de poner tierra por medio.
Y se marchó.
La muerte de Albert Camus y su estancia en Sudamérica.
María Casares escribe en Residente privilegiada las palabras más dulces, elogiosas y humanas que imaginar se puedan, de su amigo Camus. Su influencia fué decisiva, su cariño por él, también. De la impresión que le produjo en un primer momento, y de la que se instalaría en su corazón a lo largo de su relación, escribe:
Decir lo que era él en aquella época me parece tarea ardua si no se quiere inmovilizar en unos cuantos trazos lo que era movimiento constante, intensa tendencia hacia una estructura justa, entrevista y ya reconocida como imposible, y de la que sólo el incesante camino que a ella llevaba, fiel a la autenticidad, a una verdad muy pronto revelada en una infancia precaria, quedó fijado para siempre.
Más tarde, se me apareció como aquel que habría podido representar al Hombre en un Teatro Imaginario; aquel que llevaba en sí, a su manera, todo cuanto hace que al hombre se le pueda llamar hombre, todas sus contradicciones; y desgarrado por ellas, con la loca nostalgia de resolverlas, de vencerlas, se hubiera afanado en reunir y armonizar sus datos complejos, dispersos y contrarios, en núcleo indivisible». (12)
No debe extrañarnos que las referencias a la muerte de Camus, ocurrida el 4 de Enero de 1960, sean especialmente austeras. Si para ella este hombre significó la vida misma, debió ser muy duro enfrentarse a la muerte de quien encarnaba el personaje opuesto. El silencio, fruto del sufrimiento, y de un discreto pudor que la actriz demuestra siempre que se trata de contar los pasajes más espinosos de su propia vida, se convierten en el mejor homenje, el único posible homenaje.
De ese muerto -escamoteado- el último que me tocaba tan de cerca, no sé nada, y nunca he sabido nada. Quizá una foto sorprendida al vuelo en un periódico que no quería mirar. Una cara petrificada detrás del cristal de la ventanilla de un coche, con la boca abierta, los ojos desorbitados, sorprendidos. Pero ni siquiera sé si vi verdaderamente ese documento o lo soñé. Es el único de mis muertos, como dice la gente en su desesperada necesidad de posesión, que me estuvo prohibido ver. En cambio pude ver el hueco que su muerte excavaba. Durante días y días recibí a sus amigos y a los míos que eran también los suyos, y a desconocidos o apenas conocidos, que, aquí y allá, venían a ver si la verdadera vida continuaba en alguna parte.
Pero todavía es demasiado pronto, y quizá sea siempre demasiado pronto para mí, para hablar de todo esto. (13)
Al comienzo de los años sesenta acepta una invitación para desplazarse a Argentina y hacer teatro en su lengua materna. Allí tomará contacto con esa España en el exilio, con esos textos imposibles de hacer en su país de nacimiento. Margarita Xirgu, que por aquel entonces había cumplido los setenta y cinco años, va a dirigirla en 1963, en el Teatro San Martin de Buenos Aires, una versión de Yerma, de García Lorca. (Curioso paralelismo: la Xirgú había estrenado en 1949 una versión en castellano de El malentendido, de Camus) La experiencia no debió de ser demasiado satisfactoria. Años más tarde, María parece como disculpar a Margarita de la que dice que entonces le pareció «una mujer hecha para actuar y no para dirigir. Luego pensé que en ese momento de su vida debía haber cosas que le importaban más que el teatro» (14). En sus memorias pasa de puntillas por el recuerdo.
