Archive for the ‘Adaptaciones y textos teatrales’ category

Escenas de Molière

julio 2, 2011

PROLOGO

(Texto de Paco Ortega)

 

Guillerme Oliveira es Molière

(Una sombra en el escenario. Un hombre de espaldas que de pronto se vuelve hacia el público, y dice:)

Hombre.-

Nací en Francia…. Bueno, la verdad es que preferiría no aburrirles con mis datos personales. ¿Qué importa haber nacido en un país o en otro? Yo siempre quise ser un espíritu libre, siempre quise…. La verdad es que no sé a qué viene esto. ¿Porqué estoy aquí? ¿Quiénes son ustedes?

Me temo que ya voy entendiendo algo… He leído en algún sitio que los alumnos de Segundo Curso de la Escuelade Teatro de Zaragoza van a hacer una muestra de trabajos escénicos sobre obras de Molière… (Comprendiendo la situación). Ya, ya, ya sé lo que hago aquí.

Ustedes perdonen, pero yo soy Molière. Sí, Jean Babtiste Poquelin, hijo de Jean Poquelin, Tapicero Real, y María Cressé, un muerto llamado Molière, un muerto a quien los curas de su época le negaron un trocito de terreno para descansar definitivamente, a quien los médicos de su tiempo no supieron curarle una simple enfermedad, a quien los malditos devotos con los que tuvo que relacionarse consiguieron amargarle la existencia porque dijo de ellos lo que había que decir: que eran unos déspotas, unos mentirosos, unos ladrones, unos sinvergüenzas, unos tartufos, unos….

Perdón, perdón… es que hay cosas que no las cura el paso del tiempo. Por cierto, hoy estamos a en Junio de 2011. Es decir, llevo trescientos veintiocho años y cuatro meses muerto y mal enterrado. (Extrañado). Trescientos veintiocho años ya… ¡y la gente no me olvida!. ¿Porqué será? ¿Por mi mal genio? (Se ríe). No, tal vez por mi propia biografía. Se han dicho tantas cosas de mí: que si soy el propio paradigma del teatro, que si fui un demonio y me casé con mi propia hija, que si fui un pésimo actor para la tragedia y menos malo para la comedia… Que si soy un plagiario de mí mismo…

(Concesivo). Bueno, esto último… ¿Qué podría hacer si el Rey me pedía de vez en cuando que escribiera y tuviera preparada una nueva obra para… ¡mañana!? Bueno, tal vez exagero un poco. Para dentro de cinco días. Pues hacía lo que podía: cogía este personaje de aquí, esta trama de allí y los juntaba de manera diferente a como lo había hecho en la obra anterior… No tuve otro remedio, porque yo no tuve la suerte de otros que escribían sin prisas, desde la tranquilidad y el calorcito de sus casas… Ah, si hubiera tenido esa calma hubiera imaginado más obras de la talla de mi Misántropo, mi Don Juan, de mi… Yo, y mi compañía, supimos lo que eran los caminos de Francia, los pueblos en los que cambiábamos nuestras actuaciones por un poco de jamón y unas migas de pan, como ya venían haciendo los cómicos italianos…

Cuando el rey Luís nos acogió en Palacio ya todo fue diferente. Pero entonces aparecieron los devotos a los que me estaba refiriendo, y los nobles, y los cortesanos aquellos a los que les olían igual de mal las ropas y las ideas, porque nunca se cambiaban ni de unas ni de otras. Tuve la suerte de que el rey Luís también los odiaba un poquito y por eso me pude ir de la lengua, mejor dicho, de la pluma y sacarlos de quicio. ¡Lo que me pude reír jodiendo a aquella patulea de cabrones!… ¡Qué tiempos aquellos!

(Confidencial). Antes les decía a ustedes que me extrañaba bastante que trescientos veintiocho años después todavía se me recordara en mi país, pero también aquí en España, y en toda Europa… Por mi personalidad no, será tal vez por mi obra… Pero tampoco puede ser, pensándolo bien. Porque escribí inspirándome en situaciones de ese momento, y los personajes que yo pintaba en mis retratos seguro que ya no existen en el mundo de ustedes, que será, sin duda, mucho mejor que el mío…

Seguro que ya no existen los que se aprovechan de los demás utilizando sus cargos públicos… Seguro que ya no hay sacerdotes que amparándose enla Bibliay en los principios de la moral que dicen defender, se enriquecen, hacen negocios y utilizan a las personas más frágiles… Seguro que ya no hay hipócritas, ni hombres y mujeres que se jactan de saber más que los demás por haber leído más libros que ellos… Seguro que ya no existe esa enorme vulgaridad en los espectáculos públicos, en las diversiones populares… Seguro que sus gobernantes solo quieren el bien de la población y no se dejan sobornar por corruptos organizados… Todo eso debe estar completamente superado, ¿verdad?

Y si nada de eso ya ocurre, ¿qué sentido tiene que hoy, en este teatro, un grupo de chicos y chicas de alumnos y alumnas de segundo curso se reúnan, me convoquen y representen ante ustedes algunas escenas de mis obras…?

(Aparecen algunas actrices preparando la primera escena que van a representar) Ya veo que empiezan. Mientras esto ocurre, voy a darme una vuelta por la ciudad a ver si logro encontrar alguna respuesta para mi pregunta….


ESCENA 1.

(Extraida de

La Crítica de la Escuela de las mujeres,

de Molière)

(Personajes: Climena, Urania y Elisa).

 

(Entrando)

Macarena Buera es Elisa

CLIMENA.-

Por favor, querida, necesito sentarme con urgencia…

URANIA . –

¿Qué os ocurre? ¿Os encontráis mal de la salud?

CLIMENA.-

Ya no puedo más.

URANIA. –

¿Qué tenéis?

CLIMENA.-

Me falla el corazón.

URANIA . –

¿Se trata de vuestras habituales palpitaciones?

CLIMENA.-

No.

URANIA. –

¿Queréis que os desabroche el vestido…?

CLIMENA.-

¡No, por Dios! ¡Qué cosas decís?

URANIA.-

¿Cuál es vuestra dolencia y desde cuándo la padecéis?

CLIMENA. –

Desde hace más de tres horas… La he adquirido en el Palais Royal viendo una obra de teatro.

URANIA.-

¿Y cómo?

CLIMENA.-

Acabo de ver, para castigo mío, esa mala rapsodia de Las mujeres sabias. Estoy todavía con el desfallecimiento y la justa indignación que ha provocado en mi corazón. ¡No me repondré hasta dentro de quince días!

Ana Isabel Escartín es Climena

ELISA.-

No me extraña. Las enfermedades llegan cuando menos se lo piensa una…

URANIA. –

No sé de qué temperamento seremos mi prima y yo, pero estuvimos viendo esa misma obra ayer y volvimos sanas y contentísimas.

CLIMENA.-

¡Cómo! ¿La habéis visto?

ELISA. –

(Avergonzada). Sí…

URANIA . –

Y escuchado de punta a rabo.

CLIMENA.-

¿Y no os dieron convulsiones?

ELISA.-

Convulsiones, lo que se dice convulsiones…

URANIA.-

No soy tan delicada, a Dios gracias. Además pienso que esa comedia de Molière es más capaz de curar a la gente que de hacerla enfermar.

CLIMENA . –

¿Pero qué estáis diciendo? ¿Puede expresarse de esa manera un autor teatral con un mínimo sentido común? ¿Se puede insultar impunemente a la razón? ¿Existe de verdad alguien en el mundo al que puedan distraerle las necedades que contiene esa mala comedia? Por mi parte os confieso que no he encontrado la más mínima satisfacción en ella. Me parece una caricatura innoble de personajes respetables y de actitudes intelectuales ejemplares. Actitudes que yo comparto plenamente, no haría falta decirlo…

ELISA.-

¡Cielos! ¡Qué capacidad de persuasión tenéis! ¡Con qué elegancia expresáis los conceptos…! Estúpida de mí, creí que la obra era buenísima y por esa razón estuve riéndome a carcajadas durante la hora y media que duró sobre el escenario. Pero me habéis convencido de golpe. No tiene ninguna gracia.

URANIA.-

Lamento contradeciros a las dos. Esa comedia me parece una de las más divertidas que ha escrito su autor.

CLIMENA.-

¡Me da grima que habléis así! No puedo soportar esa oscuridad de discernimiento. ¿Se puede, siendo virtuosa, encontrar diversión en una obra que tiene constantemente el pudor sobresaltado, que pisotea gravemente la imaginación y que ridiculiza a las mujeres de una forrna cruel e injusta?

Ana Isabel Escartín (Climena), Macarena Buera (Elisa) y Raquel Poblador (Urania)

ELISA.-

¡Qué bien habláis! En estas cuestiones sois una terrible antagonista, señora. Se nota vuestra formación clásica. Compadezco al pobre Molière por teneros de enemiga.

CLIMENA . –

Gracias, querida. (Con aires de maestra.) Lo que tenéis que hacer es corregir urgentemente vuestra primera y equivocada opinión. Y, sobre todo, no vayáis diciendo por ahí que os ha gustado tal mamarrachada.

ELISA.-

Es cierto. Reconozco mi precipitación al reíme y pasármelo estupendamente.

URANIA. –

¿Y se puede saber qué encontráis en ella que ofenda tanto al pudor.

CLIMENA.-

(Después de dudar.) ¡Ejem…! ¡Todo!. Y afirmo terminantemente que una mujer honrada no puede verla sin sonrojo, de tantas obscenidades y porquerías que he descubierto en ella.

URANIA. –

Tal vez tenéis para detectar porquerías un talento especial, porque lo que es yo no he visto ninguna.

CLIMENA. –

Es que no habéis querido verlas, seguramente. Por mi parte sí he querido…

URANIA. –

Os ruego que me pongáis un ejemplo, que señaléis con el dedo una de esas porquerías…

CLIMENA.-

¿Lo creéis necesario?

URANIA . –

Decidme al menos un pasaje que os haya ofendido mucho.

CLIMENA . –

¿No es suficiente el momento en que las mujeres escuchan atentamente ese bello poema?

URANIA . –

¿Y qué encontráis de sucio en eso? El poema es malísimo…

CLIMENA . –

¡Ohhh!

ELISA.-

¡Ohhh!

URANIA. –

Por favor.

CLIMENA . –

¡Puaf!

ELISA.-

¡Puaf!

URANIA. –

¿Y qué más?

CLIMENA . –

No tengo nada que deciros.

URANIA. –

Yo no veo nada malo. Al contrario.

CLIMENA . –

(Enojada) Peor para vos.

URANIA . –

Mejor, a mi juicio. Yo veo las cosas por el lado que me las muestran, y no les doy la vuelta para buscar en ellas lo que no está…

CLIMENA . –

(Fuera de sí.) ¡La honestidad de una mujer…!

URANIA . –

(Cortándole secamente.) La honestidad de la mujer no está en las estupideces y los remilgos. Como la honestidad de un hombre no estriba en ser más fuerte que su vecino. ¡Dejémonos ya de bobadas que estamos en el siglo XVII!

CLIMENA.-

No vais a convencerme. Hay que ser ciego ante esa obra y fingir que no se ven allí la malicia del autor y sus pérfidas intenciones.

URANIA . –

No hay que querer ver lo que allí no está. Y si queréis que sea sincera del todo os diré que sois vos quien creáis la porquería y no Molière .

ELISA.-

¿Cómo podéis hablar así, prima? Creo que estáis traspasando peligrosamente la barrera del pudor y del buen gusto. Ser mujer lleva implícita la obligación de ser extremadamente prudente.

CLIMENA.-

¡Esa obra es intelectualmente obscena!

ELISA.-

(Volviéndose sorprendida hacia Climena.) ¿Qué palabra habéis dicho, señora?

CLIMENA.-

Obscena… Obscenidad…

ELISA.-

¡Ah, Dios mío! ¡O-b-s-c-e-n-i-d-a-d! No sé lo que quiere decir pero la encuentro maravillosa. ¡O-b-s-c-e-n-i-d-a-d! (Queda como hipnotizada murmurando la palabra.) ¡O-b-s-c-e-n-i-d-a-d!

CLIMENA . –

En fin. Veo que alguien sensato de vuestra misma sangre se pone de mi parte.

URANIA . –

Por favor, señora. Elisa desde que frecuenta ciertas iglesias y ciertas lecturas parece como si se le hubiera reblandecido el cerebro. No os fiéis mucho de ella, creedme.

ELISA.-

¡Qué mala sois queriéndome presentar como una loca ante esta señora! Espero que no la creáis. Estoy totalmente de acuerdo con vos y con vuestras opiniones que siempre están expresadas con palabras maravillosas. Por ejemplo, o-b-s-c-e-n-i-d-a-d…

CLIMENA. –

Hablo sin la menor afectación…

ELISA.-

Ya se ve, señora. Todo es espontáneo en vos. Vuestras palabras, el tono de vuestra voz, vuestras miradas, vuestros pasos, vuestros ademanes y vuestros atavíos tienen un no se qué de distinción que embelesa a la gente. (Se van juntas ensimismadas en su conversación).

Raquel Poblador es Urania

URANIA.-

(Dirigiéndose al público) Pues yo, sin embargo, creo que la personalidad debe estar basada en algo más que en ademanes huecos. (Refiriéndose a Elisa.) ¡Pobre, prima mía! Es ya una víctima de Climena y de todas las Climenas que hay en esta corte del Rey Luis. Y claro, lo que ocurre es que ese autor llamado Molière las ha retratado de manera admirable en esa obra llamada Las mujeres sabias que hace unos días se estrenó en el Palais Royal. Y no sólo a ellas: también a los hombres pedantes, a los que se creen más importantes que los otros por decir algunas frasecitas en latín o en griego, y a los calzonazos que permiten que ocurran estas cosas en el interior de sus casas. Pobres idiotas… Pero para que ustedes comprendan la magnitud del problema, vamos a ver unas escenas de esa obra tan diabólica y que tanto ha molestado a las que acaban de marcharse.

(Oscuro).


ESCENA 2.

(ARMANDA  y ENRIQUETA)

La escena, en París, en casa de Crisalio.

 

Valentina Acevedo es Enriqueta

ARMANDA.-

¡Cómo! ¡La condición de soltera es la mejor! ¿Acaso lo dudas?

ENRIQUETA.-

Pues sí…

ARMANDA.-

Me das pena, hermana…

ENRIQUETA.-

¿Porqué te molesta tanto el matrimonio?

ARMANDA.-

¡Dios mío, qué asco! ¡Casarse! ¿No te das cuenta de lo repugnante que es ese estado? ¿Acaso no te estremeces? ¿Has medido bien las terribles consecuencias de esa decisión?

ENRIQUETA.-

Las únicas consecuencias que presiento son… un marido, una casa, tal vez unos hijos… No creo que eso pueda ofenderle a nadie ni tenga porqué causar ningún tipo de estremecimiento, la verdad.

ARMANDA.-

¿Y te agrada ese panorama?

ENRIQUETA.-

No puede hacer nada mejor una mujer enamorada que casarse con el hombre que corresponde a ese amor.

ARMANDA-

¡Dios mío, de qué baja condición es tu espíritu! ¿Dónde vas a caer cuando te reduzcas a ser la simple compañera de un hombre y madre de unos niños? Deja eso para las personas vulgares y piensa en otro tipo de placeres más nobles, más espirituales y elevados. Ahí tienes el ejemplo de nuestra propia madre que ha dejado de estar sujeta como una esclava a las leyes de su marido para dedicarse por completo a la filosofía, a las ciencias y a la poesía. Es decir, a todo aquello que eleva a los seres humanos por encima de los irracionales y de las bestias.

Macarena Buera es Armanda

ENRIQUETA.-

Entrégate en cuerpo y alma a las obras espirituales y luminosas que yo me quedo con las obras de la materia y de la realidad. ¡Qué le vamos a hacer!

ARMANDA.-

Cuando pretendemos inspirarnos en una persona, debemos parecernos por los dos lados, y tomarla por modelo no es, hermana, toser y escupir como ella.

ENRIQUETA.-

Tú y yo no hubiéramos nacido si mi madre se hubiera dedicado exclusivamente a la poesía y a las ciencias…

ARMANDA.-

Sigues obstinada en esa bajeza espiritual de querer conseguir un marido a toda costa… Allá tú. Dime por lo menos a quien piensas escoger… Supongo que no será… Clitandro…

ENRIQUETA.-

¿Y por qué no? ¿Acaso carece de méritos? ¿Es una indigna elección?

ARMANDA.-

Es poco honesto por tu parte querer quitarle a otra persona su conquista. Todo el mundo sabe que Clitandro suspira todavía por mí.

ENRlQUETA.-

Sí, pero esos suspiros te han parecido siempre superfluos, indignos de tu condición de persona que ha renunciado a casarse porque la filosofía ha acaparado todos sus amores. Me he limitado a tomar lo que despreciaste, Armanda.

ARMANDA.-

¿No temes ser demasiado ingenua creyendo en la sinceridad de un amante despechado? ¿Estás segura de su amor? ¿No queda en su corazón ningún interés por mí?

ENRIQUETA.-

El me lo dice, hermana, y yo, por mi parte, le creo.

ARMANDA.-

Se engaña a sí mismo…

ENRIQUETA.-

Tal vez… Pero no es mala idea preguntárselo directamente y a plena luz, puesto que aquí llega…

(Entra Clitandro)


ESCENA 3

 

(Enriqueta, Armanda y Crisalio)

 

ENRIQUETA.-

Armanda ha sembrado una duda en mí… Decide definitivamente entre ella o yo, Clitandro.

ARMANDA.-

(Apresuradamente) Le colocas en una difícil posición, hermana. Estas confesiones a cara descubierta son siempre muy violentas…

CLITANDRO.-

Nunca he sabido fingir, Armanda, y no representa ninguna violencia confesar públicamente que estoy enamorado de Enriqueta. Espero que esta declaración no te cause trastorno alguno pues quisiste que las cosas fueran como son. Tus encantos me atrajeron hace unos meses pero nunca conseguí interesarte lo más mínimo. No te guardo ningún rencor por ello y…

ARMANDA.-

¡Tiene gracia que puedas creer que esa inclinación por mi hermana pueda trastornarme… pero es muy impertinente que lo digas sin ningún recato!. ¡Es el colmo!

ENRlQUETA.-

No te enfades, hermana mía. ¿Dónde están la moral y la filosofía que rigen la parte animal de las personas y calman los arrebatos de la ira?

ARMANDA.-

No hables de cosas que desprecias… Si creyeras verdaderamente en la moral, lo que deberías hacer es pedir el oportuno permiso a nuestros padres, no sólo para casarte, sino también para corresponder las miradas de éste o de cualquier pretendiente. Esa es la obligación y la costumbre, y tú lo sabes perfectamente.

ENRIQUETA.-

Te agradezco que, una vez más, me recuerdes mis obligaciones… Desde hace muchos años no has dejado de hacerlo ni un sólo día.  (A Clitandro.) Delante de mi hermana te pido, Clitandro, que hables cuanto antes con mis padres, les pongas al corriente de nuestra relación y nuestras intenciones, y les pidas mi mano para poder casarnos.

CLITANDRO.-

Así lo haré. (Dirigiéndose a Armanda) En cuanto a tí…

ARMANDA.-

Mi único deseo es que seáis muy felices.

(Sale Armanda de la habitación)

 

 

ESCENA 4.

(Enriqueta y Clitandro)

 

Manuel López es Clitandro

 

         ENRIQUETA.-

Tu confesión le ha sorprendido…

CLITANDRO.-

Se merecía mi franqueza. No ha cesado de darme desplantes desde el día en que la conocí. En cuanto a nosotros… voy inmediatamente a hablar con tu padre.

ENRIQUETA.-

Mi padre es de una forma de ser que le hace consentir todo y poner muy poca energía en las decisiones que toma. Lo más práctico es convencer antes a mi madre que es quien realmente gobierna la casa y dicta las leyes que se le ocurren. Debes ganarte su voluntad y la de mi tía Belisa, aunque sea a costa de darles la razón en algunas opiniones.

CLITANDRO.-

Ese tipo de personas no es que me guste mucho precisamente. Me refiero a los hombres y a las mujeres que hacen de la sabiduría un motivo de diferencia con los demás. Tu tía Belisa se ha vuelto loca de un tiempo a esta parte intentando hacer creer a todo el mundo, y, lo que es peor, creyéndose ella misma, que tiene a todos los hombres de París perdidamente enamorados… Y en cuanto a tu madre… la respeto, pero no puedo de ningún modo estar de acuerdo con sus absurdos razonamientos, con sus estúpidas quimeras. Ese amigo suyo, el señor Trissotin, me entristece y me aburre, y me saca de quicio ver como tu madre estima, venera y protege a un necio semejante, cuyas obras literarias silban en todas partes, que vive de plagiar a los demás y que se ha ganado una merecida fama de engañabobos y de parásito.

ENRIQUETA.-

A mí también me fastidian sus escritos. Pero debemos tragarnos los sapos, Clitandro. Para conseguir nuestros objetivos deberías de agradar hasta al perro de la casa si fuera necesario.

Valentina Acevedo es Enriqueta

CLITANDRO.-

Es verdad, amor mío. Pero es muy difícil simular que admiro unas obras que me parecen farragosas y que me agrada un hombre que me produce un profundo asco. Nunca te había contado esto: antes de conocerle me habían leido alguna de sus poesías que me parecieron detestables. Pues bien, a través de sus versos, llegué a imaginar los rasgos de su cara, su forma de andar, sus ademanes, etc. Un día me crucé por la calle con un hombre y enseguida intuí que era él. No me equivoqué.

ENRIQUETA.-

(Divertida) ¡No me mientas!

CLITANDRO.-

(Después de besarla.) Te lo cuento tal y como sucedió… (Rien. Aparece Belisa) Acaba de llegar tu tía. Voy a contarle nuestro secreto para que nos apoye ante el hueso más duro…

(Entra Belisa)

 

ESCENA 5

 

(Belisa y Clitandro)

Alina Nastase es Belisa

BELISA.-

La Astronomía,la Gramáticayla Poesíason Artes Nobles que tienen como máximo objetivo mejorar la condición de la existencia humana sobre la tierra. La primera le sirve al hombre para situarse en el conjunto de los planetas. La segunda y la tercera, para ensanchar el campo de su espíritu, proporcionándole la capacidad de hablar de manera correcta y…

CLITANDRO.-

(Que empieza a impacientarse.) Ejem… Permitidme que…

BELISA.-

Querido jovencito. Es de una educación pésima interrumpir los soliloquios de alguien que en su propia casa intenta encontrar sentidos profundos a los procelosos enigmas de la existencia humana…

CLITANDRO.-

Nada más lejos de mi interés, señora. Yo solamente…

BELISA.-

No hay excusas posibles. Hallábame yo interrogándome sobre…

CLITANDRO.-

Yo sólo quería…

BELISA.-

Insistís, pues, en inquietar la paz espiritual de esta morada presentándoos de golpe y distrayéndome de mis verdaderos intereses… No os entiendo.

CLITANDRO.-

(Tratando de ser simpático.) Por el contrario… Estoy seguro de que vais a comprenderme enseguida. Quiero hablaros del amor que siento por…

BELISA.-

¡Despacio, jovencito, despacio! Guardaos de abrirme vuestra alma de par en par… Si he accedido a poneros en la categoría de mis cortejadores, admiradores y pretendientes, contentaos con vuestros ojos como únicos intérpretes, y no me expliquéis por medio de otro lenguaje unos deseos que, en mi casa, significan un ultraje… Amadme, suspirad, consumíos por mis hechizos, mas preferiría no saberlo. Contentaos con mirarme con cariño pero no me digáis nada con palabras.