Por eso, tal vez lo más significativo de ese momento sea el encuentro con un joven director de escena con el que va a tener una relación continuada a partir de entonces: Jorge Lavelli. El argentino la dirigirá por primera vez en Divinas palabras, de Valle Inclán, en el Teatro Coliseo de Buenos Aires. A partir de entonces los encuentros profesionales con Lavelli serán permanentes, en diferentes circunstancias y lugares, y, más tarde en el Théatre National de La Colline. Las páginas del reciente libro de Alain Satgé sobre la actividad del director son un claro exponente de esa fecunda colaboración de tantos años. (15)
En 1967 la dirigirá en Medéa, de Séneca, un trabajo que se estrenará en Avignon y en el teatro Odeón de París. La interpretación de María es recordada como una de las más brillantes de su carrera. Como es sabido, Koltès, que vió el espectáculo unos años más tarde, confesará que quedó impresionado con ella y que supuso el estímulo que necesitaba para dedicarse por completo a la escritura teatral. Después serían Le Borgne est roi, de Fuentes (1970), Catalina de Rusia (1977); La Mante polaire, de Rezvani (1977); Le Conte d’hiver, de Shakespare (1980); Oedipus Rex, de Stravinski, en donde María hizo de narradora (1981); La Nuit de madame Lucien, de Copi (1985); Comédies barbares, de Valle Inclán (1991); Mein Kampf, de Armando Llamas (1992).
La gran intensidad de los últimos años.-
Si Jorge Lavelli es uno de los nombres importantes en la vida profesional de la actriz durante los últimos treinta años, también lo son Jean Genet, Roger Blin, Maurice Béjart, Patrice Cherau, Bernard Sobel, y, sin duda, algunos más. Lo que les une a todos ellos, además de su brillo personal o su capacidad de trabajo, es esa feroz coincidencia por huir de los caminos transitados. Y esa continuó siendo su actitud hasta el final de su carrera. Al revés de lo que una cierta lógica podría presentar como fenómeno normal, en María, conforme fueron avanzando los años, fué creciendo esa necesidad de autoexigencia y de renovación constantes.
Con Genet y Roger Blin vivió uno de los momentos profesionales más excitantes: la batalla de Les parevents (1966), en el Odéon. Ella sóla se enfrenta y hace callar a provocadores de extrema derecha que abarrotan la sala en una noche memorable del teatro y de la libertad de expresión. Con Genet le unía una enfermiza pasión por el teatro y esa naúsea que le fué produciendo cada vez más claramente el éxito, cuando éste es consecuencia de darle la razón al peor de los públicos. Después sería Béjart, con quien pisó nuevamente en 1968 su querido Cour d’Honneur y realizaría varias giras por todo el mundo representando A la recherche de Don Juan. Compartían ese infinito afán de perfección, ese amor a la belleza en sí misma. Tal vez algo parecido que con Patrice Cherau (Peer Gynt, en Villarbeune en 1981, nuevamente Les parevents, en 1982, y Quai West, de Koltès, en 1986). De Bernard Sobel le atrajo, sin duda, esa búsqueda indesmayable del rigor (Hécube, de Eurípides (1988), La Mère, de Gorki-Brecht (1991), Threepeny Lear, de Shakespeare (1993), Les Geants de la montagne, de Pirandello (1994).
La cronología de sus intervenciones escénicas es, a todas luces, abrumadora. Sin el propósito de ser exaustivo (propósito que sería imposible de cumplir puesto que está por hacerse una relación detallada de su trabajo profesional), me parece importante recordar también algunos títulos de este último periodo que prueban esa insobornable actitud artítica aludida: La Celestina, de Rojas; Mère Courage, de Brecht; Agamenon, de Esquilo; Faust, de Marlowe; Le Danse de mort, de Strindberg; L’Usage de la parole y Elle est lá, de Nathalie Sarraute; Ce Soir on improvise, de Pirandello; Elle, de Genet; Dostoievski va à la plage, de Marco Antonio de la Parra; Les Oeuvres complètes de Billy the Kid, de Michael Ondaatje, y un largo etcétera.
En términos generales, su participación cinematográfica fué inferior, limitándose a colaborar en proyectos que, por la razón que fuera, le interesaron de manera especial. En 1956 había intervenido en Le Théatre National Populaire, de Georges Franju. Posteriormente lo hizo en Le Testament d’Orphée, de Cocteau (1960); Flavia, la monaca musulmana, de Gianfranco Mingozzi (1974); L’Adieu nu, de Jean-Henri Meunier (1975); Blanche et Marie, de Jacques Renard (1984); De sable et de sang, de Jeanne Labrune (1987); La Lectrice, de Michel Deville (1988) y Monte abajo, de Julián Esteban Rivera (1989).