CLITANDRO.-

De quien estoy enamorado es de Enriqueta, no os alarméis, y lo que os pido justamente es que intercedáis por nosotros…

BELlSA.-

¡Ah! Realmente, la trampa es original, lo confieso; eso de que estáis enamorado de mi sobrina es un inteligente pretexto para llegar hasta mí… ¡No había leído una argucia tan ingeniosa en ninguna novela! Estoy verdaderamente sorprendida y halagada, debo reconocerlo.

Alina Nastase es Belisa, y Manuel López es Clitandro.

CLITANDRO.-

Señora, no es ninguna ocurrencia. Es la pura confesión de una verdad. Quiero casarme con Enriqueta y lo que os pido humildemente, tanto en mi nombre como en el suyo, es que nos ayudéis a conseguirlo.

BELlSA.-

Venga, venga, jovencito… No insistáis más…

CLlTANDRO.-

¡Ah señora! ¿Porqué os empeñáis en pensar lo que no es?

BELlSA.-

¡Dios mío! Dejaos de tonterías. Cesad de defenderos de lo que vuestras miradas me han dado a entender tantas veces… Habéis conseguido satisfacerme con ese derroche de astucia que exhibís ante mis ojos, pero estáis llevando este asunto demasiado lejos. No puedo consentir que bajo el techo de esta casa se expresen pasiones y sentimientos de esa manera tan audaz, por muy sinceros que sean.

CLITANDRO.-

Pero…

BELISA.-

Adiós. Por ahora, esto debe bastaros. He dicho más de lo que quería decir. Silencio.

CLITANDRO.-

Estáis en un error…

BELISA.-

Dejad. Voy a ponerme colorada. Ji, ji, ji.

CLlTANDRO.-

Que me ahorquen si os amo…

BELISA.-

No, no; no quiero oír nada más. Ji, ji, ji.

(Se marcha Belisa)

CLITANDRO.-

¡Al diablo esta loca con sus visiones! ¡Es terca como una mula! Por este camino poco vamos a conseguir… Hablaré con su hermana Angélica que es, sin duda, una persona cabal.

(Sale)

(El personaje de Urania ha estado viendo la escena. Cuando se marcha Clitandro, se dirige al público:)

Raquel Poblador es Urania

URANIA.-

Eso no lo veremos esta noche.  Lo que veremos a continuación es una escena del Acto II de Las Mujeres Sabias. Esa escena nos servirá de termómetro para ver el grado de locura al que se ha llegado en esa casa. ¡Ah, y nos servirá también para conocer a Trissotin, un esperpento de la corte, que vive de la necedad de los otros.

ESCENA 6.

 

(Entran MARTINA y CRISALIO)

Rita Lorenzo es Martina

MARTINA.-

¡Qué mala pata tengo! ¡Ay, madre mía! ¡A perro flaco todo son pulgas! ¡Qué mala pata, qué mala pata…!

CRISALIO.-

¿Qué es eso? ¿Qué te pasa, Martina?

MARTINA.-

¿Que qué me pasa?

CRISALIO.-

Sí.

MARTINA.-

¡Me pasa…  que me despiden hoy, señor!.

CRISALlO.-

¿Que te despiden?

MARTlNA.-

Sí; me echa el ama.

CRISALIO.-

No lo entiendo. ¿Cómo es posible?

MARTINA.-

¡Me amenaza  con darme cien palos si no me largo ahora mismo!.

CRISALIO.-

No, tú te quedas con nosotros. Estoy muy contento contigo y te vas a quedar. A mi mujer se le sube a veces la sangre a la cabeza, y yo no quiero…

Roberto Millán es Crisalio

(Entran FILAMINTA y TRISSOTIN)

FILAMINTA.-

(Viendo a Martina). ¡Otra vez tú, bribona! ¡Largo de aquí inmediatamente, pueblerina! Márchate de esta casa y no vuelvas a ponerte delante de mi vista!

CRISALIO.-

Poco a poco…

FILAMINTA.-

¡No; se acabó!.

CRISALIO.-

¿Eh?

FILAMINTA.-

¡Quiero que se marche!.

CRISALIO.-

¿Se puede saber lo que ha hecho?

FILAMINTA.-

¿La defiendes?

CRISALIO.-

No, no. Yo sólo…

FILAMINTA.-

¿Tomas partido contra mí?

CRISALIO.-

¡No, Dios mío! No hago más que preguntar su culpa.

FILAMlNTA.-

¿Me crees capaz de echarla sin un motivo justificado?

CRISALIO.-

Naturalmente que no, pero es que a veces…

FILAMlNTA.-

¡Nada; se irá de aquí!. ¡Lo repito por última vez!

CRISALIO.-

Vale, vale… No seré yo quien te lleve la contraria…

FlLAMINTA.-

No quiero obstáculo alguno a mis deseos.

CRISALIO.-

De acuerdo.

FILAMlNTA.-

Y tú, si fueras un marido como es debido, deberías estar de mi parte y enfadarte también.

Minerva Viguera es Filaminta

CRlSALlO.-

(Volviéndose hacia Martina. Con una voz que intenta ser más firme.) ¡Y eso hago! Sí; mi mujer te echa con razón, pícara, y tu crimen no merece perdón.

MARTINA.-

¿Y qué he hecho, si puede saberse?

CRISALIO.-

(Reflexionando.) Eso digo yo… ¿Qué ha hecho?.

FILAMINTA.-

¡Es el colmo!

CRISALIO.-

¿Ha roto, para provocar tu ira, algún espejo o alguna porcelana?

Crhistian Andrade es Trissotin

FILAMINTA.-

¿Iba a ponerla de patitas en la calle por tan poca cosa? ¿Me enfado por ese tipo de estupideces?

CRISALIO.-

(A Martina.) ¿Pero cómo es posible, bribona? (A Filaminta.) ¿Así que es tan grave este asunto?

FILAMINTA.-

Sin duda. ¿Te parezco una insensata?

CRlSALlO.-

¿Es que ha dejado, por descuido, que roben una jarra o una bandeja de plata ?

FILAMlNTA.-

¡Eso no sería nada…!

CRISALIO.-

(A Martina.) ¡Oh!, ¡Demonios! (A Filaminta.) ¿La has sorprendido en plena infidelidad?

FILAMINTA.-

¡Algo peor!

CRISALIO.-

¿Peor que eso?

FILAMINTA.-

¡Peor!

CRISALIO.-

(A Martina.) ¡Es increíble! ¡En mi propia casa! ¿Cómo es posible que…?

Roberto Millán (Crisalio), Minerva Viguera (Filaminta) y Crhistian Andrade (Trissotin)

FILAMINTA.-

(Con gran solemnidad.) ¡¡¡Después de treinta lecciones de Gramática ha ofendido mis oídos empleando una palabra inadecuada y salvaje…!!!. Una palabra que el ilustre gramático Jerónimo Onofre condena en términos tajantes y prohíbe su uso entre personas cultivadas.

CRISALIO.-

(Tímidamente). ¿Y… esa es la razón…?

FILAMlNTA.-

(Indignada). ¿Te parece poco delito estar siempre agraviandola Gramática, que es la piedra angular de todas las ciencias, que rige hasta a los monarcas con sus leyes y reglas?

CRISALIO-

¡La creí culpable del mayor de los crímenes!

FILAMlNTA.-

(Fuera de sí) ¿Y no encuentras imperdonable ese crimen?

CRlSALIO.-

(Después de valorar las consecuencias de una contestación errónea). Sí, claro…

FILAMINTA.-

¡Sólo faltaría que la disculparas!

CRISALIO.-

(Tajante). No, no, en absoluto.

FILAMINTA.-

Es verdaderamente lamentable. De un modo sistemático deshace toda construcción y eso que le hemos enseñado cien veces las leyes del lenguaje. ¡Como si nada!

MARTINA.-

Todo lo que predican ustedes me parece muy bien. Pero yo no puedo hablar en esa jerga. ¡Qué le vamos a hacer!.

FILAMINTA.-

¡Descarada! ¡Llamar jerga al lenguaje basado en la razón y en el uso correcto de las palabras!

MARTINA.-

Cuando a una se le entiende lo que dice ya está bien dicho, entonces. Y lo demás, sobra.

TRISSOTIN.-

¡Rebelde! ¡Es intolerable que esta mujer haga oidos sordos a nuestras lecciones y se empeñe en hablar mal!

MARTINA.-

¡Caballero, no me empeño en nada! ¡Yo no tengo estudios y rajo como Dios me da a entender!

Rita Lorenzo (Martina), Roberto Millán (Crisalio), Crhistian Andrade (Trissotin) y Minerva Viguera (Filaminta)

FILAMlNTA.-

¡Ah! ¿Puede aguantarse esto?    ¡Eso de «rajo» hiere hasta el más insensible de los oídos!. ¿Quieres estar toda tu vida ofendiendo a la gramática?

MARTINA.-

Yo no quiero ofender a nadie. ¡Dios me libre!

FILAMINTA.-

¡Qué alma tan pueblerina! ¡La gramática nos enseña las leyes del verbo y del nominativo, y, del mismo modo, las del adjetivo con el sustantivo!.

MARTINA.-

Yo sólo conozco los garbanzos y las judías. Yo creía que la sopa de cebolla que hacía era del agrado de los señores. A mi señor Crisalio al menos parecía gustarle, por lo mucho que me felicitaba los viernes cuando solía hacerla. (Crisalio asiente.) En cuanto al adjetivo y al sustantivo… , no conozco a estos caballeros…

FILAMlNTA.-

(A Vadius.) ¡Ah Dios mío! Acabemos con esta inútil conversación. (A Crisalio.) ¿Y ahora qué me dices? ¿Había o no motivos para echarla?

CRISALIO.-

Sí que los había, sí…  (Aparte.) Debo acceder a su capricho. (A Martina) Anda, no la irrites; retírate, Martina.

FILAMINTA.-

¡Cómo! ¿Temes ofender a esa pícara? ¡Le hablas en un tono amabilísimo!.

CRISALIO.-

(Con voz firme.) ¿Yo? Nada de eso. Vamos, márchate. Vete, infeliz.

(Martina sale de escena y se dirige al público.)

MARTINA.-

Y de esta manera me ví en la calle… De nada valieron mis muchos años de servicio en esa casa, que era yo apenas una niña cuando entré en ella… (Llorando amargamente.) Y todo empezó el día en que a mi señora Filaminta y a su hija Armanda se les reblandeció el cerebro y empezaron a leer esos librotes tan gordos y a mirar a las estrellas por ese aparato en forma de canuto… Que desde entonces parecían más atentas a las cosas que sucedían en las alturas que a las que pasaban por aquí cerca. ¡Qué le vamos a hacer! Y la culpa la tuvo ese señor delgaducho al que le llaman Vadius y sobre todo el famoso Trissotin que veremos a continuación…

ESCENA 7

(Entran FILAMINTA, JIRONDA, BOLINGA y TRISSOTIN)

 

Inma Chpo (Bolinga), Minerva Viguera (Filaminta), Silvia Solán (Jironda) y Crhistian Andrade (Trissitin)

FILAMINTA.-

Pongámonos por aquí para escuchar relajadamente estos versos…

JIRONDA.-

Ardo en deseos de oírlos…

BOLINGA.-

Nos morimos de ganas…

FILAMINTA.-

(A Trissotin.) Todo lo que emana de vuestra creatividad siempre me parece un encanto…

JIRONDA.-

Y para mí, un regalo que no tiene comparación posible…

BOLINGA.-

Es un alimento exquisito para mis oídos…

Inma Chopo es Bolinga

FILAMINTA.-

No prolonguéis el suplicio. ¡Comenzad pronto!

JIRONDA.-

¡Sí, daos prisa!

BOLINGA.-

¡Precipitad nuestro goce!

FILAMINTA.-

¡Ofreced vuestro epigrama a nuestra voraz impaciencia!

FRISSOTIN.-

         (A Filaminta, después de hacerse el interesante un buen rato.) Se trata de un recién nacido, señora. Y voy a dar a luz en vuestra  hospitalaria corte…

FILAMINTA.-

Para hacérmelo dilecto, basta saber que sois su padre…

TRISSOTIN.-

Vuestra aprobación podrá servirle, a su vez, de madre…

BOLINGA.-

Ocupémonos de ese recién nacido, os lo ruego.

FILAMINTA.-

Es cierto. Servidnos cuanto antes vuestro amable alimento.

TRISSOTIN.-

Me parece poco un plato de ocho versos para saciar ese voraz apetito espiritual que adivino en vuestras almas. Añadiré un epigrama, o tal vez un madrigal, o mejor, un soneto. Creo que lo encontraréis de buen gusto.

JIRONDA.-

¡Ah, no lo dudo!

Silvia Soláns es Jironda

FILAMINTA.-

Escuchémoslo ya.

BOLINGA.-

(Interrumpiendo a Trissotin cada vez que se dispone a leer.) Ya siento como se estremece mi corazón… La poesía me gusta con locura, sobre todo cuando los versos son de tono galante…

FILAMINTA.-

Si seguimos hablando, no podrá decir nada. ¡Chissst!

JIRONDA.-

¡Silencio, dejadle ya leer sus versos!

TRISSOTIN.-

(Leyendo.) «Soneto a la princesa Urania sobre su agitación…»

Dormida está vuestra prudencia

al tratar con magnificencia

y al alojar de forma tan regia

a vuestra más fiera enemiga.

BOLINGA.-

(Aplaudiendo entusiasmada) ¡Qué bonito…!

JIRONDA.-

¡Qué giro más elegante!

FILAMINTA.-

Este hombre posee una gran facilidad para el verso…

JIRONDA.-

Hay que descubrirse ante esa  «dormida prudencia «…

BOLINGA.-

Alojar a su enemiga… Es una imagen llena de sugerencias y paradojas…

FILAMINTA.-

¡Me encantaron ese «con magnificencia» y ese «de forma tan regia»! ¡Qué bien suenan estos dos calificativos!

BOLINGA.-

Sigamos escuchando…

Dormida está vuestra prudencia

al tratar con magnificencia

y al alojar de forma tan regia

a vuestra más fiera enemiga.

JIRONDA.-

«Dormida está vuestra prudencia»…

BOLINGA.-

«¡Alojar a su enemiga»!

FILAMINTA.-

«Con magnificencia…»

TRISSOTIN.-

(Sigue leyendo.)

Haced que salga, aunque murmuren,

de vuestra rica habitación,

donde esa ingrata con descaro

a vuestra vida hace mención.

BOLINGA.-

¡Despacio!… Dejadme respirar, por favor…

JIRONDA.-

Concedednos tiempo para admirar lo que acabamos de oír…

FILAMINTA.-

Ante esos versos, siente una derramarse hasta el fondo del alma un no sé qué que nos deja pasmadas.

JIRONDA.-

Haced que salga, aunque murmuren,

de vuestra rica habitación…

¡Qué bien está expresado lo de esa «rica habitación»! ¡Con qué talento está insertada ahí la metáfora!

FILAMINTA.-

«Haced que salga, aunque murmuren»… ¡Ah! ¡Este «aunque murmuren» muestra un gusto sencillamente admirable! A mi juicio es un pasaje poético que no tiene precio, amigo mío. Y no exagero.

JIRONDA.-

También mi corazón se ha enamorado de este «aunque murmuren».

Crhistian Andrade es Trissotin

BOLINGA.-

Opino igual que tú; ese «aunque murmuren» es todo un hallazgo…

JIRONDA.-

¡Cuánto me hubiera gustado escribirlo a mí…!

BOLINGA.-

Vale por toda una obra…

FILAMINTA.-

(A Trissotin.) Quisiera haceros una pregunta… Perdonad mi osadía, pero es que esta me parece una oportunidad única para conocer por dentro los mecanismos de la creación…

TRISSOTIN.-

Adelante…

FILAMINTA.-

Cuando escribíais ese encantador «aunque murmuren» erais consciente de toda su carga expresiva…

JIRONDA.-

También tengo el «ingrata» en la cabeza; esa ingrata agitada, injusta, indigna, que maltrata a quienes la alojan en su casa… ¡Es sencillamente impresionante!

FILAMlNTA.-

En fin: los cuartetos son admirables ambos. Lleguemos pronto a los tercetos, os lo ruego.

JIRONDA.-

¡Recitad otra vez ese «aunque murmuren», por favor.

TRISSOTIN.-

«Haced que salga, aunque murmuren….

FILAMINTA, JIRONDA y BOLINGA.-

¡»Aunque murmuren»!

TRISSOTIN.-

… de vuestra rica habitación….

FILAMINTA, JIRONDA y BOLINGA.-

¡»Rica habitación»!

TRISSOTIN.-

.         ..donde esa ingrata con descaro,

a vuestra vida hace mención.

FILAMINTA.-

¡»A vuestra vida»!

JIRONDA y BOLINGA.-

¡Extraordinario!

TRISSOTIN.-

¡Cómo! Sin respetar vuestro linaje,

osar haceros parecido ultraje….

FILAMINTA, JIRONDA y BOLINGA.-

¡Bravísimo!

TRISSOTIN.-

…¡ y noche y día, con intención pagaros !

Si al baño la lleváis, siempre gentil,

sin dudarlo ya más, para vengaros

ahogadla allí, cual alimaña vil.

FILAMINTA.-

¡No puedo más…!

BOLINGA.-

¡Me tiemblan las piernas…!

JIRONDA.-

¡Me muero de placer…!

FILAMINTA.-

¡Tengo hasta escalofríos por todo el cuerpo!

Inma Chopo, Minerva Viguera, Silvia Soláns y Crhistian Andrade

JIRONDA.-

«Si al baño la lleváis…»

BOLINGA.-

«Sin dudarlo ya más…»

FILAMINTA.-

«Ahogadla allí, cual alimaña vil…»

JIRONDA.-

En cada verso hay mil rasgos seductores…

BOLINGA.-

Se extasía una al escucharlos…

 

Silvia Soláns, Inma Chopo y Minerva Viguera

 

TRISSOTIN.-

¿Os parece, entonces, el soneto…?

FILAMINTA.-

¡Es imposible escribir mejor! Y decidme, señor mío… ¿Cuál es la base filosófica desde la que se sustenta vuestro pensamiento estético…?

TRISSOTIN.-

(Después de dudarlo unos instantes.) Pues… ¡Yo me adhiero en la lista a la peripatética…!

FILAMINTA.-

Para las abstracciones me gusta el platonismo.

JIRONDA.-

Me complace Epicuro por la solidez de sus dogmas.

BOLINGA.-

Yo me arreglo muy bien con los corpúsculos; mas el vacío a soportar me parece difícil, y prefiero, realmente la materia sutil.

TRISSOTIN.-

Descartes acierta, a mi entender, en lo del imán.

JIRONDA.-

Me agradan sus torbellinos.

FILAMINTA.-

Y a mí sus mundos flotantes.

JIRONDA.-

Tengo una gran impaciencia por realizar algún tipo de descubrimiento.

TRISSOTIN.-

En París se espera mucho de vuestras investigaciones.La Naturalezaposee pocos misterios ya para ustedes.

FILAMINTA.-

Por mi parte, he hecho ya uno: he visto claramente unos hombres caminando por la luna.

BOLINGA.-

Yo no he visto aún hombres; pero he divisado campanarios como os estoy viendo ahora…

TRISSOTIN.-

Lo creo sinceramente. Pero, señoras,  aún os reservo una sorpresa que espero sea grata. En esta ocasión no he venido sólo. Me gustaría que conociérais a un hombre único. Si me lo permitís, voy a buscarlo inmediatamente.

TODAS.-

¡Sí, por favor, hacedle entrar enseguida! (Sale Trissotin.)

BOLINGA.-

¡El corazón me hace intuir que no olvidaremos nunca esta velada!

Inma Chopo (Bolinga) y Minerva Viguera (Filaminta)

 

 

EPILOGO

 

(Extraido de

 El Impromptus de Versalles,

de Molière.)

(Climena y Elisa irrumpen entre el público. Mientras hablan el escenario se va oscureciendo. Los personajes de la comedia desaparecen en la penumbra y de ella sale un hombre delgado, vestido con unos pantalones de cuero negro y una camisa blanca, fumando un cigarro. Lee El Pais.)

CLIMENA.-

¡Qué vergüenza! ¡Qué sátira más cruel e injusta! ¡Qué retrato más distorsionado de la sabiduría y la belleza y de las personas que sabemos valorar el talento artístico!

Ana Isabel Escartín es Climena

ELISA.-

Eso es… ¡Qué vergüenza! Y yo que lo encontraba gracioso. Ahora veo que se refiere a nosotras…

HOMBRE.-

(Habla al comienzo sin levantar los ojos de el periódico El Pais. Perece como si los estuviera leyendo.) «Estáis locas al querer apropiaros esa clase de cosas… El otro día decía Molière que nada le contrariaba tanto como que le acusaran de copiar a alguien en su retrato; que su intención era describir las costumbres sin querer rozar las personas, y que todos los personajes que representa son personajes ficticios, fantasmas propiamente dichos, que él viste a su antojo para divertir a los espectadores…»

(Climena y Elisa están desconcertadas y no saben qué decirse… Después de un rato, Elisa se atreve a decir:)

ELISA.-

A fe mía caballero, que queréis disculpar a Molière…

CLIMENA.-

¿Y no os parece, caballero, que Molière está agotado y que no encontrará tema para…?

(El Hombre levanta los ojos de los papeles. Y lentamente se dirige hacia donde están las dos mujeres.)

HOMBRE.-

¿Que no encontrará tema… Mi querida, señora, siempre le proporcionaremos el suficiente. ¿Cree usted que ha agotado en sus comedias toda la ridiculez de los humanos? ¿No tiene suficiente materia para escribir de aquellos que fingen ser nuestros amigos y en cuanto nos damos la espalda nos despedazan sin piedad? ¿No tiene a esos que se enriquecen a costa de la buena fé de los demás? Son sólo dos ejemplos que ilustran bien a las claras que la maldad, la envidia y la estupidez de los seres humanos van atravesando las generaciones y abriéndose paso a codazos a través de los tiempos… (Dirigiéndose al público de una forma cómplice). Me he dado una vuelta por ahí… He visto la televisión… He leído los periódicos… Ahora entiendo porqué me han convocado los chicos y chicas de Segundo…

Silvia, Inma, Guillerme, Alina y Minerva

FIN

En el país de los Cucutes

febrero 1, 2011

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“¿Quién presenta este libro?”,

o “¡qué mala suerte tienen algunos caracoles…!”

(Extraña situación teatral en un acto)

Personajes (por orden de aparición):

Personaje 1.        Señor sensato. (Francisco Ortega

Personaje 2.        Señora con mala leche. (Eva González)

Personaje 3.        Señor peripatético. (Alfonso Desentre)

El Editor.

Representante de la DPZ.

Personaje 4.        Gaitero de Boto.

Tua Blesa, Profesor Universitario.

Personaje 5.        El Mago inesperado. (Javi “El Mago”)

Ramón Campo. Periodista.

Javier Arruga. El Autor.

 

La acción se desarrolla en el Salón de Actos de la Institución Fernando el Católico, de Zaragoza.