A modo de epílogo: el imposible regreso.
María Casares fue invitada en 1976 a participar en el estreno en Madrid de El adefesio, de Rafael Alberti, dirigida por José Luis Alonso, interpretando el personaje de Gorgo. La obra había sido ya presentada en Barcelona en sendos montajes de Ricard Salvat y Mario Gas, y, como es sabido, en 1944, Gorgo fué encarnado por Margarita Xirgu en Buenos Aires. José Monleón en su libro Tiempo y teatro de Rafael Alberti (16) realiza una detallada descripción del estreno, del ambiente que se respiraba en Madrid con anterioridad y reproduce las críticas aparecidas en los principales diarios de la capital una vez consumado. Igualmente, el libro contiene una entrevista que el autor realizó en París a la actriz y al poeta semanas antes del estreno. Estas páginas son ineludibles para quien quiera detenerse a analizar la estancia de María Casares en España.
En un apresurado resumen podríamos valorar la experiencia como de irregular y, en buena medida, frustrante para ella. Algo terminó para siempre entre la actriz y su país natal.
A pesar de que la mayor parte de los críticos no regatearon elogios sobre el espectáculo y, en particular, sobre su trabajo, todo el asunto estuvo rodeado desde el primer momento de un cierto aire enrarecido. No cabe la menor duda de que la vuelta de María y el estreno de Alberti, que seguía residiendo en Roma, representaban mucho para un país que estaba saliendo de una pesadilla. Esta situación, llena de emotividad, de euforia, de curiosidad, pero también de tensión y de contradicciones, no era la mejor para poder enjuiciar El adefesio desde unos parámetros estrictamente poéticos, dramatúrgicos o de puesta en escena.
Esta, a juicio por ejemplo de Enrique Llovet en El Pais, estuvo presidida por una cierta monumentalidad inapropiada al texto, por un cierto tufillo de solemnidad innecesaria y contraproducente. La interpretación de María deslumbró, pero el conjunto desentonaba, desafinaba. Daba la sensación, como dijo el crítico Gabriel y Galán en Fotogramas, que el director había dado a los instrumentos demasiada libertad y había una cierta sensación de que cada uno sonaba un poco por su cuenta y riesgo. El ritmo era cansino, perezoso, y la representación, a juicio de algunos espectadores que no la han olvidado, independientemente de valores innegables, pareció plomiza en muchos instantes.
Las primeras representaciones obtuvieron en Madrid llenos a rebosar. Después del primer impulso, el Teatro Reina Victoria empezó a ver claros en su patio de butacas. Algo parecido sucedió en el resto de España y, en mitad de la gira, María enfermó y debió suspenderse. Incluso vio insatisfecho el deseo de visitar Galicia.
Y es entonces cuando regresa a Francia, toma aliento, se encierra en la finca que adquirió en La Vergne, lugar en donde iba a morir, y recapitula su vida en Residente Privilegiada, unas memorias complejas, introspectivas, con saltos cronológicos a veces desconcertantes, con clamorosos silencios y voluntarias lagunas, pero de una belleza literaria y una profundidad incuestionables, en donde el teatro no ocupa el espacio preferente. Su intención era, según había dicho, escribir una segunda entrega en donde planeaba rememorar su vida profesional.
Sabemos que antes del estreno de El Adefesio María quería regresar a España, y que la propuesta de trabajo le vino como anillo al dedo. Es improbable que su propósito fuera quedarse entre nosotros, pero lo que sí parece innegable es que desde entonces no parece interesada en seguir pensando en el asunto.
Tras esta visita, María volvería a España con motivo de la gira de alguno de los espectáculos en los que intervenía: La Nuit de Madame Lucien, L’Usage de la parole… pero siempre utilizando ya la lengua francesa y, en cierta menera, de visita. En 1987 el Gobierno español le otorga la Medalla al Mérito en Bellas Artes y al año siguiente se le conceden dos galardones: La Medalla Castelao, de la Xunta de Galicia, y el premio «Segismundo» de la Asociación de Directores de Escena, que ella agradece en unas notas que lee en el acto el director cinematográfico Julián Esteban, ante la imposibilidad de trasladarse a Madrid para recogerlo personalmente.