(En la sala hay una suave penumbra. Mientras el público va ocupando sus asientos, en la pantalla se proyectan unas imágenes relacionadas con los Monegros (si es posible, imágenes de la película homónima de Antonio Artero). En la habitual mesa presidencial se pueden ver los habituales micrófonos y los habituales botellines de agua mineral que presagian una presentación habitual de un libro habitual… Se diría que todo es como tiene que ser en estos casos: habitual.

Pasan unos minutos y nadie sube a la mesa. Las imágenes continúan. De pronto, suena estrepitosamente el habitual teléfono móvil de un señor que está sentado en la fila tres. El espectador (Personaje 1) corre ostensiblemente y sale de la sala con gestos de preocupación. Algunas risitas crueles del público. A los pocos instantes, vuelve a entrar y balbucea algo parecido a esto:)

P1.- Señoras, señores… Debo comunicarles que Javier Arruga, el autor del libro que hoy íbamos a presentar, ha tenido un pequeño accidente. Me acaba de llamar y me ha dicho que viniendo hacia el acto en bicicleta ha tenido que frenar para no atropellar a unos caracoles que iban en fila india y se ha caído… Que nadie se preocupe, él está perfectamente, aunque un poco magullado, según parece. Me ha dado a entender que va a intentar venir como sea, pero justo en ese momento se le ha debido acabar la batería, o algo por el estilo, y no he podido volver a contactar con él… ¿Qué hacemos?

(Después de unos instantes de desconcierto, una chica alta y rubia (Personaje 2), responde algo así:)

P 2.- Suspender el acto, naturalmente.

(Voces, murmullos diversos. Otro espectador (Personaje 3) dice:)

P 3.- ¿Cómo que “naturalmente”…? Vamos a empezar el acto sin el autor. No pasa nada. Si no me equivoco, en la sala están las personas que iban a intervenir en él, ¿no? Es el mejor homenaje que podríamos hacerle: hagamos una presentación transgrediendo las normas de las presentaciones de libros, que siempre son un coñazo. ¿No presume Arruga de “anti sistema”. Pues ahí tienes “antisistema”.

P 2.- Oiga, señor, cada uno dice lo que piensa.

P 1.- (Conciliador.) Yo creo, señorita, que este joven tiene razón. Sería una pena que, llegados a este punto, nos tuviéramos que ir a casa con el rabo entre las piernas…

P 2.- No sé muy bien lo que está usted insinuando, pero yo insisto en lo que he dicho.

P 1.- Bueno, hay una manera de salir de dudas. Voy a intentar contactar nuevamente con Javier, y si lo consigo, que él decida lo que tenemos que hacer. (Lo hace: marca un número y parece que ha contactado con el autor). Sí, ¿Javier…? Oye que, claro, estamos aquí preocupados todos… ¿Qué cuántos hay…? (Cuenta los asistentes.) Pues, unos trescientos y pico… (Exagera ostensiblemente y guiña con picardía un ojo a los asistentes…) (Dirigiéndose al público y tapando el teléfono.) Es que si le digo la verdad a lo mejor se queda consolando a los caracoles supervivientes… Sí, oye que te llamo para saber si vas a poder venir, y, sobre todo para saber qué quieres que hagamos mientras tanto… (Escucha atentamente.) Ah, que el representante de la Editorial vaya presentando el acto… Bien. En cuanto a nosotros, improvisar, vale, vale… Sí, si… Bien, bien, no te preocupes, así lo haremos. Vale, pues ven cuanto antes. (Dirigiéndose al público.) Que dice que improvisemos y vayamos empezando…

P 3.- Si ya lo decía yo. A este hombre le va la marcha. Entonces, empecemos. (Reflexiona un instante.) ¿Y… cómo empezamos?

P 1.- Hombre, Javier ha sido claro. Que tome la decisión el representante de la Editorial. ¿Hay algún representante de la Editorial Mira?

Editor.- (Levantando la mano.) Sí, aquí estoy.

P 1. Pues tome usted la iniciativa e improvise…

(El Editor toma la iniciativa, improvisa, dice lo que quiere decir y termina diciendo:)

Editor.- …y además, ahora me parece oportuno cederle la palabra al representante de la institución que ha apoyado este acto.

(Aplausos.)

DPZ.- (Se incorpora en su asiento y alguien le acerca un micrófono.) Muchas gracias. Mi nombre es…. Y soy Vicepresidente de la Diputación Provincial de Zaragoza. Si no hubiera ocurrido este desagradable accidente, yo hubiera dicho que…

(Discurso del Vicepresidente de la DPZ. Aplausos, etc).

P 3.- Estaba yo pensando, mientras escuchaba las palabras del Vicepresidente, que en toda presentación de un libro alguien debe informar sobre la biografía del autor. Y, precisamente… (Se escucha el sonido inconfundible de una gaita de boto que poco a poco se va acercando. En la sala, por una de las puertas del fondo, entra un joven (Personaje 4) tocando ese instrumento. Cuando ve a los espectadores se queda mudo… O, mejor dicho, deja de soplar y recobra el habla:)

P 4.- Buenas tardes. Disculpen. Es que he conseguido un espacio para ensayar y creía que era éste… No se preocupen, ya me voy…

P 3- No, caballero, por favor. Estamos presentando el libro de Javier Arruga “En el país de los Cucufates” o de los “Cucutes”, y, según parece, el autor ha debido atropellar a unos caracoles… (Carraspea.) Bueno, es largo de explicar. Yo creo que en una buena presentación de un libro, está bien que haya números artísticos para aligerar un poco. Yo creo que sería una excelente idea que usted interpretase alguna composición musical. (Dirigiéndose al público.) ¿No les parece una buena idea? (Risas, desconcierto y una mayoría que clama: siiii!) Pues ya ve…, ¡a tocar!.

(P 4. toca, ya lo creo que toca. Cuando termina, el Personaje 3, con renovados bríos, propone hacer una semblanza biográfica de Javier Arruga).

P 3.- (Dirigiéndose al público.) Siéntese con nosotros, caballero. Pues lo que les quería proponer, señores espectadores, antes de que este señor apareciera enseñando la gaita… Ejem, quiero decir que entre todos, y especialmente, entre aquellos que le conocemos más, hagamos una semblanza biográfica del autor.

(Entre los actores hacen una semblanza biográfica del autor. La idea es que el autor haya escrito de sí mismo una semblanza biográfica contradictoria y llena de incertidumbres, desde una dudosa fecha de nacimiento hasta un desarrollo vital lleno de lagunas y oscuridades, y entre ellos la expongan. Algo así, por ejemplo:

P 2.- Bueno, yo quiero aclararles que a mí este señor me intriga bastante… Creo que hay algo raro en él… No sé, si me dijeran que es un agente de la CIA me lo creería… Tanto compromiso con Aragón, me escama…

P 3.- También en esto está usted equivocada. Arruga es un intelectual, con abundantes lecturas y escritos y con gran amor por su tierra. Es un hombre serio y responsable, que ha estado en muchos países y aprendido de muchas culturas…

P 2.- Muchas, muchas… Ya serán menos…

P 1.- Aquí no le voy a dar la razón yo tampoco… Culturas muchas. Sé positivamente que ha estado en Japón, que ha recorrido Sur América, que su señora esposa es italiana, y que le gustan mucho los frijoles y los burritos mexicanos…

  Terminado la cual, la señorita alta y rubia se sincera y continúa:)

P 2.- Yo les voy a confesar una cosa: no he leído el libro porque esperaba que Javier me regalara un ejemplar y aún no pierdo la esperanza. No estaría mal que alguien de los que iban a intervenir nos explicara un poco de qué va…

P 3.- Estoy de acuerdo con usted por una vez y sin que sirva de precedente. Hemos dicho que por aquí deben estar los “interivinientes”… A ver, si alguno de los que iban a intervenir quiere intervenir, y perdón por la redundancia…

(Levanta la mano Tua Blesa. Se levanta y dice lo que iba a decir, si hubiera podido decirlo. Ni más ni menos. Al término de su intervención hay muchos aplausos. Por otra de las puertas, aparece un Mago, indiferente a todo, hablando consigo mismo. Cuando se percata de dónde está, dice:)

El Mago.- Ay, la leche, ustedes perdonen. Ja, ja, ja… Es que estoy buscando a mis compañeros. Hoy celebramos la Reunión Constituyente de la Federación Europea de Magos… Venía con un mago alemán, pero desapareció por arte de magia en el baño de caballeros… ¿No lo han visto por aquí? Bueno, pues nada, voy a seguir buscando…

P 2.- ¡No se vaya, no se vaya, por favor! Personalmente me encantan los números de magia. Además, estamos haciendo tiempo para que venga una persona…

El Mago.- (Misterioso.) Alguien que ha atropellado a unos caracoles, me temo…

P 2.- ¡Sí! ¿Cómo lo sabe? ¿Además de mago es usted también vidente?

El Mago.- (Con un orgullo no disimulado..) Modestia aparte, señorita.

P 2.- Pues entonces, está claro. Si es tan amable, háganos un truquito de los suyos.

El Mago.- Muy bien… Miren.

(El Mago hace un número de magia… Si fuera posible, uno que terminara sacando el libro de Javier Arruga entre palomas y conejos. Una vez concluido su número, el Mago/Vidente entra en una especie de trance y dice:)

El Mago.- Presiento que el autor de este libro está a punto de llegar. Pero antes, sería importante que otra voz cualificada nos introdujera en la lectura del libro que yo acabo de presentarles.

P 1.- Tiene usted toda la razón. ¿Hay algún otro invitado en la sala?

(Se levanta el periodista Ramón Campo:)

Campo.- Bueno sí. Javier me pidió que interviniera…

P 1.- Adelante…

(Ramón Campo interviene. Cuando termina, recibe los merecidos aplausos del respetable. Al terminar, el Personaje 1 solicita nuevamente la atención del público:)

P 1: Puesto que, según este señor Mago, es inminente la llegada de Javier, si ustedes me dejan me gustaría leerles un fragmento del libro. Me lo leí anoche de un tirón…

P2.- Ah, a usted ya le han dado un ejemplar.

P1.-

No, señorita. Yo lo he comprado religiosamente.

(El Personaje 1 se sube al estrado y lee un fragmento del libro de Javier Arruga, por ejemplo el titulado “La piscina de las hormonas” (pag. 45.). Mientras lo hace, aparece en la sala, el autor. Arruga tiene un aspecto lamentable, literalmente hecho un cristo, con una rueda de bicicleta pinchada y lo que parece una bolsa de caracoles… De un modo discreto, pero visible para los espectadores escucha los últimos compases de la lectura. Suyas son las últimas palabras en el frustrado acto de presentación de su propio libro.)

FIN

«Víctor, o los niños al poder», de Roger Vitrac.

May 22, 2009
Edición de "Víctor, o los niños al poder"

Edición de "Víctor, o los niños al poder"

Traducción de Francisco Ortega y Marissa Noya.

Adaptación de Francisco Ortega

para la Escuela Municipal de Teatro de Zaragoza.

 Julio de 1995-Febrero 1996. 

 

Roger Vitrac von Charles Dullin

Roger Vitrac von Charles Dullin

 Personajes

 Víctor, nueve años.

Carlos Zaldívar, su padre.

Emilia, señora de Zaldívar, su madre.

Lilí, la criada.

Esther, seis años.

Antonio Rosales, su padre.

Teresa, señora de Rosales, su madre.

María, la criada.

El Obispo.

Ida, señora de Muertemarte.

El doctor.

 

 

          22 de Abril de 1953. Residencia de los señores Zaldívar, en Madrid. La acción se desarrolla, casi sin interrupción, desde las ocho de la tarde hasta la medianoche.

         Victor ou les enfants au pouvoir fue representada por primera vez el lunes 24 de Diciembre de 1928 en París, en la Comédie des Champs Élysées por el Théatre Alfred Jarry. La dirección corrió a cargo de Antonin Artaud.

         En España se ha representado ya en dos ocasiones, ambas en lengua catalana. La primera fu dirigida por Jorge Vera en Barcelona en fecha no encontrada. La segunda fue dirigida por Joan Ollé y presentada como Taller de Tercer Curso en la Sala Adrià Gual del Institut del Teatre de Barcelana en Febrero de 1993.

        

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

CUADRO PRIMERO.

Cuarto de estar de los señores de Zaldívar.

 

Escena I.

 

Lilí, realizando las faenas domésticas. Víctor la persigue por todas partes.

 

         VICTOR.-

         «…bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu bajo vientre, Jesús»

 

         LILI.-

         ¡Es «el fruto de tu vientre, Jesús»!

 

         VICTOR.-

         Tal vez, pero lo encuentro menos imaginativo.

 

         LILI.-

         ¡Basta, Víctor! Ya he oído bastantes disparates. ¡Vas a volverme loca!

 

         VICTOR.-

         Ya lo estás.

 

         LILI.-

         Si tu madre…

 

         VICTOR.-

         ¡Qué buena es mi madre! ¡Ja, ja, ja!

 

         LILI.-

         Digo que si tu madre te oyera…

 

         VICTOR.-

         Y yo digo que es buenísima. ¡Buenísima! ¡Muy, muy, muy buena!

 

(Continúa riéndose.)

 

         LILI.-

         ¿He dicho algo gracioso? No es para tanto…

 

         VICTOR.-

         ¿No puedo querer a mi madre?

 

         LILI.-

         ¡Víctor!

 

         VICTOR.-

         ¡Lilí!

 

         LILI.-

         Hoy cumples nueve años. Ya no eres un un niño.

 

         VICTOR.-

         Entonces… ¿el año que viene ya seré todo un hombre?

 

         LILI.-

         Claro. A ver si te va entrando la sensatez.

 

         VICTOR.-

         Entonces, muy sensatamente, te llamaré «mi patatita».

 

(Lilí le da una bofetada.)

 

         …Siempre y cuando accedas…, «mi patatita»

 

(Le da otra bofetada.)

 

         …a hacer conmigo… ¡ lo que haces con los demás!.

 

(Le da otra bofetada.)

 

         LILI.-

         ¡Mocoso!

 

         VICTOR.-

         ¡Te atreves a decir que no te has ido a la cama con mi padre alguna que otra vez!

 

         LILI.-

         ¡Fuera de aquí si no quieres que te estrangule!

 

         VICTOR.-

         ¿De verdad, chiquitina mía? ¿Estrangularías a tu chiquitín?

 

         LILI.-

         ¡Nueve años! ¡Caramba con los nueve añitos!

 

         VICTOR.-

         Tu tienes esta edad multiplicada por tres, Lilí.

 

         LILI.-

         ¡Cierra la boca y déjame tranquila! ¡Te lo suplico!

 

         VICTOR.-

         (Cogiendo un vaso de la mesa.). ¿Ves este vaso, Lilí…?

 

         LILI.-

         Sí, ¿porqué?

 

         VICTOR.-

         Se trata de un vaso de cristal de Baccarat. Eso es al menos lo que mi madre repite cuando llega alguna visita. Un vaso único, que pertenece a un servicio único de una colección única, etc, etc… En una palabra: vale un dineral. Debería haber comenzado por aquí… Escúchame bien: tengo nueve años, y hasta hoy me he portado ejemplarmente. No he hecho nada de lo que se me ha prohibido. Mis padres no paran de proclamarlo a los cuatro vientos: «Es un niño modélico que nos da toda clase de satisfacciones, que merece todas las recompensas, y por el que de buen grado haríamos todos los sacrificios». Pero eso no es todo. Mi madre añade que daría toda su sangre por mí. Hasta hoy he sido efectivamente un niño irreprochable: ni he hecho una catarata con la mano para mear… como mis amigos me han recomendado…

 

         LILI.-

         ¡Oh!.

 

         VICTOR.

         …ni he metido nunca un dedo en el culito a las niñas…

 

         LILI.-

         ¡Cállate, monstruo!

 

         VICTOR.-

         …como suele hacer mi amiguito Jaime Bordonava. Cuando cumpla nueve años si es valiente lo confesará… Pero yo quiero decirte, hoy, 22 de Abril, día de los santos Sotero y Cayo, que no esperaré ni un año más para convertirme en un hombre. Esto quiere decir, ni más ni menos, que estoy decidido a ser algo… ¡ya¡. Sencillamente.

 

         LILI.-

         ¡Nos ha fastidiado!

 

         VICTOR.-

         Sí… algo nuevo, algo diferente. ¡Te lo aseguro como hay Dios!.

 

         LILI.-

         ¡Si te oyeran!

 

         VICTOR.-

         Todavía tengo en mi mano este vaso de Baccarat… tan frágil… tan…

        

         LILI.-

         ¡Víctor! ¡No irás a romperlo!

 

         VICTOR.-

         Si se cayera y se rompiera, la familia Zaldívar, de la que yo soy el último descendiente, perdería unas cincuenta mil pesetas.

 

         LILI.-

         ¡No, si al final lo romperá…!

 

         VICTOR.-

         Tranquilízate, no lo voy a romper.

 

(Coloca el vaso donde estaba.)

 

         Prefiero romper este jarrón.

 

(Empuja un gran jarrón de Sèvres que está sobre la consola. Cae y se hace añicos.)

 

         Bien. Ya he reventado veinte mil duros de mi herencia…

 

         LILI.-

         Pero… ¡estás loco! ¡Estás loco, Víctor! ¡Un jarrón tan bonito!

 

         VICTOR.-

         ¡Un huevo! Querrás decir un huevo… ¡un huevo tan bonito!. No era un jarrón, sino un huevo… Eso me ha dicho toda la vida mi papá. Y en el interior del huevo se supone que también había un caballo, un caballito chiquitín. Pero era falso: no he visto el caballo por ningún sitio. ¿Tú has visto algún caballo?

 

(Imitando la voz de un padre que imita la voz de un hijo.)

 

         «¿Qué es eso, papá?»

 

(Imitando la respuesta del padre.)

 

         «Es un huevo de caballo, un huevo de caballo… ¡gordo, muy gordo!» ¡Anda ya…!

 

         LILI.-

         ¡Este niño no respeta nada! ¡Cómo es posible que hayas hecho todo este destrozo a propósito…!

 

         VICTOR.-

         ¿Yo? ¿Qué es lo que he hecho yo?

 

         LILI.-

         No hagas el asno ahora. (Imitándolo.) «¿Yo? ¿Qué es lo que he hecho yo?»

 

         VICTOR.-

         Tú… Querida Lilí: tú acabas de cargarte este gran jarrón de porcelana de Sèvres…

 

         LILI.-

         ¡No te fastidia! ¿Encima tienes la osadía de acusarme de lo que tú y sólo tú acabas de hacer delante de mis narices?

 

         VICTOR.-

         Sí.

 

         LILI.-

         ¡Pues ni hablar! ¡Diré que has sido tú!

 

         VICTOR.-

         No te creerán…

 

         LILI.-

         ¿Que no me creerán?

 

         VICTOR.-

         No.

 

         LILI.-

         ¿Y porqué no van a creerme?

 

         VICTOR.-

         Ya lo verás…

 

         LILI.-

         ¡Quiero que me digas el porqué!

 

         VICTOR.-

         Ya lo verás…

 

         LILI.-

         ¡Pero esto es horroroso…, indigno…, repulsivo! Yo… yo no te he hecho nunca nada, Víctor, pequeño mío. ¿No he sido siempre amable contigo? ¿Acaso no te he evitado…?

 

         VICTOR.-

         Nunca me has evitado nada.

 

         LILI.-

         ¡Dios del Cielo! ¿Qué te pasa? ¿Se puede saber qué tienes?

 

         VICTOR.-

         ¿Que qué tengo? Tengo nueve años. Tengo un padre, una madre, una criada… Tengo un barco de guerra de juguete, con grandes velitas blancas, que cuando dispara dos cañonazos, siempre dos, regresa victoriosamente al puerto de partida. Tengo para mi uso particular un cepillo de dientes con el mango rojo. El de mi padre tiene el mango azul y el de mi madre blanco. Tengo un casco de bombero con todos los accesorios: la medalla de salvamento, el cinturón plateado y el hacha reglamentaria… Tengo hambre… Tengo la nariz intermedia: ni grande ni pequeña. Tengo unos ojos desvalidos, sin techo. Tengo las manos en los bolsillos, y no tengo ni oficio ni beneficio porque todavía soy muy pequeño…. ¡Ah! Tengo una libreta de ahorros en la que mi tía Manina ingresó cinco pesetas el día en que me bautizaron… Entre el precio de la libreta y la póliza oficial la cosa les salió por unas siete pesetas… Tuve el sarampión a los cuatro años, la escarlatina a los seis, y una operación de amígdalas a los ocho, y de todas estos contratiempos salí sano y salvo como una manzana. No he tenido ninguna otra enfermedad en toda mi vida. Tengo la vista muy fina y la mente muy despejada. Y gracias a todas estas buenas cualidades he visto cómo perpetrabas un acto reprobable y sin ningún motivo aparente. Mi familia te juzgará por ello.

 

         LILI.-

         (Lloriqueando.) No tienes derecho a hacerme esto, Víctor. No es justo. Si tuvieras algo de corazón confesarías la verdad…. Eso es lo que hacen los niños como Dios manda.

 

         VICTOR.-

         Yo no soy un niño como Dios manda, y no voy a acusarme de nada. Has sido tú la que ha roto el jarrón.

 

         LILI.-

         Muy bien, entonces. Ya lo veremos.

 

         VICTOR.-

         ¿Me amenazas, eh? Pues atenta, Lilí, que me voy a cargar otro….

 

         LILI.-

         (Llorando.) ¡Oh, Dios mío, qué desgracia! ¡Un niño tan dulce, tan formal…! ¿Quién le puede haber estropeado de esta forma?

 

         VICTOR.-

         No lo comprenderías. No puedes entender nada porque eres una tonta, una estúpida, una chapucera y una viciosa. Cuando mi madre se entere del destrozo te lo reprochará a ti, a tus malas trazas… Y serás lo suficientemente imbécil como para encima pedirle perdón…

 

         LILI.-

         ¡No entiendo nada!

 

         VICTOR.-

         Enseguida lo entenderás. Mira Lilí, aunque hubiera sido yo, y decidiera declararme culpable, cosa que seguramente haría de buen grado…, no me creerían. Sencillamente.

 

         LILI.-

         ¿Cómo dices?

 

         VICTOR.-

         No me creerían porque no he roto un plato en mi vida. Ni un piano, ni un biberón, ni un lapicero… Nada. Tu, en cambio, ya tienes una larga lista de destrozos: el péndulo, la tetera, la botella de agua de azahar, el reloj de pared, el termómetro plateado, etcétera. Aunque yo me declarara culpable oirías decir solemnemente a mi padre: «Víctor, es muy bonito el gesto que has tenido con la criada…, pero en lo que a usted respecta, Lilí, ya puede ir haciendo las maletas y cogiendo la puerta» Y no dirían ni una palabra más para no humillarte delante de los invitados. ¿Qué quieres? Has roto el jarrón. No puedo hacer nada más. Porque, dime, ¿si no puedo ser culpable de nada como quieres que sea culpable de algo? Contesta.

 

         LILI.-

         Pero el jarrón está roto…

 

         VICTOR.-

         Justamente. Lo has pifiado tú.

 

         (Pausa.)

 

         Claro que también podría decirles que ha sido el caballo…

 

         LILI.-

         ¿El caballo?

 

         VICTOR.-

         Sí, el famoso caballito que estaba supuestamente dentro de las tripas del jarrón, digo del huevo… Si tuviera tres años eso es lo que diría y me serviría de excusa. ¡Pero tengo nueve y soy terriblemente inteligente!.

 

         LILI.-

         ¡Mierda! ¡Ahora me arrepiento de no haberlo roto de verdad!

 

         VICTOR.-

         ¡Soy terriblemente inteligente!

 

(Se acerca a Lilí imitando la voz de su padre.)

 

         «No llore, Lilí. No llore, niña mía».

 

         LILI.-

         ¿A qué juegas ahora?

 

         VICTOR.-

         «Se lo ruego, Lilí, no llore. La señora quiere ponerle de patitas en la calle, pero en esta casa el que manda soy yo. Y ya sabe, Lilí, lo mucho que la estimo… Intercederé por usted y obtendré el perdón de mi esposa… Palabra de honor».

 

         (La abraza.)

 

         «La salvaré. Tenga fe en mí y espéreme en su habitación al amanecer: le llevaré la buena nueva y todo quedará olvidado. ¿Eh, pollito luminoso? ¡Pastora de las estrellas! ¡Rosa de David! ¡»Turris ebúrnea»!

 

(Se separa de un salto y comienza a gritar con todas sus fuerzas agitando los brazos.)

 

         ¡»Ora pro nobis’! ¡»Ora pro nobis»! ¡»Ora pro nobis»!

 

(Víctor ríe estruendosamente. Lilí habla para sí misma completamente enrabietada.)

 

         LILI.-

         ¡Ah, no! ¡No, y no! ¡Me iré yo, me iré yo! Me voy ahora mismo… Este niño se ha vuelto loco…

 

         VICTOR.-

         Ya no existen niños en el mundo. Nunca los ha habido.

 

         LILI.

         ¡Qué asco de casa! ¡Qué indecencia! Por eso, me voy. Ahora soy yo la que se quiere marchar. Me quiero ir y me voy. ¡Y eso que sólo tiene nueve años!

 

         VICTOR.-

         Tranquilízate, bobita. (Conciliador.) Sabes que siempre cumplo todo lo que prometo, y ahora prometo no molestarte más. Palabra. Quédate.

 

         LILI.-

         No.

 

         VICTOR.-

         Te quedarás… (Volviendo al juego de antes.) «Usted se quedará, estimada Lilí. Imagen del cielo. Cabello de gatita. Cola de todas las lunas… Debe quedarse, Lilí».

 

         LILI.-

         ¡Está bien, me quedaré! ¡Pero te vas a acordar de mí, niño mimado!

 

         VICTOR.-

         (Dándole un beso muy afectuoso.). Yo no te deseo nada malo, Lilí No te mortificaré nunca más, palabra de honor. Es que soy terriblemente inteligente, sencillamente… ¡Lástima que tú hayas sido la primera en sufrirlo!

 

(Lilí sale llorando.)

 

 

 

Escena II

 

Víctor.

 

(Se sienta con la cabeza entre las manos y durante un rato se queda pensativo.)

 

         VICTOR.-

         Terriblemente… inteligente.

 

(Pausa.)

 

         Esta noche se me ha aparecido en sueños mi tío el Procurador en Cortes, el domador de osos en sus ratos libres. Estaba bajo el sauce del jardín, blanco como el mármol y sosteniendo  entre las manos un fusil igualmente blanco. Yo me acercaba a la distancia de su mano. ¡Qué manía la suya de tocarme la frente y decir: «¡Este chico se me parece!» «¡Este chico es un Zaldívar de arriba a abajo!» De repente, he visto entre las nubes el trazo de un relámpago… El año pasado, un dieciocho de julio, nos cogió en mitad de la tormenta. Los caballos se encabritaban delante de las banderas del Palacio del Pardo.. Todo el mundo estaba alegre. Mi padre sostenía las bridas y llevaba unos guantes negros…. Anoche, en medio de la lluvia, percibí también la fugaz silueta de un rayo rosáceo… Era como el perfil que en los mapas dibujan las playas del Cantábrico…  Mientras tanto, el Procurador atizaba a los osos y me testimoniaba su afecto diciéndome: «Víctor, eres terriblemente…»

 

(Entra Esther.)

 

 

 

Escena III.

 

Víctor, Esther.

 

 

         ESTHER.-

         Hola Víctor. Felicidades.

 

(Le da un beso.)

 

         VICTOR.-

         ¡Ah, eres tú, Esther! Hola. (Pausa.). Gracias.

 

         ESTHER.-

         De nada.

 

         VICTOR.-

         ¿De nada? ¿Entonces, porqué me deseas felicidades?

 

         ESTHER.-

         Se dice «de nada» para… quedar bien.

 

         VICTOR.-

         En mi casa dicen «no hay de qué…»

 

         ESTHER.-

         Es demasiado largo…

 

         VICTOR.-

         Mira, Esther, no te preocupes por mí. Déjame tranquilo. Cuida de tus muñecas. Domestica y acaricia a tus gatitos, ama a tu prójimo como a ti misma y sé una niña obediente y dócil mientras esperas el momento de ser una buena esposa y una buena madre.

 

         ESTHER.-

         ¡Eres malo! ¡Ya no me quieres!

 

         VICTOR.-

         No lo entiendes. No lo entenderías. Eres como Lilí. Mira, hace un momento la criada ha roto este cacharro y seguramente la pondrán por eso de patitas en la calle. Por si fuera poco está empeñada en acusarme a mí.

 

 

 

         ESTHER.-

         ¿Y no has sido tú?

 

         VICTOR.-

         Si hubiera sido, no andaría presumiendo…

 

         ESTHER.-

         Claro. (Pausa.) Pobre Lilí.

 

         VICTOR.-

         Déjalo. Tengo una historia todavía más bonita que contarte.

 

         ESTHER.-

         ¡Oh, sí, cuéntamela, venga!

 

         VICTOR.-

         ¿Conoces a Pepe Peinado? Sí, chica, aquel que va siempre corriendo de un lado para otro, que lleva una fusta de domador en la mano y que tiene una colección de serpientes… ¿Sabes quién digo? Pues anoche nos escapamos juntos.

 

         ESTHER.-

         ¿Anoche? ¿Te escapaste sin Lilí?

 

         VICTOR.-

         Lilí también vino, pero nos la quitamos de encima a pedradas. No se chivará de nada por la cuenta que le trae. Estuvo esperándonos en casa de su hermana, mientras nosotros nos colamos en la función del circo Atlas.

 

         ESTHER.-

         ¡Oh, Víctor, qué suerte que tienes!

 

         VICTOR.-

         Fue maravilloso…

 

(Mientras habla imita a los comediantes.)

 

         Vimos un telón rojo lleno de mariposas. También había un hombre con la cara llena de plumas, que rodaba a los pies de una mujer montada a caballo y que llevaba un crucifijo enorme…

 

         ESTHER.-

         ¿De verdad?

 

         VICTOR.-

         Y el hombre cantaba:

 

                                      «Tus muslos como la tarde

                                      van de la luz a la sombra.

                                      Los azabaches recónditos

                                      oscurecen tus magnolias.

                                      Vengo a consumir tu boca

                                      y a arrastrarte del cabello

                                      en madrugada de conchas».

 

         ESTHER.-

         ¡Qué bonito!

 

         VICTOR.-

         Sí, señorita Rosales, muy bonito. Pero esto todavía no es nada… Después de la función, Pepe y yo nos fuimos por detrás del barracón y… levantamos la lona…

 

         ESTHER.-

         ¿Sí? ¿Y qué visteis?

 

         VICTOR.-

         El hombre de la cara llena de plumas estaba tirado boca arriba y se bebía el pis de una cabra…

 

         ESTHER.-

         ¡Oh! ¿Y la mujer?

 

         VICTOR.-

         La mujer se estaba comiendo un currusco de pan.

 

(Largo silencio.)

 

         ESTHER.-

         Escucha, Víctor, yo también tengo que contarte una historia.

 

         VICTOR.-

         Se me hace la boca agua. ¡Cuenta, cuenta!

 

         ESTHER.-

         Se trata de tu padre… y de mi madre.

 

         VICTOR.-

         ¡Vaya, vaya!  Fíjate. La señora Rosales. ¡Demonio de Teresa! ¡Ji, ji, ji!

 

         ESTHER.-

         Si te ríes no te la cuento.

 

         VICTOR.-

         Es que me hace tanta gracia… ¿Tienes idea de lo que acabas de insinuar…?

 

         ESTHER.-

         ¿Insinuar?

 

         VICTOR.-

         (Para sí.) Es un ángel esta niña…

 

 

 

 

         ESTHER.-

         Gracias. (Le da un beso.) Te lo voy a contar. Estaba en el salón, sentada en la falda de mamá y tenía en las manos unos pendientes. Me acababan de hacer estos agujeritos de las orejas, ¿sabes?. (Se los enseña.) Yo quería encender un candelabro para ponérmelos porque no se veía nada, pero mi mamá no quería encender ninguna luz en el salón. De pronto llaman a la puerta. Mamá se levanta como una bala y me tira al suelo con los pendientes y todo… «¿Es que no has oído la puerta, idiota?» Y encima me atiza una torta. La idiota era yo, claro.

 

         VICTOR.-

         ¿Se quitó los anillos para pegarte la bofetada?

 

         ESTHER.

         ¡ Qué va! Mira, tengo la mejilla colorada todavía.  Pero bueno, a lo que vamos…, abre la puerta y… ¿Quién crees que era?

 

         VICTOR.-

         Mi padre.

 

         ESTHER.-

         Justo.

 

         VICTOR.-

         «Vete a dormir», me dice mi madre.

 

         ESTHER.-

         «No tengo sueño», le contesto. Oye, es que siempre que viene alguien: ¡a la cama!

 

         VICTOR.-

         ¿Y suele ir mucha gente a tu casa?

 

         ESTHER.-

         No, sólo tu padre de vez en cuando.

 

         VICTOR.-

         Mi padre… ¡Está todavía de buen ver, eh!

 

         ESTHER.-

         ¿De buen ver? ¡Bah! (Le imita.) ¡Siempre tan afeitado…!

 

         VICTOR.-

         Querrás decir tan… desnudo, no?

 

         ESTHER.-

         ¡Oh, no! Solamente lleva desnuda la cara, y las manos.

 

         VICTOR.-

         ¡Mira que eres inocente!  Continúa, venga…

 

 

 

         ESTHER.-

         Como siempre, me dan un libro para que me entretenga.  «Hola Carlos» «Hola Teresa. ¿Dónde esta nuestro Antonio?» Papa estaba durmiendo. Se sientan en el sofá, y fíjate las cosas que oigo. Tu padre: «resa, resa, resa»… Mi madre: «Carlos, yo me adoro», o «te adoro», o algo por el estilo. Tu padre: «hay un bañista mudo, resa, mudo» Mi madre: «Más. más, más, dame más…» Tu padre: «He perdido la cabeza…» Mi madre: «Colorines en el horizonte…»  Mi madre: «Me gusta tu pulpo, tu gran pulpo rosa…» En esto del pulpo no estoy muy segura…, y de lo demás, regular…

 

         VICTOR.-

         ¿Eso es todo?

 

         ESTHER.-

         No. De pronto mi madre se echa a llorar y tu padre sale pegando un portazo.

 

         VICTOR.-

         ¿Y?

 

         ESTHER.-

         Entonces se presenta mi papá en camisón de dormir. Comienza a dar vueltas por el salón diciendo: «No me encuentro nada bien, nada, pero nada bien» No paraba de decir que no se encontraba bien… «Yo tampoco, Antonio» le dice mi madre. Mamá se arrodilla a sus pies llorando. Y él va y se pone a gritar, como hace muy frecuentemente desde hace unos días: ¡Nadie tiene, ha tenido o tendrá nunca tus cojonazos, Palafox!L Como el médico le ha recomendado a mi mamá que nadie le lleve la contraria, todos nos fuimos a dormir y hasta el día siguiente.

 

         VICTOR.-

         (Levantándose, afectado por un extraño delirio). ¡Qué destino el nuestro! El destino es tan frágil como un barco a la deriva…. en mitad de la tormenta del martillo, del cepillo, del membrillo, del soplillo, del calor, del valor, del sabor, del amor. A pesar de todo…del amor. Y mi padre pisoteando siempre la angustia, la locura y la soledad de algunas mujeres, prisioneras en sus pisos, esclavas de sí mismas…

 

(Declamando.)

 

                                      Un brazo de la noche

                                      entra por mi ventana.

 

                                      Un gran brazo moreno

                                      con pulseras de agua.

 

                                      Sobre un cristal azul

                                      jugaba al río mi alma.

 

                                      Los instantes heridos

                                      por el reloj… pasaban.

 

         (Como presentando enfáticamente a los personajes de una tragedia.) ¡Aquí están: El Niño Terrible, el Padre Indigno, la Madre Sacrificada, la Mujer Adúltera, el Cornudo, el viejo general Palafox! ¡Viva la golondrina, el pavo, el rayo, el pájaro del paraíso, la cacatúa, la salamandra y la garza real!

 

         (Cambia de tono cuando repara en Esther, que desde hace un rato sigue la escena con la boca abierta y los ojos como naranjas.)

 

         ¡Viva Antonio!

 

         ESTHER.-

         ¡Viva papá!. (Se pone a llorar.)

 

         VICTOR.-

         ¡Así, eso está mejor!

 

         ESTHER.-

         (Gritando.) ¡Me das miedo, Víctor!

 

(Se echa a llorar de una forma rotunda. Entran Carlos y Emilia Zaldívar y Teresa Rosales.)

 

 

 

Escena IV.

 

Víctor, Esther, Carlos Zaldívar, Emilia Zaldívar, Teresa Rosales.

 

 

         EMILIA.-

         (Entrando.) ¡Carlos!

 

         CARLOS.-

         ¡Presente!

 

         EMILIA.-

         (Señalando los pedazos del jarrón.) ¡El jarrón de Sèvres!

 

         CARLOS Y TERESA.-

         (Al mismo tiempo.) ¡Oh!

 

         CARLOS.-

         ¡Víctor! ¿Quién lo ha roto?

 

         EMILIA.-

         No hace falta preguntarlo… Esto ya es el colmo. ¿Dónde está Lilí?

 

         CARLOS.-

         ¿Ha sido ella?

 

         VICTOR.-

         No. Lo ha roto Esther.

 

         TERESA.-

         ¿Has sido tú, Esther?

 

         VICTOR.-

         ¿No ve cómo llora…?

 

 

(Entra Lilí disponiendo el servicio.)

 

 

 

Escena V

 

Los mismos y Lilí.

 

 

         VICTOR.-

         (A Lilí.) Creen que tú has roto el jarrón. Dí la verdad. ¿Has sido tú?

 

         LILI.-

         No.

 

         VICTOR.-

         Lo ha roto Esther. He cometido la imprudencia de decirle que era un huevo de caballo y, aprovechando el instante en que me he vuelto de espaldas, lo ha roto para ver nacer al caballito.

 

         EMILIA.-

         (A Carlos.) ¡Idiota! ¿Ves lo que provocan tus ridículos cuentos?

 

         CARLOS.-

         Pero…, si Víctor no ha sido…

 

         EMILIA.-

         ¡Víctor, está claro! ¡Víctor! ¿Crees que a su edad puede entender tus estúpidas ocurrencias?

 

(Lilí sale.)

 

 

 

Escena VI

 

Los mismos menos Lilí.

 

 

         TERESA.-

         Ven aquí, Esther.

 

         (Esther no se mueve.)

 

         ¿No me has oído, Esther? ¡He dicho que vengas aquí! ¿Quieres que vaya yo? ¡Toma!

 

         (Le pega con las dos manos.)

 

         VICTOR.-

         Perdón, señora Rosales ¿Antes de pegarle se ha quitado esta vez los anillos?

 

         CARLOS.-

         ¡Víctor! ¿Cómo te atreves a meterte…?

 

         EMILIA.-

         (A Teresa.) El pobrecillo teme que le haya hecho usted daño a la nena con sus brillantes…

 

         TERESA.-

         (Sofocada.) Y tiene razón. Pero es que esta criatura a veces se pone tan insoportable que merece un buen escarmiento. El jarrón era un modelo único y debía de valer una fortuna, ¿verdad, estimada amiga?

 

         CARLOS.-

         No se inquiete, Teresa. Soy el único culpable de este estropicio.

 

         VICTOR.-

         Sin duda estos jarrones son más frágiles que sus joyas y sus anillos. ¿Verdad?

 

         TERESA.-

         (Enrojeciendo.) Nunca he golpeado a mi hija con los anillos puestos, que yo recuerde.

 

         EMILIA.-

         ¿Pero de donde saca este niño toda esta retahíla de impertinencias? Le aplaudo su respuesta, Teresa. Yo también opino que es preciso tener mano dura con los niños…

 

         VICTOR.-

         Créame, señora, Esther está hoy bastante castigada ya. Y puesto que es mi cumpleaños, me creo en el derecho de poder suplicarle que la perdone por esta vez.

 

         CARLOS.-

         ¡Bravo, Víctor! Muy bien dicho. Teresa, dale un beso a tu hija y no se hable más.

 

         EMILIA.-

         Ven, hijo mío. Ven, Víctor. Te acabas de ganar una peseta.

 

         TERESA.-

         (En voz baja a Esther.) Y ahora, ¿me dirás porqué has hecho eso?

 

 

 

         ESTHER.-

         Porque Víctor cumple hoy nueve años.

 

         TERESA.-

         ¿Ah, sí? ¡Pues toma! (Le pega.)

 

         TODOS.-

         ¡Oh!

 

         TERESA.-

         Perdóname, Víctor, majo. Por esta tarde es la última vez, pero es que no me he podido aguantar…

 

(Esther no dice nada. Víctor se reúne con ella en el rincón donde está y los dos parecen discutir en voz baja.)

 

         CARLOS.-

         Venga, hablemos de otra cosa. No estropeemos con llantos y palabras altisonantes una fiesta tan señalada. Por cierto, ¿cómo es que Antonio y el Señor Obispo todavía no han llegado?

 

         TERESA.-

         Mi marido se ha empeñado en venir, aunque yo hubiera preferido que se quedara en casa.

        

         EMILIA.-

         No diga eso, Teresa. Nos hubiera sabido muy mal. Y Víctor se habría llevado una gran desilusión. Ya sabe que lo adora.

 

         TERESA.-

         Últimamente mi marido no está muy divertido que digamos…

 

         EMILIA.-

         ¿Ah, no?

 

         CARLOS.-

         No, querida. Antonio no se encuentra nada bien. Está…

 

         TERESA.-

         ¡Está loco!

 

         EMILIA.-

         ¿Loco?

 

         TERESA.-

         Rematadamente.

 

         EMILIA.-

         Pero… ¡Eso es terrible!

 

 

 

 

         CARLOS.-

         Como bien sabes, Antonio ha padecido siempre crisis nerviosas. Hasta ahora eran esporádicas, pero han terminado siendo cada vez más frecuentes. Teresa ya no puede más.

 

         TERESA.-

         Es verdad. (Solloza.)

 

         EMILIA.-

         (Tratando de darle ánimos.) Venga, Teresa, mujer, valor. No hay que desesperase. De golpe y porrazo no se pierde la razón…

 

         VICTOR.-

         (Que escuchaba.) Eso, de golpe y porrazo me suena…

 

(Todos se vuelven a mirarle.)

 

         De golpe y porrazo… Un buen día él levanta al ejército como quien eleva un ramo de flores. Apunta de cualquier manera. Las mujeres más bellas del mundo están prisioneras debajo de sus bordados empapados de sangre, y los ríos se agitan como si fueran serpientes embrujadas. El hombre, rodeado de una plana mayor de fieras, acaudilla una gran ciudad. Los soldados se aferran marcialmente a su lado. Entonces cambian la luz y la tonalidad de las flores… Los rebaños se desperdigan… Los bosques se abren… Diez millones de manos se acoplan con los pájaros… Cada trayectoria es un arco de violín… Cada mueble una música… ¡De golpe y porrazo…! ¡Pero él manda! ¡Es el jefe!

 

(Todos miran a Víctor desconcertados.)

 

         CARLOS.-

         ¡Víctor! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?

 

         VICTOR.-

         ¡Estoy inspirado!

 

         EMILIA.-

         ¡Víctor! ¡Nunca te había visto así! ¿No te encuentras bien? Contéstame. ¿Quieres algo? Toma: un terrón de azúcar con una gota de agua del Carmen. Te sentará bien.

 

         VICTOR.-

         (Riéndose a carcajadas.) Pero, ¿qué os pasa? Hablábais de Antonio, ¿no? Vendrá aunque no se encuentre bien, ya lo veréis. Fijaos cómo es mi madre: en cuanto oye hablar de enfermedades se imagina que todo el mundo está malo.

 

         CARLOS.-

         ¡Basta de gaitas! ¡Me vas a explicar ahora mismo lo qué has querido decir con toda esa catarata de palabras absurdas…!

 

 

 

         VICTOR.-

         No hay nada que explicar, papi. Me hacía el loco. ¡No es para tanto!

 

         CARLOS.-

         Es una falta de delicadeza y de respeto a Teresa, y quiero que te disculpes.

 

         ESTHER.-

         Yo le prohíbo que se disculpe ante mi madre…

 

         TODOS.-

         ¿Eh?

 

         ESTHER.-

         Sí, se lo prohíbo.

 

         CARLOS.-

         ¿Y porqué, señorita, si hace el favor de decírmelo?

 

         ESTHER.-

         No sé por qué, pero no quiero que se disculpe. A mí nadie me ha pedido que lo hiciese por haber roto el jarrón.

 

         TERESA.-

         Está bien. De acuerdo. Víctor no se disculpará. Pero por lo menos nos podría explicar qué ha querido decir con ese delirante discurso del que ninguno hemos entendido ni una palabra.

 

         VICTOR.-

         ¿No lo adivinan?

 

         TODOS.-

         Palabra de honor que no. ¿Cómo podríamos adivinarlo?

 

         VICTOR.-

         Está bien. Estas palabras no eran sino elementos en desorden de mi próxima redacción para la clase de Literatura. Sencillamente.

 

(Se hace un silencio. Pronto todos comienzan a reír forzadamente.)

 

         CARLOS.-

         ¡Ah, criatura del demonio! ¡Eres todo un hombrecito, eh! En fin, de vez en cuando hay que pasarle por alto alguna que otra… Ya lo decía su maestro: «Este chico, si nadie lo para, llegará lejos, créanme, llegará muy lejos. Es… terriblemente inteligente» ¿Lo oye, Teresa? ¡Terriblemente!

 

         TERESA.-

         Ya lo he oído. ¡Sí! ¡Es terrible!

 

(Bruscamente irrumpe Antonio Rosales.)

 

 

 

Escena VII

 

Los mismos y Antonio Rosales.

 

        

         ANTONIO.-

         ¡Buenas noches a todos! ¿Dónde está el afortunado…? Ajajá… aquí lo tenemos. Cada día estás más alto, chaval. ¿Cuántos años tienes? Nueve años y ya mides un metro ochenta. ¿Cuánto pesas? ¿No te pesas nunca? Haces mal: quien se mide con frecuencia, se conoce bien; el que quiere conocerse bien debe saber cuánto pesa. ¡Qué chico más encantador tienes, Carlos! Es el retrato en vida de Morenito de las Camas, sí, el pincha-ranas ese. ¡Sienta bien reírse un poco de vez en cuando! ¿Y usted, Emilia, siempre tan triste? ¡Qué desgracia! No tenemos nada que hacer en esta vida. ¡No somos nada! ¡Coño, ahora nos dedicamos a romper la vajilla en los ratos libres! ¡Bravo, Carlos! ¡Vivan los martillos! A mí me caen más simpáticos los serruchos…, son más… melodiosos. Cuestión de gustos, ¿verdad? Buenas noches, Teresa. (Le da un beso) ¿No me das un beso? Jamás me da un beso… Pero yo no me doy por vencido. ¡Once mil fusiles, trescientos cañones y una salva de jura de bandera! ¡Qué vida ésta! Y aquí tenemos a nuestra pequeña cantinera. Saludo militar. ¡Viva el Cónsul Primero!