Y este es el final de la historia. O, al menos de estos apuntes escritos apresuradamente tras la noticia de su muerte, ocurrida el 22 de Noviembre pasado, después de una enfermedad sobre la que su familia más directa no ha querido revelar prácticamente nada.
Todos los periódicos franceses han dado puntual información sobre su desaparición, recordando que en 1989 había recibido el premio «Molière» por su interpretación en Hécube, y que al año siguiente se le concedió el Premio Nacional del Teatro Francés. El gobierno, a través de Philippe Douste Blazy, Ministro de Cultura, lamentó en una nota oficial la muerte de la «artista completa, ejemplo de la fusión de las culturas francesa y española». Le Journal du Theatre (17), una publicación muy conocida en Paris, incluye en su último número un artículo bellísimo de Gilles Costaz titulado María Casarès, la passion faite flamme, en donde se elogia especialmente la coherencia en la trayectoria de la actriz, destacando que en una sóla ocasión, cuando decidió representar junto a Pierre Brasseur, Cher menteur, de Jérome Kilty, pisó los circuitos comerciales. Le acompaña otro escrito, encendido, emotivo, muy cercano a la persona, firmado por Jorge Lavelli. Otras publicaciones incluirán en breve nuevos trabajos.
En España toda la prensa dio noticia de su muerte. A los pocos días murió también Marcello Mastroianni y una muerte hizo olvidar muy pronto la anterior. Para el público más joven de este país María Casares era y es una perfecta desconocida, como lo son Rivas Cherif, Margarita Xirgu y casi todas las personas reseñadas al principio. Para la inmensa mayoría de la población tan sólo su nombre, o tal vez el nebuloso dato de ser hija de Casares Quiroga, eran levemente conocidos.
Esta ignorancia, en parte, tiene explicación: se marchó a los catorce años y desarrolló íntegramente su vida en Francia.
En parte es, también, consecuencia de esa indiferencia endémica, tantas veces transformada en desprecio, que ha tenido y tiene España hacia sus mejores hijos.
Notas:
(1). René Jeanne. María Casares vista por Dussane. Teatro. Nº 10. Enero, Febrero, Marzo 1954. Pags.46 y 47.
(2) Beatrix Dussane. María Casares. Col. «Masques et Visages». Calmann-Lévy, editor. Paris 1953.
(3) María Casarès. Résidente Privilégiée. Librairie Arthème Fayard. Paris1980. Traducción española: Residente privilegiada. María Casares. Editorial Argos Vergara. Barcelona 1981. Todas las notas de este artículo se refieren a la traducción castellana.
(4) Residente Privilegiada. Pags. 119 y 120.
(5) Las dos primeras referencias críticas está extraidas de Albert Camus. Herbert R. Lottman. Taurus Ediciones. Madrid 1987. Pags. 392 y 424. La tercera está extraido del escrito de Dussane antes mencionado.
(6) Residente privilegiada. Pag. 232.
(7) Ob. cit. Pag. 133.
(8) Ob. cit. Pag. 251.
(9) Ob. cit. Pag. 385.
(10) Ob. cit. Pag. 112.
(11) Jean Vilar par lui-méme. Avignon. Maison Jean Vilar 1991. Pag.174.
(12) Residente privilegiada. Pags. 231 y 232.
(13) Ob. cit. Pags. 391 y 392
(14) José Monleón. Tiempo y teatro de Rafael Alberti. Primer Acto/Fundación Rafael Alberti. Madrid 1990. Pag. 442.
(15) Alain Sitgé. Jorge Lavelli. Des annés soixante aux années Colline. Un parcours en liberté. Presses Universitaires de France.París 1996. Este libro contiene, además, dos cartas de María Casares al director argentino. Pags. 145-151.
(16) Ob. cit. Véase el Capítulo V. «El regreso» Pag. 327 y siguientes, y Visperas de «El Adefesio». Paris: con Rafael y María. Pag.413 y siguientes.
(17) Le journal du théatre. Nº 4. Paris. Décembre 1996. Pags. 4 y