 

(Le da un beso a su hija.)

 

         Escuchadme ahora. Estoy muy contento de veros a todos con tan buen aspecto. Especialmente a Carlos. Carlos, amigo mío, se nota que está usted… enamorado. ¡Qué puñetas! ¡Sí Emilia, qué puñetas! ¡No son cumplidos!  Y es que mi Teresa es de lo que no hay… Querida, muéstrales cómo me enciendes la hoguera… Enséñales el juego que haces con las manos, luego con los tobillos…, cómo pones los ojos en blanco, cómo balanceas ese cuerpazo… y…, al final, ¡la gloria divina! Al final siempre, la Paz de Dios… «Agrupaos, honradas mujeres, y no dejéis los laureles y las palmas del triunfo sólo a los hombres…»

 

         CARLOS.-

         Ejem… Antonio, estimado amigo, seguro que le iría bien… una copita de champagne.

 

         EMILIA.-

         Sí, eso… una copita de champagne…

 

         TERESA.-

         (Muy molesta.) Te ruego que te calles y que te sientes. Te están oyendo los niños.

 

(Se deja caer en un asiento.)

 

         VICTOR.-

         ¡Señor Rosales, señor Rosales!

 

         ANTONIO.-

         ¿Eh, qué? ¿Quién me llama?

 

         EMILIA.-

         Es mi hijo quien está llamándole a gritos…

 

         ANTONIO.-

         ¡Víctor, ven aquí, pequeño! Dime qué quieres.

 

         VICTOR.-

         (Después de un silencio.) Quiero que me hables de… ¡Palafox!.

 

         TODOS.-

         ¡Oh, Víctor!

 

         ANTONIO.-

         (Declamando una lección como aprendida de memoria.) «PALAFOX y Melci, José rebolledo de. (1776-1847). Duque de Zaragoza, Capitán general de Aragón. Tomó parte en la guerra contra Francia en 1794. Resistió las sucesivas embestidas del ejército napoleónico en 1808 y 1809, insuflando en la población zaragozana grandes dosis de entusiasmo y de coraje. Con sus soflamas mantuvo hasta el último momento la esperanza de que la resistencia heroica y la victoria final sobre los franceses eran posibles. Por todo ello ha sido considerado siempre como un ejemplo de la tenacidad y las virtudes aragonesas. Se le atribuye esta contestación al enviado del francés Moncey que le proponía la capitulación: «Después de muerto hablaremos de eso».

 Algunos estudiosos opinan, por el contrario, que su capacidad de analizar militarmente la situación fue nula, sobrevalorando los medios de que disponía y la capacidad de resistencia de los suyos, y que, por tanto, su entusiasmo y su liderazgo fueron los involuntarios causantes de la casi completa destrucción de la ciudad y la muerte de miles de hombres, mujeres y niños…» Tras el desastre estuvo recluido en la prisión militar de Vincennes, al Este de París, hasta 1814.

 

(Se echa a llorar amargamente.)

 

         TERESA.-

         ¡Todo esto es vergonzoso, vergonzoso, vergonzoso!

 

(Se tapa la cara con las manos.)

 

         CARLOS.-

         ¡Oh, no, Teresa, no es verdad! No te preocupes…, resulta hasta divertido… Quiero decir que…

 

         EMILIA.-

         ¡Carlos, ya está bien!

 

         VICTOR.-

         Gracias. Ha sido muy bonito.

 

         CARLOS.-

         ¡Basta, Víctor! ¡Lo has hecho a propósito!

 

(Lo coge aparte.)

 

         El señor Rosales está enfermo. Deberías compadecerte de su mujer y de su hija.

 

         VICTOR.-

         ¡Pero si Esther me había asegurado que el general Palafox era su personaje favorito! Pensaba que le alegraría si le pedía que me hablase de él…

 

         TERESA.-

         (Que lo ha oído todo.)  ¡Ven aquí, Esther! (Le pega. Acercándose a Emilia.) Le pido perdón, Emilia. Debería de haberlo previsto.

 

         EMILIA.-

         Qué le vamos a hacer, querida Teresa. A la mayoría de las familias les atraviesa un clavo el corazón y tanto mi marido como yo estamos contentos de poder compartir el suyo.

 

         TERESA.-

         (Abrazándola.) Querida, querida amiga…

 

         ANTONIO.-

         (Muy natural.) Les ruego que me excusen. No me encontraba bien hace un momento… He abusado de su amable hospitalidad…  Estoy muy arrepentido.

 

         CARLOS.-

         Venga, venga, Antonio, amigo mío. Vamos a imaginar que estábamos durmiendo y que lo sucedido hace un rato lo hemos soñado… ¿Está ya más tranquilo?

 

         ANTONIO.-

         Por completo.

 

         CARLOS.-

         Perfecto. Aquí no ha pasado nada.

 

         ESTHER.-

         ¡Viva papá!

 

         ANTONIO.-

         (Poniéndose de rodillas y dándole un beso.) Y «¡Viva Víctor!» ¡Vivan los nueve años de Víctor!

 

         ESTHER.-

         ¡Viva Víctor!

 

(Entra el Obispo.)

 

 

 

 

 

Escena VIII.

 

Los mismos y el Señor Obispo.

 

 

         CARLOS.-

         ¡Aquí está el Señor Obispo!

 

         OBISPO.-

         (Saludando.) Señora… Señora… Buenas noches, Carlos, buenas noches, señor Rosales. ¿No paras de crecer, eh Víctor? Creciendo siempre en tamaño y sabiduría, ¿eh?

 

         VICTOR.-

         Por desgracia, Señor Obispo.

 

         OBISPO.-

         ¿Por desgracia? ¿Porqué por desgracia?

 

         VICTOR.-

         Es una manera de hablar.

 

         ESTHER.-

         Como cuando se contesta «no hay de qué».

 

         OBISPO.-

         (Desconcertado.) ¡Caramba qué niños tan espabilados! ¿Cuánto mides ahora?

 

         VICTOR-

         Un metro y ochenta y un centímetros, Señor Obispo

 

         OBISPO.-

         ¡Un soldado de caballería! ¡De ti haremos un buen soldado español!

 

         VICTOR.-

         Muy amable, Señor Obispo.

 

         OBISPO.-

         ¿Yo? Va, va. Yo soy… un Pta. ¡Ja, ja,ja!

 

         ESTHER.-

         No es verdad… No es un puta. Una puta es…

 

         TERESA.-

         ¡Silencio o te…!

 

         OBISPO.-

         (Cortándole.) ¡Ah, la nena guapa! Buenas noches, Esther. ¿Así que tú no quieres que yo sea un puta? Bien, ¿qué quieres entonces que sea?

 

 

 

         ESTHER.-

         Un cardenal.

 

(Malestar. Pausa.)

 

         VICTOR.-

         Escúcheme, Señor Obispo…

 

         EMILIA.-

         Te prohibo estas familiaridades con nuestros invitados.

 

         OBISPO-

         Déjelo, señora, no se preocupe. ¿Dime, qué quieres, Víctor, majo?

 

         VICTOR.-

         ¿Usted conoció personalmente a Palafox?

 

         TODOS.-

         (Excepto Antonio, que no ha oído las palabras de Víctor.) ¡Oh, oh, oh!

 

         TERESA.-

         (Cogiendo aparte a Víctor.) Te lo ruego, Víctor, procura no comentar nada más de la guerra de la Independencia. ¿Crees que eso nos hace gracia? Mi pobre marido está muy enfermo y no se le puede hablar de este tema porque entonces se manifiestan sus crisis nerviosas. ¿No lo harás más, eh, me lo prometes? ¿Me lo juras?

 

         EMILIA.-

         (Llegando de improviso.) ¿Todavía la está mareando? No le haga caso, Teresa. Los niños a estas edades se ponen muy impertinentes. ¡Venga, a la mesa, Víctor!. ¡A cenar!

 

(Se apagan las luces. Cuando vuelven ya están en los postres.)

 

         OBISPO.-

         (Levantando su copa.) Brindo por tus nueve años, Víctor.

 

         TODOS.-

         ¡Por los nueve años de Víctor!

 

         VICTOR.-

         Brindo por mi querida madre, por mi adorado padre, brindo por usted, señora Rosales, brindo por el Señor Obispo y por Don Antonio Rosales. Brindo por su hija Esther, y brindo por Lilí, que es la fiel y cumplidora sirvienta que tenemos en esta casa.

 

         TODOS.-

         ¡Muy bien! (Brindan.)

 

         CARLOS.-

         ¡Y ahora, Víctor, recítanos algo!.

 

         VICTOR.-

         Pero si yo no sé nada…

 

         EMILIA.-

         Venga, no te hagas de rogar. No seas tan tímido… Supongo que el señor y la señora Rosales no te imponen tanto respeto como para…

 

         VICTOR.-

         No son ellos… Es por el Obispo.

 

         OBISPO-

         ¡Cómo puedes decir eso, Víctor! Venga, recítanos una poesía. Alguna te sabrás, ¡qué diantre! Todos nos sabemos una por lo menos.

 

         EMILIA.-

         ¡Venga Víctor! No saben ustedes lo bien qué recita este niño.

 

         VICTOR.-

         (Acercándose.) Está bien. Lo hago por usted, Señor Obispo. Por usted, por Antonio y… ¡por España!

 

                            ¡Viva España!, mi patria esclarecida,

                            Madre sin igual,

                            compendio del honor.

                            ¡Viva España!, solar de noble vida,

                            regio pedestal

                            de Cristo Redentor.

                            Fuiste de glorias florido pensil:

                            hoy reverdecen a un impulso juvenil.

                            Veinte naciones coronan tu sien:

                            ¡Arriba España! Raza invicta es tu sostén.

 

         ANTONIO.-

         (Levantándose bruscamente.) ¡Pido la palabra…!

 

         VICTOR.-

         Tuya es, Antonio.

 

         TERESA.-

         Antonio, siéntate que te conozco…

 

         TODOS.-

         Déjelo, Teresa… deje que también se divierta.

 

         CARLOS.-

         Víctor, te tomas demasiadas confianzas…

 

         VICTOR.-

         Habla, Antonio. ¡Atención! ¡Silencio en el campo de batalla!

 

(Callan todos, progresivamente incómodos y espantados, ante el cariz que va tomando la intervención de Antonio.)

 

         ANTONIO.-

         «Cuando el enemigo cayó en masa sobre vosotros, obedecisteis mis órdenes e incluso os sobrepasasteis. Os lanzasteis contra ellos, y, secundados por la valiente caballería, hicisteis pedazos a estos famosos guerreros del Norte que os esperaban con pié firme. Sus disparos no os asustan, y menos todavía sus bayonetas. Vuestras espadas les dieron réplica, y nuestra invencible ciudad tiene la satisfacción de verse rodeada de incontables cadáveres de los bandidos que la asedian. Sonó el clarín, y, en el acto, el filo de vuestras espadas envió sus arrogantes cabezas rodando por el suelo, vencidos por vuestro valor y vuestro patriotismo…»

 

         (Se calla en seco. Silencio angustioso.)

 

         VICTOR.-

         ¿Y qué hizo entonces Palafox?

 

         TODOS.-

         ¡Oh, oh, oh!

 

         ANTONIO.-

         (Mirando a Carlos directamente a los ojos.) ¿Carlos, conoces la historia del general Palafox?

 

         CARLOS.-

         No…, bueno, lejanamente…

 

         TERESA.-

         Ya la has contado antes, querido.

 

         ANTONIO.-

         (Empuñando un cuchillo y golpeando en la mesa.) «¿Qué son cien cañones contra nosotros? Ya estamos acostumbrados a ellos y nos hallamos decididos a seguir el ejemplo de nuestros antepasados, los numantinos, y a sepultarnos bajo las cenizas y las ruinas de la ciudad.» ¿Verdad? ¡Vamos a morir! Pero váyase, señor cura… Aquí sólo mando yo… Soldados: ¡Soy un cornudo! ¡Un cornudo! Y ahora, apuntad, directo al corazón, directo al corazón de este cornudo…

 

(Se deprime profundamente.)

 

         TERESA.-

         Ya os lo había advertido… (Llora.) Desde hace unas cuantas semanas tiene esta misma manía. Es horrible.

 

(Silencio angustioso. Nadie mueve ni un dedo. Teresa y Carlos se miran atemorizados. Lilí se ha quedado petrificada en el umbral de la puerta, y Esther se suena  los mocos en un rincón. Víctor se acerca a Antonio.)

 

         VICTOR.-

         Antonio: ¡en nombre del pueblo español…  yo te nombro caballero de la Orden de Isabel la Católica!

 

(Le abraza. Antonio parece recuperase de su abatimiento.)

 

         ANTONIO.-

         Eres muy amable, Víctor. También te quiero mucho. Esa poesía me ha llegado al corazón como no te puedes ni imaginar… Por cierto, ¿de quién es?

 

         VICTOR.-

         De Víctor Ruiz del Manzano. La he recitado porque se llama Víctor como yo.

 

         ANTONIO.-

         (Poniéndolos a todos por testigos.) ¿No es encantador? Esther, ¿porqué lloras, hija mía? Tu madre te ha negado algo, estoy seguro. Teresa,  hoy no contraríes en nada a la niña. Concédele todo lo que te pida. Estamos en un día especial. Ahora mi nena nos va a contar cualquier cosa… ¿Verdad que sí, Esther? Es tu turno.

 

         ESTHER.-

         Como quieras, papá. Si os calláis empiezo. (Mientras canta, toca palmas rítmicamente.)

 

                            En la calle, lle, lle,

                            veinticuatro, tro, tro

                            una vieja, ja, ja

                            mata un gato, to, to,

                            con la punta, ta, ta,

                            del zapato, to, to.

                            Pobre vieja, ja, ja,

                            pobre gato, to, to,

                            pobre punta, ta, ta

                            del zapato, to, to.

 

         EMILIA.-

         ¡Delicioso! Dale las gracias a tu amiguita, Víctor.

 

         VICTOR.-

         Estoy deslumbrado, Esther. Te doy un beso con todo mi corazón.

 

         OBISPO.-

         ¡Caramba! ¡Qué bien lo ha hecho la nena! (Canta.) ¡En la calle, lle, lle… veinticuatro, tro, tro…!

 

         CARLOS.-

         Después de este derroche de facultades físicas no pretenderá hacernos creer por más tiempo que está usted enfermo de asma, ¿eh, Señor Obispo? (Todos ríen.)

 

         OBISPO.-

         (Señalando a Esther y Víctor que se han quedado abrazados.) ¡Bonita pareja hacen estos niños! Formidables los dos. Apuesto a que los casaréis el día de mañana.

 

 

 

         TERESA.-

         (Lanzando un grito desgarrador.) ¡Ah, no!

 

         EMILIA.-

         ¿Y porqué no, Teresa? ¡Nuestro Víctor y vuestra Esther! No es mala idea. Tenemos mucho tiempo para pensarlo, es verdad, pero… mírenlos tan juntitos…, ¡Nuestras familias unidas! Estoy segura de que Antonio también opina como yo…

 

         CARLOS.-

         Por Dios, Emilia…, tenemos toda la vida por delante…

 

         ANTONIO.-

         No tanto, no tanto. Si por mí fuera los casaría aquí, ahora mismo…  ¡Venga, yo os caso! Estoy seguro de que ya habéis jugado alguna vez a papás y mámás… ¿A que si?  Venga, veréis lo que nos vamos a divertir…

 

         OBISPO.-

         ¡Genial idea! Víctor, tú eres el papá. Esther, tú la mamá… No hace falta decir que la mujer es siempre la que empieza… ¡Animo, niños!

 

(Largo silencio durante el que Víctor y Esther hablan en voz baja. Ambos se disponen a representar la escena amorosa que la niña presenció anteriormente entre Carlos y Teresa.)

 

         ESTHER.-

         «Risset, risset, risset».

 

         VICTOR.-

         «Resa, resa, resa».

 

         ESTHER.-

         «Carlos…, yo me adoro en todo».

 

         VICTOR.-

         «Hay un bañista mudo».

 

         ESTHER.-

         «¡Y si Antonio… de golpe! ¡Así, así!»¡Más, más!

 

         VICTOR.-

         «He perdido la cabeza».

 

         ESTHER.-

         «Colorines en el horizonte.»

 

         VICTOR.-

         «Me gusta mucho este pulpo, tu gran pulpo rosa».

 

(Esther hace como que llora. Víctor se marcha dando un enorme portazo e inmediatamente vuelve a entrar gritando:)

 

         VICTOR.-

         «¡Nadie tiene, ha tenido o tendrá nunca tus cojonazos, Palafox!»

 

(Los dos se echan a reír. Todos están aterrorizados excepto Antonio que, como si nada sucediera, canturrea ausente la canción de Esther.)

 

         ANTONIO.-

         Pobre vieja, ja, ja,

         pobre gato, to, to,

         pobre punta, ta, ta…

                  

 

(Finalmente se calla y se deja caer en una butaca cubriéndose el rostro con las manos.)

 

         EMILIA.-

         No he entendido nada de toda esta escenita…

 

         CARLOS.-

         Quisiera que Víctor me dijera… ¡Víctor!

 

         VICTOR.-

         (Desafiante.) ¿Papá?

 

         CARLOS.-

         No, nada… Más tarde hablaremos tú y yo.

 

         ANTONIO.-

         (Acercándose.) Teresa antes tenía razón. No me encuentro muy bien. Me voy a casa. Hagan ustedes el favor de excusarme.

 

         TERESA.-

         Eso es, perdónennos… ¡Esther, vámonos! Coge tu chaqueta y los guantes…

 

         ANTONIO.-

         No. Me iré sólo. Os prohíbo que me acompañéis. ¡Os lo prohíbo!. ¿Lo habéis entendido bien? Buenas noches a todos.

 

(Sale canturreando.)

 

         En la calle, lle, lle,

         veinticuatro, tro, tro…

 

(Malestar prolongado.)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escena IX

 

Los mismos, menos Antonio.

 

 

 

         OBISPO.-

         ¡Estábamos tan contentos y mirad ahora qué panorama!. ¡Al final, todos llorando! ¡Tan majas como son estas criaturitas! Venga, ¡que no decaiga la fiesta!.

 

         EMILIA.-

         Tiene razón. Tome una copa de champagne.

 

         OBISPO.-

         No faltaba más. Y que todos hagan como yo. ¡Carlos, la última copa!

 

         CARLOS.-

         Muy bien. (Beben.)

 

         OBISPO.-

         Víctor, ven aquí a mi lado, Quiero hacerte algún regalo. ¡Nueve años no se cumplen todos los días! ¿Qué es lo que de verdad, de verdad, te gustaría que hiciera por ti? Dímelo.

 

         VICTOR.-

         ¿Me lo concederá seguro? ¿Sea lo que sea?

 

         OBISPO.-

         Pometido. Palabra de sacerdote español.

 

         VICTOR.-

         Bueno, pues…¡me gustaría jugar a los caballitos con usted!.

 

         OBISPO.-

         ¿Y qué es eso de los caballitos?

 

         VICTOR.-

         Sí, como Felipe II… Usted se pone a cuatro patas, yo me subo y ¡venga!, comenzamos a dar vueltas alrededor de la mesa por ejemplo. Vueltas y más vueltas… Y no puede pararse hasta que yo se lo mande. Y nadie puede interrumpirnos tampoco. ¡Los embajadores del Rey de Francia pueden esperar!

 

         ESTHER.-

         ¡Sí, sí, si! ¡Muy bien! ¡Muy bien!

 

         CARLOS.-

         ¡Víctor! Eso es una ofensa, un despropósito… No lo permitiré de ninguna manera.

 

         VICTOR.-

         Me lo ha prometido. Me ha dado su palabra de sacerdote español.

 

         EMILIA.-

         ¡Es intolerable! Víctor, pide otra cosa, anda. ¡Cómo son estos niños…!

 

         OBISPO.-

         Pero si es muy bonito eso que me pide. No te negaré este favor, querido Víctor. ¡A cabalgar!

 

(Canturrea feliz.)

 

                   ¡Cantad valientes, hijos de Artajona,

                   cantad a la Virgen de Jerusalén…!

                   ¡Y en el pecho, una medalla,

                   y en el corazón…, La Fé, La Fé, La Fé!

 

         CARLOS.-

         Te lo prohíbo por última vez.

 

         VICTOR.-

         Su palabra de sacerdote…

 

         OBISPO.-

         Carlos, esto es cosa mía. Le he dado mi palabra a tu hijo el día de su cumpleaños y la voy a mantener de muy buen grado. Incluso estoy orgulloso de poderle inculcar al niño el amor a las armas. ¡Venga, querida Emilia, Víctor tiene ya altura de soldado de caballería a los nueve años…, no lo olvides.

 

         VICTOR.-

         (Gritando al Obispo que se ha puesto a cuatro patas.) ¡Tita, tita, tita, tita!…

 

(El Obispo se acerca a Víctor. Este le agarra por el cinturón como si fuesen las bridas. El Obispo encantado con el juego, imita un caballo. Relincha, cocea, se encabrita, etc. Asistimos a una especie de doma ecuestre.)

 

         VICTOR.-

         ¡Atrás, atrás! ¡Aquí, aquí!

 

(Le pone un terrón de azúcar en la palma de la mano. El caballo se calma.)

 

         ¡Arre, arre!

 

(Todos están turbados, excepto Esther que ríe como una boba.)

 

         Poco a poco, poco a poco. ¡Ya! ¡Al trote!

 

(Espolea al caballo con la mano.)

 

         ¡Al galope, al galope, al galope!

 

(Le clava la espuela. El Señor Obispo relincha entusiasmado. Salen Víctor, El obispo, Esther y Emilia.)

 

 

 

 

Escena X

 

Teresa y Carlos.

 

 

         TERESA.-

         ¡Qué niños éstos! ¡Y tú, como si oyeras llover!

 

         CARLOS.-

         ¡Venga, hablemos deprisa! Alguien nos ha descubierto.

 

         TERESA.-

         Ha sido Esther, está claro.

 

         CARLOS.-

         Estas criaturas nos traicionan de manera inconsciente… ¿Cómo hay que entender si no esa escena entre ellos?

 

         TERESA.-

         No hay ninguna duda.

 

         CARLOS.-

         ¿Qué nos va a pasar, Teresa?  ¿Hasta dónde puede llegar todo esto? ¿Y Antonio?

 

         TERESA.-

         Mi marido está loco.

 

         CARLOS.-

         Como una cabra.

 

         TERESA.-

         Y tú también. Y yo. Y el Obispo, y Emilia, y tu hijo… Todos, todos estamos locos. No puedo más. Ni puedo volver a mi casa, ni me puedo quedar aquí. ¡Lo único que sé es que te adoro!

 

(Cae en sus brazos.)

 

         CARLOS.-

         ¡Resa, resa, resa!

 

         TERESA.-

         ¡Carlos!, ¡Qué felicidad! ¡Qué desgracia!

 

         CARLOS.-

         Sé fuerte, te lo ruego, y tranquilízate, Resa…

 

         TERESA.-

         ¡Oh, sí! Hay una razón para justificar todo este sufrimiento. Esta…

 

(Le besa prolongadamente en la boca).

 

         CARLOS.-

         (Escapándose.) Dejémoslo ahora. Perdóname, Teresona mía… Tengamos un poco de paciencia, te lo suplico…

 

(Entra Víctor de puntillas. Se oculta detrás de una palmera.)

 

 

 

Escena XI

 

Los mismos y Víctor, oculto.

 

 

         TERESA.-

         No acabo de atar los cabos…

 

         CARLOS.-

         ¡Hemos sido demasiado imprudentes! Son unas criaturas que no entienden nada…, pero miran, repiten y nos imitan… ¡como los monos!

 

         TERESA.-

         En cuanto a Esther… espera a que volvamos a casa… ¡Se va a acordar de esa escenita de teatro la muy desvergonzada! ¡Ya le daré yo monsergas! ¡Y el Obispo quería casar a los críos! ¡Para morirse de vergüenza!

 

         CARLOS.-

         Es verdad. Sería… enojoso.

 

         TERESA.-

         ¡Enojoso! ¡Tienes unas palabras! ¡Sería un incesto como una catedral, hablando en plata! Cada vez que me acuerdo de…

 

(Se echa a reír.)

 

         …esa manera de imitarnos al hablar: «Déjale ir, este pulpo rosa…»

 

         CARLOS.-

         Por última vez, Teresa, cálmate. Estás muy excitada con todo este lío. Estas imitaciones, estas escenitas, por muy ingenuas que sean, nos ponen en evidencia y pueden llegar a destruirnos…

 

         TERESA.-

         (Llevándolo al diván.) Ya es demasiado tarde. (Le besa apasionadamente.)

 

 

 

 

         CARLOS.-

         ¡Oh, Dios mío! ¡Tienes razón, lagartona!. Dime al oído todas las marranadas que quieras… pero te advierto que puedes despertar el león que hay en mi interior…  ¡Auuuggg!

 

(Se lanza sobre ella.)

 

         VICTOR.-

         (Saliendo de su escondite.) ¡Demasiado tarde! ¡Usted señora, con la ligereza de un bordado de fina seda, y tú, mi padre, tú y tu debilidad de bien…! ¡Todas las noches una tierna estrella asoma en el cielo azul de mi dormitorio! Más tarde el silencio sólo es interrumpido por el rum-rum de la máquina de coser de mi madre, y un camisón de dormir humedecido por sus lágrimas aguarda el regreso del marido ausente. Señora, yo la llamo mamá en mis sueños… y, algunas veces, me cubro el rostro con una máscara, penetro en su casa, le apunto con un revólver y le obligo a leer en voz alta un pasaje de la Iliada. Este:

 

  1.                    «Ten piedad de mí en memoria de tu padre, puesto que soy                        ahora más digno de compasión que él. Porque me he propuesto                 hacer algo que ningún hombre ha osado hacer antes sobre la                      faz de la tierra: besar la mano de aquel que mató a mi propio                        hijo»

        

(Se pone de rodillas y besa las manos de Teresa.)

 

         CARLOS.-

         ¡Otra vez su puñetera redacción para clase de Literatura! ¡Es increíble! ¡Todo esto no tiene ni pies ni cabeza! ¿Se puede saber qué están haciendo el Obispo y tu madre? ¿Porqué no estás con Esther?

 

         VICTOR.-

         Acabo de encerrar al Obispo en la cuadra, mi madre está guardando la ropa, que es lo que le corresponde, y en cuanto a Esther, acabó de reírse hace un rato.

 

         TERESA.-

         No me dirás que este niño no lo hace a propósito…

 

         CARLOS.-

         Víctor, escúchame atentamente. (Le pega.) Es mi primera bofetada. Has esperado nueve años para recibirla y yo para dártela. Que te sirva de lección.

 

         VICTOR.-

         ¡Pasen de mí esta clase de lecciones!

 

(Recibe otra bofetada.)

 

         TERESA.-

         Déjale, no le pegues más.

 

         VICTOR.-

         ¡Gracias por su ayuda, señora! Presiento que esta noche Esther será la que pague los platos rotos…

 

(Entra Esther.)

 

 

 

Escena XII

 

Los mismos y Esther.

 

 

 

         VICTOR.-

         ¿Has acabado ya de reírte?

 

         ESTHER.-

         Sí. ¡Qué gracia me ha hecho verte encima del Obispo!

 

(Entran el Obispo y Emilia.)

 

 

 

Escena XIII

 

Los mismos, el Obispo y Emilia.

 

 

         OBISPO.-

         ¡Qué cosas tan curiosas!. Antonio, que es el hombre más pacífico del mundo, se comporta con la brutalidad de un puñal en las manos de un mameluco. En cambio yo, que he nacido para la guerra y que en tiempos fuí capellán castrense, soy más blandengue y estoy más fláccido que una bandera en una tarde primaveral sin la menor brizna de viento…

 

         CARLOS.-

         ¡Utiliza usted cada metáfora…!

 

         OBISPO.-

         ¡Va, no es para tanto! Una vez más he dicho lo contrario de lo que pienso. Siempre digo lo contrario de lo que pienso… Supongo que usted es suficientemente inteligente como para darse cuenta, querido Carlos.

 

         CARLOS.-

         (Para sí.) Pues no me está llamando imbécil ahora éste cura…

 

         VICTOR.-

         Sería usted completamente idiota si creyera que mi padre es inteligente…

 

 

 

 

         OBISPO.-

         ¡Ja, ja, ja! Así las cosas, Víctor, tú eres el más perfecto de los cretinos.

 

         VICTOR.-

         ¡Después de usted, Señor Obispo!

 

         CARLOS.-

         Se acabó… Víctor, da las buenas noches y vete a dormir.

 

         VICTOR.-

         ¿Con quién me voy a dormir?

 

         CARLOS.-

         (Exasperado.) ¿Cómo que con quién? ¿Con quién? ¡Qué sé yo! ¡Con Esther, con tu madre, si quieres! ¡Es el colmo!

 

         TODOS.-

         ¡Oh!

 

         CARLOS.-

         ¡Es verdad, diantre! ¡Esto ya es insoportable! ¡El uno dice lo contrario de lo que piensa y el otro no para de hacer el mico! Y Víctor, que sólo tiene nueve años, me pregunta que con quién se va a ir a la cama…  Le contesto que con Esther, o con su madre, como le podría haber dicho que con el Papa de Roma… ¡Es inaudito! ¡Nos estamos volviendo locos! ¡Venga, votación popular y democrática! ¿Con quién quieren ustedes que se meta en la cama mi hijo de nueve años?

 

(Entra la criada.)

 

         VICTOR.-

         Con Lilí.

 

(Lilí deja la bandeja y desaparece. Largo silencio. Malestar general.)

 

         EMILIA.-

         Me voy a ruborizar, Víctor.

 

         ESTHER.-

         Yo sí que quiero irme a la cama contigo…

 

         CARLOS.-

         ¡La que faltaba! Y usted, Señor Obispo, ¿también se quiere acostar con alguien?

 

         OBISPO-

         Si digo que sí, me creerían; y si digo que no, creerían que pienso lo contrario. ¡Ja,ja, ja!

 

         VICTOR.-

         ¡Es el colmo de la depravación!

 

         TODOS.-

         ¿Eh, qué?

 

         VICTOR.-

         No, nada. Hablaba conmigo mismo… Me decía, sencillamente, que soy un cerdo. Sencillamente. Estamos celebrando que he cumplido nueve años; todos nos reunimos aquí, desbordantes de alegría para festejar un acontecimiento tan gozoso, y hago llorar a mi madre…, saco de quicio al mejor de los padres, martirizo a la señora Rosales, provoco el delirium tremens de su desdichado marido, me río en sus narices del glorioso ejército español y de la Santa Madre Iglesia y le enculó a la criada no se qué vergonzosos favores de alcoba. Y por si esto fuera poco, mezclo a la pobrecita Esther en toda esta mierda. ¡Ah, qué soy, yo al fin y al cabo! ¿Qué transformación se ha producido en mí? ¿Mi nombre sigue siendo Víctor? ¿Estoy irremisiblemente condenado a la insoportable y vergonzosa existencia de un hijo pródigo? Decidme si es que soy acaso la viva encarnación del vicio y los remordimientos… Y si fuera así, os digo solemnemente: ¡antes la muerte que la ignominia! ¡Cúmplase el trágico destino de un hijo pródigo!

 

(Se coge la cabeza con las manos.)

 

         ¡Abrid todas las puertas! ¡Dejadme partir! ¡Y no os olvidéis de sacrificar un ternero cuando llegue mi veinticinco aniversario!

 

         OBISPO.-

         ¡Ah, Carlos!, esto ha sido casi una confesión… Yo diría que esta criatura está poseída por el demonio. ¿Qué piensa hacer usted de él cuando sea mayor?

 

         CARLOS.-

         Quiero que sea Comisario de Policía ¿verdad, Víctor?

 

         VICTOR.-

         No, es inútil.

 

         TERESA.-

         Pues dí lo que quieres ser, majo. No conviene nunca contrariar la vocación de los hijos.

 

         VICTOR.-

         Quiero llegar lejos dentro de la especie carnívora. En concreto, no me desagrada la idea de ser un hijo pródigo. Sencillamente.

 

         EMILIA.-

         (Que se ha levantado.) Este niño a veces me da miedo… Dice unas cosas…

 

         CARLOS.-

         ¡Venga ya, no le hagáis caso que nos quiere montar otro numerito de los suyos!. Que se vaya a la cama…

 

 

 

         ESTHER.-

         No, no se irá a la cama. Hoy cumple nueve años y debe quedarse hasta que se acabe la fiesta. Quédate, Víctor.

 

         CARLOS.-

         No conseguiremos nunca nada de este granuja. Lo he visto bien claro esta tarde; no haremos nada con él. O tal vez sí. Haremos un delincuente, una asesino, un vicioso… Terminará sus días en el patíbulo.

 

         EMILIA.-

         Tiene razón el Señor Obispo: estamos exagerando. ¡Estás exagerando! ¡Al patíbulo! ¡No, si cuando te pones…! Primero te imaginas a tu hijo al frente de una Comisaría y poco después bajo la guillotina… Ven, siéntate en mis rodillas, Víctor. Tu padre es un estúpido que acabará desorientándote. Un niño como éste que se lleva todos los premios en el colegio… Lo que ocurre es que estás celoso de Víctor. ¡Sí, celoso! ¡Porque nunca conseguiste salir de los últimos puestos de la clase! ¿Y qué has hecho después? ¿Qué has conseguido ser en la vida? ¿De qué te ha servido pegar cuatro tiros en la guerra si no has conseguido ni colocarte de conserje en el Ministerio de la Gobernación?. Si no hubiera sido por los enchufes y las recomendaciones de tu hermano el falangista no tendrías ahora ni siquiera esta miserable colocación en la Tabacalera con la que ganas cuatro cuartos que, dicho sea de paso, nos serían totalmente insuficientes si no fuera por el dinero de mi dote… ¿Crees acaso que sin mi patrimonio podríamos mantener esta casa, este tren de vida en el que, por supuesto, incluyo tus muchos vicios de aristócrata arruinado?¿Y tú te encuentras con capacidad moral para aconsejar a tu hijo, eh? ¡No me hagas reír!

 

(Se pone a llorar.)

 

         CARLOS.-

         ¡En el nombre de Dios, muérete, muérete aquí mismo, pero deja de llorar de una puñetera vez!

 

         VICTOR.-

         Ríe, mamaíta, ríe hasta que revientes de risa.

 

         CARLOS.-

         (Cogiendo un jarrón y rompiéndolo.) ¡Coño!… Ya estoy más tranquilo.

 

(Inesperadamente se pone a bailar.)

 

         Así se me calman los nervios… Con todo este maremagnum casi me vuelvo como Antonio. Un poco más y le habría asesinado, Señor Obispo. Sí, de buen grado, le tomaría por el general Palafox y…

 

         TERESA.-

         ¡Oh! Por favor, Carlos… Mi marido no se merece este tipo de burlas…

 

 

 

 

         CARLOS.-

         Tu… ¿eh? ¡Oh, perdón, Teresa! Comprende que es exasperante pasarse así toda la nochecita… ¡Quiero que se produzca un milagro! No podemos separarnos, no podemos irnos a dormir, no podemos dejar a esta criatura sóla. Tan pronto como cierre la puerta del dormitorio… nos hará una escena. Pero bueno, todavía le espera un mal trago cuando regrese a su casa. Tal vez Antonio no se haya recuperado del todo y… Si usted lo desea, Esther podría quedarse con nosotros esta noche…

 

(De pronto aparece una dama bellísima con un vestido de noche. Estupefacción general.)

 

         VICTOR.-

         (Gritando.) ¡El milagro que querías, papá! (Salta del regazo de su madre)

 

 

 

Escena XIV

 

Los mismos y Lili.

 

(Todos se quedan petrificados. Lilí se dirige al público.)

 

 

         LILI.-

         Los nueve años de Víctor habían revolucionado todo en esta casa. Algo pasaba. Algo terrible, sin duda. Víctor no era el mismo. Decía cosas que nadie comprendía y provocaba la ira de todos, especialmente la de su padre. Los locos parecían estarlo más a cada momento y los cuerdos enloquecían confundidos y malhumorados. Lo que otros años había sido una fiesta alegre y feliz en la que se reunían amigos y familiares, tenía toda el aspecto de acabar en una gran desgracia. Lo del jarrón finalmente iba a resultar una anécdota sin importancia ante los acontecimientos que se estaban viviendo en casa de los señoritos. Y de pronto, sin que nadie supiera ni cómo ni porqué, llegó aquella señora envuelta en un manto de oscuridad y de misterio, llenando aún más la atmósfera de una inquietud indefinible y que nos conducía inapelablemente hacia el precipicio. Veámoslo.

 

 

 

Escena XV

 

Los mismos e Ida Muertemarte.

 

         (Cuando sale Lilí los personajes vuelven a activarse normalmente.)

 

 

         IDA DE MUERTEMARTE.-

         ¿No me reconoces?

 

         EMILIA.-

         No…

 

         IDA.-

         Mírame bien.

 

         EMILIA.-

         Se encuentra usted en casa de la señora Zaldívar.

 

         IDA.-

         Me llamo Ida. ¿Tú no eres Emilia?

 

         EMILIA.-

         He conocido tres Idas en mi vida. La primera…

 

         IDA.-

         Yo soy la última, estoy segura. Me llamo Ida de Muertemarte.

 

         EMILIA.-

         ¡Ida Muertemarte!

 

         IDA.-

         Yo tenía siete años…

 

         EMILIA.-

         Yo tenía…

 

         IDA.-

         … Tu tenías trece.

 

         EMILIA.-

         ¡Oh, siéntate! Discúlpanos… No podía ni imaginarme… ¿Cómo podría haberte reconocido?

 

         IDA.-

         Sin embargo yo te he reconocido enseguida.

 

         EMILIA.-

         ¡Ha pasado tanto tiempo! Pero…. ¡Oh, perdona! Te presentaré a nuestros invitados. El Obispo de nuestra Diócesis, la señora Rosales, su hija Esther, mi marido, Carlos Zaldívar y mi hijo Víctor. Siéntate, por favor.

 

(Ida se sienta. Gran silencio.)

 

         IDA.-

         ¿No te parece extraño encontrarnos de esta manera?

 

         EMILIA.-

         ¿Encontrarnos dices? Si vienes a mi casa lo natural es que me encuentres…

 

 

 

         IDA.-

         Es que no venía a tu casa.

 

         EMILIA.-

         ¿Cómo dices?

 

         IDA.-

         No. Yo buscaba la casa de la señora Zaldívar.

 

         EMILIA.-

         ¿Y no soy acaso la señora Zaldívar?

 

         IDA.-

         Tal vez sí puesto que me lo dices. Pero no venía a verte a ti.

 

(Todos se miran intrigados.)

 

         EMILIA.-

         ¿Quieres decirme que esperabas encontrar a la niñita que conociste? No sabías que estaba casada…

 

         IDA.-

         No, no lo sabía. Ya te digo que no era a ti a quien venía a ver. La señora Zaldívar es amiga mía desde hace sólo diez años. Hace un tiempo se casó con el señor Zaldívar y se fueron a vivir a la Gran Vía, pero recientemente se mudaron a la calle del Alférez Provisional.

 

         CARLOS.-

         Señora, usted se encuentra justamente en la calle del Alférez Provisional…

 

         IDA.-

         Enseguida lo entenderán. Yo sabía, porque ellos me lo habían informado por escrito, que vivían efectivamente en la calle Alférez Provisional. Pero un día distraídamente quemé su carta y como no recordaba el número de la calle pregunté al primer tendero que encontré por casualidad. El fue quien me mandó hasta aquí. Y ahora resulta que encuentro a Emilia, mi vieja amiga de hace veinte años, en lugar de la señora Zaldívar, mi amiga íntima de la actualidad.

 

         EMILIA.-

         ¡Es extraordinario! ¡Mira por donde resulta que viven dos señoras Zaldívar en la misma calle…!

 

         IDA.-

         Sí. Y que entre ellas no se conocen. Hasta puede que vivan la una frente a la otra…

 

         OBISPO.- 

         ¡Qué curioso, qué extraño y qué coincidencia!

 

 

 

         CARLOS.-

         Ya lo ve, señora. Si un autor dramático hubiera utilizado todo este lío como argumento de una de sus piezas teatrales le habríamos acusado inmediatamente de inverosímil y de absurdo.

 

         VICTOR.-

         O le ensalzaríamos diciendo que se adelantó a su tiempo…

 

         IDA.-

         Y tendríamos razón tal vez en ambos casos. Sin embargo, no se trata de ninguna ficción, sino de la pura realidad.

 

         EMILIA.-

         Por curiosidad, ¿a qué tendero le has preguntado el número de nuestra casa?

 

         IDA.-

         Al que tiene una frutería en la esquina de la plaza de Espartero.

 

         EMILIA.-

         ¡Habrase visto! ¡Esto ya es demasiado! No hace ni tres días que estuve comprando en esa tienda un par de melones…

 

         TERESA.-

         ¡Es prodigioso!

 

         IDA.-

         Sí que lo es…

 

(Un silencio.)

 

 

(Se le escapa un pedo. Estupefacción y angustia general. Todos creen haber oido mal. Ida enrojece hasta la punta de los cabellos. Esther no puede reprimir una carcajada. Su madre la atrae hacía sí y le obliga a callarse. Víctor decide mantenerse en un segundo plano.)

 

         OBISPO.-

         (Rompiendo el hielo.) Señora, este… este… ruidito… ¿ha sido una broma, verdad?

 

         IDA.-

          No, señor. Se trata de una enfermedad… (Ida, avergonzada, se oculta la cara con las manos.) ¡Qué trastorno! ¡Qué vergüenza!

 

         EMILIA.-

         Querida amiga…, Ida, querida, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes? ¿No eres feliz? Casi no te reconozco…¡hemos estado separadas tanto tiempo!

 

         IDA.-

         ¡No puedo! ¡No puedo más!

 

(Se echa otro pedo. Se repite la situación anterior.)

 

         ¡Perdón, perdón, excúsenme, señores! Es cruel, no puedo contenerme de ninguna manera. Padezco una terrible enfermedad. No sé cómo podría explicarles… Cualquier cosa, una emoción, un susto y… ¡pum! A cualquier hora del día o de la noche. De la misma forma que me era imposible pensar que iba encontrarte, tampoco puedo hacer nada contra esta maldición… Ya puedo esforzarme al máximo que cuando menos lo espero… ¡pum!

 

(Un pedo prolongadísimo.)

 

         He decidido matarme si esto se prolonga más tiempo. Sí, me mataré.

 

(Otro pedo.)

 

         OBISPO.-

         (Aparte.) ¡Qué historia!

 

(Estallan carcajadas generales.)

 

         IDA.-

         ¡Ríanse, ríanse! Ya sé que es imposible evitarlo… Ríanse, que no me voy a enfadar… Ustedes y yo evitaremos así una situación incómoda y nos iremos tranquilizando. Estoy acostumbrada a este tipo de reacciones. Ante mi triste realidad sólo existe un antídoto: reir y reír sin parar…

 

(Todos ríen con todas sus fuerzas. Mientras tanto, Ida sigue tirándose pedos y tapándose la cara con las manos. Todos parecen presos de un inesperado ataque de optimismo que les hace bailar y bailar.)

 

 

 

FIN DE LA PRIMERA PARTE

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SEGUNDA PARTE

 

CUADRO PRIMERO.

 

Cuarto de estar de los señores de Zaldívar.

 

Escena I

 

Los mismos de la escena anterior.

 

(Continúan bailando hasta que extenuados dejan de hacerlo.)

 

 

         IDA.-

         A pesar de esto… soy guapa, me siento querida y tengo una  inmensa fortuna. Poseo quince casas en Madrid, un castillo en la ría de Vigo, una gran finca en Talavera de la Reina. Tengo cuatro automóviles, un yate, brillantes, perlas, hijos… Y el famoso banquero Teodoro Muertemarte es mi marido…

 

(Se echa un nuevo pedo. Las risas son cada vez más espaciadas. Ida esconde la cara entre sus manos. Largo silencio.)

 

         (Levantándose.) Una vez más les pido mil excusas. Y ahora, si no les importa, preferiría marcharme…

 

         VICTOR.-

         ¡No, no…! No se vaya, señora…

 

         EMILIA.-

         No te vayas aún, querida. Quédate un ratito más con nosotros. Estamos celebrando que mi hijo Víctor cumple nueve años. Todas las tiendas y todos los portales están cerrados a estas horas y no vas a poder seguir buscando esa dirección. Así que no te vayas todavía…

 

(Ida vuelve a sentarse.)

 

         IDA.-

         Sé que soy un estorbo. Ustedes estaban aquí tan felices y de pronto he aparecido como una intrusa. ¡Qué irrupción más triste y lastimosa la mía!

 

         CARLOS.-

         Todo lo contrario, señora. Justo antes de que usted entrara por la puerta nos invadía a todos una especie de trastorno mental…. Compruébelo usted misma: jarrones rotos, muebles volcados por aquí y por allá, desorden… Estábamos a punto de asesinarnos unos a otros.

 

 

 

 

         OBISPO.-

         Perdone que insista… En relación a su… , en fin, su enfermedad… ¿está en nuestras manos hacer alguna cosa? (Ida se echa otro pedo.)

 

         IDA.-

         Sí que pueden. No recordármela por lo menos.

 

(Silencio.)

 

         Sería lógico que les contara mi vida, de la A a la Z. Tú conoces la A, ustedes conocen la Z…

 

         VICTOR.-

         No. Nosotros conocemos sólo la P….

 

(Inquietud general.)

 

         Su… palidez, su… pena, sus… perlas, sus… párpados, sus pelos…,  sus… privilegios… Conocemos sus piernas, sus pasos, sus pisadas. Usted misma favorece las combinaciones. En un mundo más avanzado la llamaríamos «Musgo de platino»… ¡Oh, musa catalizadora! ¿Qué importan estas expansiones sulfurosas si de esta forma mueren las pasiones destructivas y algunos carbonos perniciosos desaparecen de la faz de la tierra? Usted apareció entre nosotros como una joya se precipita en el mercurio… ¡Compadezco a quien haya de pagar las consecuencias fatales, el culpable de los platos rotos!

 

         IDA.-

         ¿Qué ha querido decir?

 

         CARLOS.-

         No lo escuche, señora. Ni él mismo lo sabe. Debería abofetearle.

 

         OBISPO.-

         ¡Abofetéelo entonces de una vez!

 

(El padre levanta la mano y la mantiene suspendida un instante en el aire. Al poco se arrepiente y deja caer el brazo.)

 

         VICTOR.-

         ¿Me permite decirle, Señor Obispo, que su aliento apesta por las mañanas a café con leche mezclado con ajos y cebollas?

 

         OBISPO-

         Señora, su hijo no tiene remedio.

 

         VICTOR.-

         Mamá, ¡estás embarazada de un niño muerto!.

 

         EMILIA.-

         ¡Víctor!, ¿quieres decir que estoy mal del estómago?

 

         CARLOS.-

         Necesito comprender lo que está pasando aquí.

 

         VICTOR.-

         Es más importante saber escuchar, papá.

 

         IDA.-

         Víctor, ven y siéntate en mis rodillas. Ven tu también, Esther.

 

(Víctor se sienta en la falda de Ida.)

 

         ESTHER.-

         No, yo no voy, tengo miedo de esta señora. Me da miedo esta marrana que no hace más que tirarse pedos todo el rato. Yo me voy.

 

(Sale corriendo hacia el jardín.)

 

         TERESA.-

         ¡Me las pagará, espantaniños!

 

(Sale. Se la oye gritar en el jardín.)

 

         ¡Esther!, ¡Esther!

 

         CARLOS.-

         Yo también voy. Esta criatura es capaz de caerse a la piscina.

 

         EMILIA.-

         ¡Dios del cielo, la niña en peligro de muerte!

 

(Sale corriendo. El Obispo la sigue riendo sonoramente y golpeándose los muslos con las manos.)

 

 

 

Escena II

 

Víctor, Ida.

 

 

         IDA.-

         ¿He hecho algo mal?

 

         VICTOR.-

         Esa niña tiene a quien parecerse. Su padre está loco.

 

         IDA.-

         ¡Ah!

 

(Pausa.)

 

         VICTOR.-

         Estoy muy cómodo en sus rodillas.

 

         IDA.-

         Siéntate mejor, si quieres.

 

         VICTOR.-

         He dicho en las rodillas, pero en realidad estoy sentado sobre sus muslos…

 

         IDA.-

         ¡Es verdad! Muchas veces empleamos expresiones inexactas, imprecisas.

 

(Pausa.)

 

         ¿Y tú cumples hoy nueve años? ¿Solamente nueve?

 

         VICTOR.-

         No estoy seguro. Nadie me inició en la noción de edad hasta los cuatro. Han sido precisos cuatro años más para darme cuenta de que el día veintidós de Abril retorna periódicamente. También es posible que todo esto sea falso y que tenga ahora ciento cinco años…

 

         IDA.-

         ¿Qué dices?

 

         VICTOR.-

         Digo que es posible que tenga ciento cinco años.

 

         IDA.-

         Los humanos no viven tanto. Tendrías que haberte muerto ya.

 

         VICTOR.-

         Mi muerte tampoco probaría nada. Se muere a todas las edades. Por otra parte sé que voy a morir enseguida… por distraer las dudas, o para darme a mí mismo la razón, o por simple delicadeza… Quién lo sabe.

 

         IDA.-

         Siéntate un poco más arriba. Te estás resbalando.

 

         VICTOR.-

         Es verdad, tiene razón.

 

(Pausa.)

 

         IDA.-

         Es mejor que me vaya, no me encuentro demasiado bien. Tú sabrás excusarme ante los demás.

 

         VICTOR.-

         Quédese sólo un poquito más. Si se acercan les oiremos llegar, y entonces se marchará, si así lo desea.

 

 

 

 

         IDA.-

         De acuerdo.

 

(Pausa. Víctor le besa en el cuello repetida y lentamente.)

 

         VICTOR.-

         Dígame una cosa antes de que llegue Esther.

 

         IDA.-

         ¿Qué cosa es esa?.

 

         VICTOR.-

         Estoy enamorado…

 

         IDA.-

         ¿Cómo dices?

 

         VICTOR.-

         Que… amo…

 

         IDA.-

         ¡Eso es imposible!

 

         VICTOR.-

         Más que imposible, inconfesable… Yo se lo cuento porque se va usted a marchar y no la volveré a ver nunca más. Pero le juro que es verdad: estoy enamorado.

 

         IDA.-

         ¡Si tú no puedes…!

 

         VICTOR.-

         No, no puedo hacer el amor. Por eso, antes de separarse de mí, dígame qué es, cómo es. Lo sé todo… menos eso. Y no querría morirme sin saberlo.

 

         IDA.-

         ¿De quién estás enamorado?

 

         VICTOR.-

         No pienso decírselo. Señora, dígame: ¿cómo lo hace usted?.

 

         IDA.-

         ¿Yo…? no lo sé….

 

         VICTOR.-

         ¿Cómo que no lo sabe? Claro que lo sabe. Dígamelo…

 

(Ida vacila. Finalmente se inclina y le habla al oído durante un buen rato. Mientras habla se escucha una música bellísima que impide al público oír sus palabras.)

 

         VICTOR.-

         Gracias, señora, muchas gracias. Pero todo lo que me ha dicho es mentira. A pesar de ello, hágame otro favor. El último.

 

         IDA.-

         Como tú quieras…

 

         VICTOR.-

         (Sin poder contener la risa.) Querría que me dedicara…  ¡un pedo!.

 

(Ida da un grito y se marcha velozmente. Aparece de nuevo y, desde la puerta, grita:)

 

         IDA.-

         ¡Monstruo! ¡Monstruo! ¡Preséntate mañana de mi parte en los Grandes Almacenes y allí dejaré preparada para ti una pequeña escopeta de juguete con balas de verdad!

 

(Desaparece. Entran el Obispo, Carlos llevando a Esther cogida por los hombros, Teresa, que llora amargamente, y Emilia. Colocan en silencio a la niña en el sofá. Lleva el vestido rasgado y los brazos llenos de pequeñas heridas y arañazos. Babea.)

 

 

 

Escena III

 

Víctor, el Obispo, Carlos, Esther, Teresa, Emilia.

 

 

         VICTOR.-

         La señora Muertemarte me ha pedido que la excuséis.

 

         TERESA.-

         ¡Ah, ya se ha marchado…! Me alegro. Mira cómo ha dejado a Esther.

 

         VICTOR.-

         Está muerta, pobrecita.

 

         CARLOS.-

         ¡Fuera de aquí! ¡Qué coño va a estar muerta! Simplemente ha tenido un ataque.

 

         EMILIA.-

         La cosa no parece más grave.

 

         OBISPO.-

         ¡Mirad, ya resucita! Así, así, poco a poco…

 

         TERESA.-

         ¡Esther, hija mía!

 

         ESTHER.-

         ¡Mamá, mamá!

 

         CARLOS.-

         Mojadle la cara con un poquito de agua.

 

         EMILIA.-

         Y úntenle vinagre en las muñecas.

 

         TERESA.-

         Saca la lengua, hija mía. Saca la lengua.

 

         OBISPO.-

         Desabróchenle el vestido para que pueda respirar mejor.

 

         CARLOS.-

         Venga, eso es… Ya vuelve en sí, ya vuelve en sí…

 

(Entra Lilí.)

 

 

 

Escena IV

 

Los mismos y Lilí.

 

 

         LILI.-

         ¿Qué le ha pasado? ¡Pobrecilla!

 

         EMILIA.-

         Nada importante. Ha tenido un pequeño desmayo.

 

         LILI.-

         ¿Me permiten?

 

(Abofetea a la niña un par de veces. Esther se incorpora de golpe.)

 

         Ya está.

 

         VICTOR.-

         ¡Pobre Esther! Todo el mundo emplea con ella el mismo remedio…

 

         ESTHER.-

         (Volviendo en sí.) ¿Y la señora que se tiraba los pedos?

 

         EMILIA.-

         No tengas miedo, mi reina. No tengas ningún miedo. Víctor la ha matado.

 

         ESTHER.-

         ¿Víctor? ¿De verdad?

 

         VICTOR.-

         La he cogido por la cintura, me he comido sus orejas, la he estrellado contra el suelo, le he echado sus diamantes a los cerdos y, después de darle unos cuantos palos en el culo, la he ahogado en el lavabo.

 

(Todos ríen la ocurrencia de Víctor.)

 

         ESTHER.-

         ¡Muy bien! ¡Muy bien, Víctor! ¡Qué pena haber estado dormida! ¡Cómo me habría gustado verlo! Sobre todo, eso que le has hecho en las orejas… ¿Estás seguro de que está bien muerta?

 

         VICTOR.-

         Te lo juro. Ha lanzado una especie de grito y ha liberado por fin su alma.

 

         ESTHER.-

         ¿Sólo el alma?

 

         OBISPO.-

         ¡Esta niña es insaciable! Oye, rica, esa señora no podía de ninguna manera liberarnos Gibraltar.

 

(Entra Antonio muy excitado. Lilí sale.)

 

 

 

Escena V

 

Víctor, el Obispo, Carlos, Esther, Teresa, Emilia y Antonio que lleva una escopeta.

 

 

         ANTONIO.-

         ¡Vaya! ¡Aún estáis aquí! Coged todo lo que habéis traído y vámonos al campo…

 

         CARLOS.-

         ¿Cómo dices?

 

         ANTONIO.-

         A ti no te digo nada. ¡Manos arriba! Eres un cerdo, un deshecho humano, una mierda… Y no me pidas explicaciones o serás tú el que me las tendrás que dar a mí. ¡Cabronazo!

 

         CARLOS.-

         ¡Antonio!

 

         ANTONIO.-

         ¡No hay Antonio que valga! ¡Si vuelves a decir una palabra te meto dos tiros! ¿Me oyes? ¡Dos tiros entre los morros!

 

 

 

         CARLOS.-

         ¡Pero… estás delirando!

 

         ANTONIO.-

         Sí, deliro. Estoy loco. ¿Y qué pasa? (A Teresa.) Tú y la niña ya estáis volviéndoos para casa… Adiós a todos. Tenéis suerte de que no os haga papilla.

 

(Arrastra a su mujer y a su hija hasta la puerta. Todos están horrorizados. Se produce una pausa tensísima. Antonio vuelve a entrar súbitamente pegándole un gran susto a Carlos que se había acercado a la puerta, seguido de Teresa y Esther.)

 

         ANTONIO.-

         (A Carlos.) ¡Bájate los pantalones! ¡Venga! ¡Y las manos arribita!

 

(Vuelve a marcharse. Todos permanecen inmóviles. Irrumpe nuevamente.)

        

         (A Carlos.) ¡Coño! ¡No habéis descubierto que era una broma! ¿Lo he hecho bien, eh? ¿A que soy un actor cojonudo?

 

         CARLOS.-

         ¿Ah, era… era… una…broma…? Vaya, vaya, amigo mío. Vaya con tus bromas. Siempre serás el mismo.

 

         ANTONIO.-

         ¡Soy un actor extraordinario! ¡Confesad que os habéis cagado patas abajo! ¡En la calle, lle, lle, veinticuatro, tro, tro…!

 

         TODOS.-

         -¡Ah, y tanto! Todavía no me he repuesto. -Caramba con Antonio… -¡Qué bien lo ha hecho!. -Hay que estar siempre en guardia con este hombre. -¿Qué hora es? -Es tarde. Tenemos tiempo -Ahora sí. Tenemos que ir pensando en volver a casa.  -Entonces, adiós. Buenas noches. -Un abrazo. –Mua, mua. Que lo pase usted bien, Señor Obispo. -Adiós, adiós. -Adiós, gracias por todo. -Adiós, buenas noches. -¡Qué pillo eres, Antonio!.

 

         ESTHER.-

         (Saliendo la última.) ¡Lo que te has perdido, papá! Ha venido una señora que se tiraba pedos y más pedos… Víctor la ha matado y se ha comido sus orejas…

 

(El Obispo, Teresa, Antonio y Esther acaban de salir.)

 

 

 

Escena VI

 

Víctor, Emilia, Carlos.

 

 

 

 

         EMILIA.-

         Víctor, ha llegado la hora de ajustarte las cuentas.

 

         VICTOR.-

         ¡Ah, no! ¡Basta! Por esta noche ya es suficiente. Mañana será otro día…

 

         EMILIA.-

         De acuerdo, mañana. Esta noche no quiero que me digáis nada más.

 

         VICTOR.-

         Adiós, papá. Adiós, mamá. Buenas noches. (Sale.)

 

         CARLOS.-

         ¡Este niño va a acabar con nosotros!

 

 

(Oscuro)

 

 

 

CUADRO SEGUNDO.

 

Dormitorio de los señores de Zaldívar.

 

 

Escena I

 

Estamos en el dormitorio del matrimonio Zaldívar. Emilia y Carlos intentan inútilmente dormir. Más tarde Lilí.)

 

 

 

         EMILIA.-

         (Gritando sobresaltada.) ¡Carlos!

 

         CARLOS.-

         ¿Qué?

 

         EMILIA.-

         ¿Has cerrado la puerta?

 

         CARLOS.-

         Sí.

 

(La criada entra con una linterna en la mano.)

 

 

         LILI.-

         ¿Ha gritado la señora?

 

         EMILIA.-

         No, creo que no…

 

         LILI.-

         Me había parecido que gritaba. ¿Necesitan algo los señores?

 

         CARLOS.-

         ¿Ha cerrado usted la puerta?

 

         LILI.-

         ¿Qué puerta?

 

         CARLOS.-

         Vamos, váyase a dormir… ¡Qué puerta va a ser! ¡Es usted imbécil!

 

         LILI.-

         La señora no debería permitir que el señor me trate de esta manera.

 

         EMILIA.-

         Váyase a la cama, Lilí. Buenas noches.

 

         LILI.-

         ¡Dios mío, qué casa…!

 

         CARLOS.-

         ¿Cómo dice?

 

         LILI.-

         Digo que la puerta está cerrada, pero … no sé cuál de ellas. (Sale.)

 

 

 

Escena II

 

Carlos, Emilia.

 

 

         EMILIA.-

         ¡Otra que tal baila!

 

(Largo silencio. Ambos parecen haberse adormecido.)

 

         CARLOS.-

         (Incorporándose de pronto.) ¡No puedo dormir! ¡Así de fácil!

 

(Comienza a vestirse hablando entre dientes. Paulatinamente se va excitando hasta que termina hablando a voces y separando mucho las sílabas.)

 

         ¡NO PUEDO DORMIR…! ¡NO PUEDO DORMIR…! ¡NO PUEDO… YO NO PUEDO DORMIR…! ¿Dormir? No puedo, no puedo y no puedo. (Para sí) ¡Basta!. (Respondiéndose.) De acuerdo. Basta. Pero yo no puedo dormir.

 

         EMILIA.-

         ¿Has acabado ya?

 

         CARLOS.-

         Duendecillo, responde a la señora. Yo he prometido no hablarle en toda la noche.

 

         EMILIA.-

         ¿Ah, sí? Pues entonces yo haré lo mismo.

 

(Se pone a gritar con todas sus fuerzas.)

 

         ¡Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, etcétera…!

 

(De golpe y porrazo interrumpe sus oraciones y se abraza a la almohada llorando estrepitosamente.)

 

         CARLOS.-

         Llora, Emilia, eso te calmará. Llora, llora.

 

(Se acerca y le acaricia los cabellos. Cuando Emilia se ha calmado repentinamente le dice:)

 

         ¡Pues sí! ¡Teresa es mi amante!.

 

         EMILIA.-

         (Con la voz muy débil.) Lo sé… Lo sabía…

 

         CARLOS.-

         Efectivamente Antonio es un cornudo.

 

         EMILIA.-

         Y yo también.

 

         CARLOS.-

         Déjame que te explique…

 

         EMILIA.-

         (Sentándose al borde de la cama.) Soy toda oídos…

 

         CARLOS.-

         (Desconcertado.) ¿Es que no me crees? ¿No quieres creer que Teresa y yo somos amantes?

 

         EMILIA.-

         Claro que sí.

 

         CARLOS.-

         Entonces, ¿cómo es que me escuchas?

 

         EMILIA.-

         Para divertirme un rato por lo menos… ¡Me siento tan triste esta noche! ¡Tan triste!

 

 

 

         CARLOS.-

         (Para sí.) Esta mujer es idiota.

 

         EMILIA.-

         Claro, en esta casa tú eres el único sensato.

 

         CARLOS.-

         ¿Yo sensato? ¡Hablas de mi sensatez! Me había olvidado, es cierto. Yo soy el cuerdo y Antonio es el loco…

 

         EMILIA.-

         Te estoy escuchando.

 

(Llaman a la puerta.)

 

         CARLOS.-

         ¿Quién es?

 

         VICTOR.-

         ¡Víctor!

 

         CARLOS.-

         ¿Qué quieres?

 

         VICTOR.-

         Entrar.

 

         CARLOS.-

         Está bien. ¡Entra entonces!

 

 

 

Escena III

 

Carlos, Emilia, Víctor.

 

 

         VICTOR.-

         No puedo dormir…

 

         CARLOS.-

         ¿Qué?

 

         VICTOR.-

         Vengo porque no puedo dormir. Y no puedo dormir, primero porque estoy enfermo, y segundo porque hacéis mucho ruido…

 

         EMILIA.-

         ¿Estás enfermo?

 

         VICTOR.-

         …Y porque hacéis mucho ruido…

 

         CARLOS.-

         ¡Hacemos el ruido que nos da la gana.!

 

         VICTOR.-

         …Y porque estoy enfermo.

 

         CARLOS.-

         ¿Se puede saber qué te duele?

 

         VICTOR.-

         (Indicándose el vientre.) Me duele aquí…

 

         EMILIA.-

         ¿Te duelen las tripas?

 

         CARLOS.-

         ¡Que se vaya a cagar si le duelen las tripas…!

 

         EMILIA.-

         Es posible tener dolor de tripas y no necesitar ir al water.

 

         CARLOS.-

          Mira, Víctor, vas a la cocina, te bebes un vaso de agua, te acuestas boca arriba y respiras profundamente. Verás como se te pasará enseguida. ¡Venga! ¡Danos un beso y a la cama! (Víctor no se mueve.) ¿Me has oido?

 

         VICTOR.-

         Me duelen mucho las tripas, estoy completamente desvelado y si seguís haciendo ruido no podré dormirme en toda la noche. Tengo miedo de que os acabéis matando, a fuerza de remover los muebles. A veces uno piensa tirarse contra el espejo y hete aquí que lo hace contra una simple vidriera…  y como aquí las ventanas y las personas están a la misma altura… y con la manía insensata que tenéis de poner una pistola al lado del orinal… Cualquier día el techo de la cama se va a caer encima de alguien… Y los niños somos siempre los únicos culpables de todo. ¡La Santa Infancia!

 

(Sale con el dedo apuntando hacia el techo.)

 

 

 

Escena IV

 

Carlos, Emilia y después Lilí.

 

 

         CARLOS.-

         ¿Pero qué cojones dice? ¡Cada vez le entiendo menos! ¡Palabra de honor que esto es una provocación al crimen…! Por cierto, ¿qué es lo que quería?

 

         EMILIA.-

         Dormir. Ya lo has oído.

 

         CARLOS.-

         ¡Emilia, escúchame bien! Tengamos calma. Midamos el alcance de nuestros actos. Razonemos fríamente…

 

         EMILIA.-

         ¿Y bien?

 

         CARLOS.-

         Y bien…  Pues que si no conseguimos dormir las consecuencias serán catastróficas. Yo te mataré, o tú me matarás… No lo sé. En el aire se presiente una muerte. ¡Todavía más! La siento aquí mismo… Está ya aquí… Al alcance de la mano…

 

(Da vueltas por la habitación acalorándose más y más.)

 

         Sí. Noto la presencia de la muerte… Estoy sudando…. La culpa de nuestro estado la tiene Víctor.  Este niño tiene un maleficio que nos vuelve locos a todos: al Obispo, a Teresa, a la criada, a la pobrecita Esther… incluso a esa Ida de Muertemarte.. ¡Víctor! Y a nosotros, también a nosotros… ahora lo entiendo. ¡Víctor! ¡Víctor! ¡Siempre Víctor!

 

(Llaman a la puerta.)

 

         EMILIA.-

         ¿Quién es?

 

         VICTOR.-

         (Detrás de la puerta.) ¡Víctor! Estoy enfermo y no puedo dormir…

 

         CARLOS.-

         (Abriendo la puerta y saliendo.) ¡Espérate! ¡Ya verás lo calentito que vas a dormir esta noche!

 

(Gritos. Exclamaciones del padre a cada golpe: «¡Es Víctor! ¡Es Víctor!»)

 

         EMILIA.-

         (Horrorizada.)  ¿Qué has hecho, Carlos?

 

         CARLOS.-

         ¡Le he pegado hasta hacerle sangre!. ¡Se merecía una buena paliza! ¡Es el culpable de todo! (Silencio.)

 

         EMILIA.-

         ¿Y qué más?

 

         CARLOS.-

         ¿Qué más?  ¿Qué… más? (Se deshace en sollozos.) ¡Le he pegado a mi propio hijo!

 

         EMILIA.-

         ¡No, Carlos! ¡No llores, Carlos, chiquitín mío…! Soy yo, Emilia, tu mujer. Venga, ea, ea, cálmate… Soy la que hace un rato querías matar, la que te quería matar… ea, ea. ¡Jesús! ¿Qué nos está pasando, que clase de veneno hemos bebido o qué aire hemos respirado para llegar a esto?

 

         CARLOS.-

         (Fuera de sí.) ¡Un aire fétido! ¡Como el aliento del Obispo, como el culo de Ida Muertemarte, como el humo de los cañones de Palafox! ¡Es un aire de locura… aaa!

 

         EMILIA.-

         ¡Es un aire de locura, es verdad! ¡Pero a mí me gustaría muchísimo dormirme!

 

         CARLOS.-

         ¿Dónde está el frasco de Valium?

 

         EMILIA.-

         ¿Qué vas a hacer? ¿No querrás suicidarte?

 

         CARLOS.-

         Nos tomaremos media cada uno. Nos quedaremos dormidos. Ya lo verás. (Se lo toma.) Toma.

 

(Emilia duda un momento pero se toma también su media dosis.)

 

         ¡Y ahora, a dormir!

 

(Inmediatamente se apaga la luz. Poco a poco se va haciendo una luz difusa que proviene del cielo. Es como si se abriese el techo de la habitación y entrara la noche. El lecho matrimonial parece como si navegara por el firmamento. Durante todo el siguiente monólogo del padre se escucharán al fondo los gemidos y los gritos de Víctor.)

 

         CARLOS.-

         Emilia, empezamos a tranquilizarnos… ¡Te has fijado cuántas estrellas! ¡Qué paz! ¡Por fin! No hay ahora mismo en el mundo ningún narcótico, ningún poder, que me pueda impedir decirte relajadamente y con pocas palabras, en esta posición horizontal en la que me encuentro: ¡Qué guapa es Teresa!

 

(Gemidos.)

 

         Concédeme un momento todavía, Emilia. Hace tres años que quiero a Teresa. ¡Tres años ya!

 

(Gritos.)

 

         Nos citamos por vez primera una tarde de otoño en el Hotel Europa… ¿Te estoy aburriendo?

 

         EMILIA.-

         De ninguna manera. Teresa debió ser muy feliz aquel otoño. Me lo puedo imaginar…

 

 

 

         CARLOS.-

         Eres una santa, Emilia. ¡Una mujer santa y comprensiva!

 

         EMILIA.-

         ¿Y Teresa?

 

         CARLOS.-

         ¡Oh, Teresa! Ella es un torduelo, un calisón, un pularico, una vinosella, una marisaña, un piroseta; yo la llamo mi rivasor, mi vaquinosis, mi grusalla. Teresa es una vaca, pero una vaca como no hay flores.

 

         EMILIA.-

         ¿Y yo?

 

         CARLOS.-

         Escoge tú los calificativos…

 

         EMILIA.-

         Yo soy simplemente tu mujer…

 

(Llaman. Carlos y Emilia se miran. Vuelven a llamar insistentemente.)

 

         LILI.-

         (Desde la puerta.) Señora, me parece que están llamando…

 

         CARLOS.-

         ¡Ah! ¿Sólo le parece?

 

         LILI.-

         No. Estoy segura de que llaman… ¿Abro?

 

         CARLOS.-

         ¡Pues claro que sí! ¡Abra! (A Emilia.) ¿Quién podrá ser a estas horas?

 

         EMILIA.-

         ¿Qué hora es?

 

         CARLOS.-

         Domingo. (Alzando la voz.) ¿Lilí, ¿ha abierto ya la puerta?

 

         LILI.-

         Es la señora Rosales.

 

         CARLOS.-

         Teresa…

 

(Teresa, enloquecida, penetra en la habitación.)

 

 

 

 

 

 

Escena V

 

Carlos, Emilia, Teresa.

 

         TERESA.-

         ¿Dónde está Esther?

 

         CARLOS.-

         ¿Esther?

 

         TERESA.-

         Sí, se ha escapado de casa diciendo: «Me voy a casa de Víctor. Víctor será mi papá, mi papaíto».

 

         CARLOS.-

         ¡Qué barbaridad!

 

         TERESA.-

         En efecto, es una barbaridad. ¡Qué noche, Dios mío, qué fiestecita! ¿Dónde está Esther?

 

         EMILIA.-

         Amiga mía, nosotros no la hemos visto. Si la hubiéramos visto se lo diríamos. La niña no está aquí.

 

         TERESA.-

         ¿Que no está? (Desconfiando de ellos.) ¿No pensarán vengarse con ella, verdad? ¿No querrán matarme a la nena?

 

         EMILIA.-

         ¿Matar a su hija? ¡Dios mío! ¿Porqué habríamos de hacer una cosa así? Ya tenemos suficiente con matarnos entre nosotros…

 

         TERESA.-

         ¡Mi hija está aquí! ¿Me oyen? Estoy tan segura como de que me llamo Teresa.

 

         CARLOS.-

         Sea razonable… Veamos, ¿cómo podría haber entrado?

 

         EMILIA.-

         ¡Fuera de mi vista!

 

         CARLOS.-

         Váyase y vuelva mañana. Hagamos una tregua esta noche. Lo aclararemos todo mañana, ya lo verá.

 

         TERESA.-

         Yo no me voy de aquí sin mi hija.

 

 

 

 

         EMILIA.-

         ¡No estoy escondiendo a su hija en el bolsillo! Si no se fía de nosotros puede llevarse al niño en prenda por esta noche.

 

         CARLOS.-

         No sea tozuda, Teresa, y vuélvase a casa. Le doy mi palabra de honor: aquí no ha venido Esther.

 

         TERESA.-

         (A Emilia.) ¡Seguro que la tiene usted escondida por algún sitio! Hace un rato ha querido ahogarla en la carbonera para vengarse de que le he quitado a su marido… ¡Pues sí, se lo he quitado!

 

         CARLOS.-

         No saquemos ahora las cosas de quicio… Tranquilicémonos todos. Ahora váyase a casa, vuelva al lado de su marido.

 

         TERESA.-

         ¡Ah, ja, ja, ja! (Ríe histéricamente.) ¡Antonio! ¡El chalado de Antonio! En este momento está en camisón de dormir asomado al balcón y dando a gritos órdenes a las tropas sitiadas: ¡Defiendan el flanco de la derecha! ¡Ahora por el flanco izquierdo! ¡Adelante, muerte a los franceses! Esther ha huido como si hubiera visto al mismísimo demonio, llamando a Víctor. Lo ha estado buscando por todo el vecindario. ¿De verdad no está aquí? ¿Carlos, no irás a degollar a mi hija, verdad?

 

(Se pone a gritar.)

 

         ¡Al asesino! ¡Al asesino!

 

(Carlos le tapa la boca con la mano. Se escuchan ruidos y voces en los apartamentos vecinos: «-¿Qué pasa?» «-Es casa de los Zaldívar. Se están degollando».  Suena el timbre de la puerta.)

 

 

 

Escena VI

 

Los mismos, Lilí.

         LILI.-

         ¿Para qué quieren que cierre las puertas si todos los vecinos están asomados a las ventanas? ¿Les parece bonito? Pasen y vean: ¡El mejor espectáculo de las ferias: La casa del crimen! ¡O se callan ustedes de una vez o yo me largo ahora mismo!

 

(Lilí sale. Casi simultáneamente se abre la puerta de la derecha. Entra Víctor llevando a Esther cogida de la mano. La niña se tapa los ojos.)

 

 

 

 

 

 

 

Escena VII

 

Los mismos, Víctor y Esther.

 

        

         TERESA.-

         ¡Esther! ¡Esther! ¡Hijita mía! (A Emilia.) ¿Querían raptarte, verdad?

 

         EMILIA.-

         ¿Pero por dónde has entrado, ángel mío?

 

         ESTHER.-

         Por el jardín.

 

         EMILIA.-

         ¿Y para qué has venido a estas horas?

 

         ESTHER.-

         Porque quería ver a Víctor.

 

         VICTOR.-

         Ha venido a verme.

 

         CARLOS.-

         ¿Y qué te ha dicho?

 

         VICTOR.-

         Nada. Se ha tendido a los pies de la cama.

 

         CARLOS.-

         ¿Y no ha dicho nada?

 

         VICTOR.-

         (A Esther) ¿Has dicho alguna cosa?

 

         ESTHER.-

         Sí. He dicho: «Hola, Víctor».

 

         CARLOS.-

         ¿Y después?

 

         VICTOR.-

         Se ha dormido hasta que la habéis despertado. (A Teresa). ¿Quiere llevársela? Pues llévesela. Tengo mucho dolor de tripas.

 

(Un largo silencio.)

 

         EMILIA.-

         (En éxtasis.) ¡Oh! ¡Loado sea Dios! Ahora lo veo claro: es el Cielo quien nos la ha devuelto. ¡Esto ha sido obra de Dios! ¡Bajo esta apariencia de fuga no es difícil descubrir la milagrosa intervención de la Divina Providencia! ¡Arrodillaos, hijos míos! ¡Arrodíllate, Carlos! ¡Arrodíllese, Teresa! ¡Los designios del Señor son inescrutables! Henos aquí reunidos gracias al más conmovedor de los prodigios. Usted, la mujer adúltera… ¡no, no proteste! ¡Tú, el padre indigno! ¡Yo, la madre infortunada! ¡Vosotros, hijos de mi corazón, inocentes testimonios de redención!

 

         TERESA.-

         ¡Lo veis! ¡Es equitativo, justo y razonable! ¡Gloria al Señor!

 

         CARLOS.-

         ¡Prodigioso! ¡Yo también lo comprendo ahora! ¡Jesús! ¡Jesús!

 

         ESTHER.-

         ¡Prodigioso! ¡Prodigioso!

 

         VICTOR.-

         ¡Uuuiii! ¡Qué dolor de tripas! ¡Qué dolor de tripas!

 

         EMILIA.-

         ¡Levantaos todos! ¡Levantaos! Deme su mano, Teresa, y póngala sobre la cabeza de Esther. Dame tu mano, Carlos, tu mano vil de depravado, y ponla también sobre los cabellos de Víctor. Ahora, rezad… Jurad solemnemente que renunciáis a vuestras relaciones pecaminosas.

 

         CARLOS.-

         Juro que no me acostaré más contigo, Teresa; que no te traicionaré más, Emilia; y que siempre seré un esposo ejemplar.

 

         TERESA.-

         Juro sobre tu cabeza, Esther, que renuncio desde este instante a la funesta pasión que siento por Carlos y que ayudaré a Antonio hasta la muerte.

 

         EMILIA.-

         Gracias, gracias…

 

(Lloriquea. Se abrazan por parejas.)

 

         VICTOR.-

         ¿Habéis acabado ya? ¡Uuuiiii! ¡Qué dolooorrr de tripas! ¡Qué dolor de vientre!

 

         CARLOS.-

         ¿No te encuentras mejor, Víctor?

 

         VICTOR.-

         Me dan unos retortijones…

 

(Llaman.)

 

         CARLOS.-

         ¿Otra vez? No paran de llamar. ¡Acabaré arrancando este maldito timbre!

 

         EMILIA.-

         ¿Quién es? (Entra Lilí.)

 

 

 

Escena VIII

 

Los mismos, Lilí y después María.

 

 

         LILI.-

         Es María.

 

         TERESA.-

         ¡Mi criada! (A Lili.) ¿Qué quiere?

 

         LILI.-

         Entra, María.

 

         MARIA.-

         Señora, le devuelvo el delantal y le entrego esta carta. No necesita respuesta. ¡Buenas noches y adiós para siempre! (Sale.)

 

 

 

Escena IX

 

Carlos, Emilia, Teresa, Víctor, Esther.

 

 

         TERESA.-

         (Lee la carta en silencio. Poco a poco se va hundiendo en sí misma. Al terminar lanza una especie de grito ahogado y se echa a llorar amargamente.) ¡Ah!

 

         CARLOS.-

         (Apresurándose.) ¿Teresa, qué le ocurre?

 

         TERESA.-

         Antonio…  El bobito de Antonio… (Expectación general.) ¡Se ha ahorcado!

 

         TODOS.-

         ¡Oh! ¿Qué? ¿Eh?

 

         TERESA.-

         Se ha colgado del balcón… , en camisón de dormir…

 

         CARLOS.-

         No puede ser…

 

 

 

 

         TERESA.-

         Léalo usted mismo.

 

(Durante la lectura Teresa se agita convulsivamente en una mezcla de sollozos y risas. De pronto todos quedan inmóviles. Aparece el cadáver de Antonio.)

 

 

 

Escena X

 

Los mismos y el cadáver de Antonio.

 

 

(El cadáver de Antonio pronuncia sus propias palabras escritas en la carta)

 

         ANTONIO.-

         «Adiós, Teté. Me he ahorcado. He preparado el mástil del balcón, he atado a su extremo los cordones verdes de las cortinas del salón, me he subido en la tabla de madera sobre la que tú hacías aquellas rosquillas tan ricas y he metido la cabeza por el nudo corredizo del extremo. En fin, que me he ahorcado… Seguro que en este momento mi cuerpo se balancea al viento como si fuera la bandera de la ciudad sitiada por el enemigo. Antes coloqué un último disco en el plato de la gramola para morir al son de «Los sitios de Zaragoza». Mi última voluntad es que, cuando regreses a casa y antes de descolgarme, quites el disco y lo estrelles contra el suelo. Que busquen para Víctor en el empedrado de la plaza de la Lealtad la mandrágora de mi última felicidad. Adiós, Teté. Adiós, Teresa. Antonio.

P.S. Muy importante: no se te olvide pedirle a Carlos que consuele a su hija. A padre cornudo, hija adulterina. Vale más así; estas cosas contribuyen a hacer que las razas estallen en mil pedazos. ¡Viva España!

 

(Un inmenso y pesado silencio. Se marcha el cadáver de Antonio.)

 

 

 

 

Escena XI

 

Los mismos, que recobran la movilidad, menos el cadáver de Antonio.

 

 

         ESTHER.-

         Mamá, ¿qué quiere decir cornudo? (Como nadie le contesta la niña insiste.) ¿Qué quiere decir cornudo?

 

         TERESA.-

         Un cornudo es un… demoniete…

 

         EMILIA.-

         (Llorando.) ¡Oh, basta, basta, basta!

 

         TERESA.-

         ¡Es demasiado! ¡Esto sobrepasa todas las medidas. Hemos llegado al límite de lo tolerable!

 

         VICTOR.-

         No se puede añadir nada más. El patio está saturado.

 

(Sale con la mano en el vientre.)

 

 

 

Escena XII

 

Los mismos menos Víctor.

 

 

         ESTHER.-

         (Recitando.)

                                      El diablito de los cuernos

                                      se ha muerto esta mañana.

                                      Su mamá le quería tanto,

                                      su mamá le quería tanto

                                      que lloró hasta el anochecer.

 

         EMILIA.-

         (A Carlos.) Deberías acompañar a Teresa y Esther a su casa y ayudarles a cumplir todas las formalidades.

 

         TERESA.-

         Ya me apañaré yo sola. No hace falta que vengas.

 

         CARLOS.-

         Teresa, necesitarás ayuda cuando te encuentres delante de… delante de la muerte… ¡Ah, eres una santa, Emilia! ¡Eres la más santa de las mujeres!

 

         EMILIA.-

         Marchaos, yo espero aquí. Espero que no tengáis la osadía de engañarme también esta noche.

 

         TERESA.-

         ¡Oh, Emilia! ¿Cómo puede decir eso? ¡Esta noche! Hemos jurado no volver a engañarla nunca más. Y usted nos ha perdonado.

 

         EMILIA.- 

         Sí, pero no hay situaciones inapropiadas para según qué cosas…

 

         CARLOS.-

         Puedes estar tranquila… (Se oye un gran grito.) ¿Qué ha sido eso?

 

         EMILIA.-

         (Sale gritando.) ¡Víctor! ¡Víctor!

 

(Silencio. Emilia vuelve a entrar con Víctor desmayado entre los brazos)

 

 

 

Escena XIII

 

Los mismos y Víctor

 

 

         EMILIA.-

         ¡Oh, esto es el final! Me lo he encontrado desmayado en el pasillo. ¡Corre Carlos! ¡Deprisa! ¡Acompaña a Teresa y Esther y vuelve con un médico!.

 

(Carlos, Teresa y Esther salen atropelladamente después de haber ayudado a colocar al enfermo sobre la cama. Emilia se queda sollozando.)

 

 

 

Escena XIV

 

Emilia, Víctor

 

 

         EMILIA.-

         ¡Víctor! ¡Víctor! ¡Mi querido Titín! Pequeño mío, hijo mío! Porque tú, al menos, tu sí que eres mi hijo… ¡Jesús, María y José y toda la corte celestial, permitid que mi hijo recobre el habla y pueda responder a todas las preguntas de su angustiada madre! ¡Víctor! ¡Víctor mío! ¿No dices nada?. ¡Está muerto!. ¿Estás muerto, Víctor? ¡No podría vivir sin mi hijo! ¡Hijo de mis entrañas!

 

(Víctor se mueve ligeramente y lanza un pequeño gemido.)

 

         ¡Ah!, ¡ah! Te mueves. No estás muerto… ¿Entonces, ¿porqué no me contestas? ¿Dime? Lo haces a propósito, como siempre… Quieres que retuerza los brazos, que me tire de los pelos… ¿Es eso lo que quieres? ¡Ya que puedes mover tu cuerpo inmenso no te costaría nada mover la lengua, tan pequeñita! No te costaría nada… ¿No puedes hablar? A la una, a las dos… ¡Víctor! A la una, a las dos y ¡a las tres! ¡Toma un cachete,  por tozudo!

 

(Le pega.)

 

         VICTOR.-

         Hace falta ser desgraciada para pegarle a un niño que está sufriendo… ¿Qué nombre merece una madre que le pega a su hijo moribundo?

 

         EMILIA.-

         ¡Perdón! ¡Perdóname, Víctor! No sabía lo que estaba haciendo. ¡Pero es que tu también a veces…! ¿Porqué no me contestabas?

 

         VICTOR.-

         ¿Qué nombre tiene una madre que maltrata a su hijo moribundo?

 

         EMILIA.-

         Deberías haber respondido, Titín; deberías haberlo hecho, hijito mío…

 

         VICTOR.-

         Muy bien, si no me quieres contestar ya te lo digo yo… ¡Una madre que hace eso es un monstruo!

 

         EMILIA.-

         ¡Perdóname, Víctor! ¡Cuántas veces te he perdonado yo a ti! Después de esta nochecita del demonio que nos has dado bien podrías perdonarme. Hijo mío, si tú me faltases yo también me moriría.

 

         VICTOR.-

         ¿Crees que me voy a morir?

 

         EMILIA.-

         ¡Oh, no! Seguro que no. No sé lo que te pasa, pero no te preocupes, ya verás cómo no será nada… ¡Morirte! Criatura mía, eso es imposible. Todavía eres demasiado joven.

 

         VICTOR.-

         Se muere a todas las edades. Sencillamente…

 

         EMILIA.-

         Pero tú no te vas a morir. Yo no quiero que te mueras. Ahora sólo quiero que me perdones…

 

         VICTOR.-

         Va, va, madrecita, sigo implacablemente el hilo lógico de tu razonamiento… «Primo», no me puedo morir; «secondo», si me muriera…; y «tertio», si me muero es preciso, entonces, que te perdone… Estás perdonada, no te preocupes. ¡Que descanse tu conciencia!

 

(La bendice. Emilia solloza y besa temblorosamente la mano del niño.)

 

         Hay niños precoces, de una precocidad que se aproxima a la genialidad. ¡Hay niños geniales!.

 

         EMILIA.-

         ¿Qué?

 

         VICTOR.-

         ¡Escucha! Hércules desde la cuna estrangulaba serpientes. Pascal, ayudado de palos y círculos reencontraba las propuestas esenciales de la geometría de Euclides. Mozart de niño, con el arco de su violín, maravillaba a los asistentes de la galería de esculturas de Luxemburgo. El pequeño Federico jugaba simultáneamente veinte partidas de ajedrez y las ganaba todas. Todo esto no es nada si lo comparamos con el caso de Jesucristo, quien, nada más nacer, fue proclamado Hijo de Dios… Estos gloriosos precedentes abruman al hijo de Carlos y Emilia Zaldívar, que va a morir exactamente el día que cumple los nueve años…

 

         EMILIA.-

         ¡Hijito mío!

 

         VICTOR.-

         Es preciso que sea así. ¿Qué me queda por vivir, por conocer en este pequeño mundo familiar, este mundo claustrofóbico y asfixiante?

 

         EMILIA.-

         Pues… te queda el trabajo, la estimación y el cariño de los tuyos… Eres nuestro hijo único.

 

         VICTOR.-

         Ahora lo has dicho. Solamente me queda ser hijo único. ¡Único!. Con la ayuda de la naturaleza tengo nueve años y mido dos metros. Desde los cinco años -entonces medía un metro sesenta- he comprendido que debería dedicarme exclusivamente a la Unicidad.

 

         EMILIA.-

         ¿A qué?

 

         VICTOR.-

         A la Unicidad. La he buscado en silencio, secretamente. Y, por fin, la he encontrado…

 

         EMILIA.-

         ¿La has encontrado? Desvarías…

 

         EMILIA.-

         ¡Eureka! ¡He encontrado los resortes de la Unicidad!

 

         EMILIA.-

         ¡Pobrecito mío! ¿Y qué resortes son esos?

 

         VICTOR.-

         Los resortes de la Unicidad… ¡Oh! ¡Te lo explicaría fácilmente si tuviéramos aquí una hoja de papel y un lápiz!

 

         EMILIA.-

         ¿Quieres que vaya a buscarlos?

 

         VICTOR.-

         No, no, es inútil. No tendría fuerza para escribir.

 

         EMILIA.-

         ¿Entonces qué?

 

         VICTOR.-

         No importa. Trataré de explicártelo como pueda. Los resortes de la Unicidad…

 

(Entra el padre seguido del doctor y del Obispo.)

 

 

 

Escena XV

 

Emilia, Víctor, Carlos, el doctor, el Obispo y más tarde Lilí

 

 

         VICTOR.-

         ¡Ah! ….¡Uuuuuiiii! ¡La ciencia y la religión se unen para despedirme!

 

         DOCTOR.-

         ¡Bien, aquí está nuestro enfermo! ¿Qué es lo que no te funciona bien, chaval? ¿Tienes pupa en la tripita?

 

         VICTOR.-

         Sí, señor médico. Tengo pupa aquí. En la tripita…

 

         DOCTOR.-

         No tiene aspecto de ser nada grave. Señora, deme una servilleta y una cuchara. Túmbate boca abajo. ¿Tiene fiebre?

 

         CARLOS.-

         No lo sé. (Molesto.) Compruébelo usted mismo. (Sale.)

 

         DOCTOR.-

         Veámoslo entonces.

 

(Le toma la temperatura rectal. Largo silencio. Vuelve a entrar Carlos, nervioso como siempre, seguido de Lilí que también parece muy excitada.)

 

         LILI.-

         (En voz baja.) ¡Señora! ¡Señora!

 

         EMILIA.-

         ¡Chisst! ¿Qué pasa?

 

         LILI.-

         Escúcheme por favor…

 

(Lleva a Emilia aparte y le murmura unas palabras en el oído. Emilia escucha horrorizada.)

 

         EMILIA.-

         ¡No es posible!

 

(Carlos da unos pasos hacia la puerta. Emilia corre a su lado.)

 

         ¡Carlos!

 

         CARLOS.-

         ¿Qué pasa?

 

         EMILIA.-

         ¿Qué vas a hacer? Ven aquí ahora mismo.

 

(Carlos vacila. Emilia le coge del brazo.)

 

         ¡Dame eso inmediatamente!. ¡Dámelo!

 

         VICTOR.-

         (Sin haber podido ver nada de esta escena entre Carlos y Emilia.) Papá, hazle caso a mamá y no fumes ahora. El humo me molesta. Dale la pipa y así no caerás en la tentación…

 

(Carlos le entrega a Emilia un revólver.)

 

         Conviene no apoyarse demasiado en los resortes de la Unicidad.

 

         DOCTOR.-

         ¿Qué dices?

 

         EMILIA.-

         No le haga caso, doctor. Desvaría, doctor, desvaría…

 

         CARLOS.-

         Sí, sí, se le va la cabeza…

 

(Lilí, que no se ha movido en toda la escena, desaparece.)

 

 

 

Escena XVI

 

Los mismos menos Lilí.

 

 

         DOCTOR.-

         (Consultando el termómetro.) No es extraño que se le vaya la cabeza. Tiene… tiene mucha fiebre.

 

         EMILIA.-

         ¿Qué cree usted, doctor?

 

         DOCTOR.-

         Voy a auscultarle. (Lo hace.) Treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete…

 

         VICTOR.-

         …treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta…

 

(El doctor continúa auscultando.)

 

         CARLOS.-

         ¿Qué le ocurre?

 

         DOCTOR.-

         Un momento…

 

         VICTOR.-

         (Chillando.) ¡Ooohuuuiii! ¡Ooouuuiii! ¡Ooouuuhhiiii!

 

         OBISPO.-

         ¡Ave María Purísima!

 

(Carlos y Emilia corren a arrodillarse al lado de la cama. Finalmente Víctor se calma y pregunta:)

 

         VICTOR.-

         ¿A qué hora nací, mamá?

 

         EMILIA.-

         A las once y media de la noche.

 

         VICTOR.-

         ¿Y qué hora es ahora?

 

         CARLOS.-

         Faltan dos minutos para las once y media.

 

         VICTOR.-

         Es ya la hora para decirte, mamá, cuáles son los resortes de la Unicidad. Los resortes de la Unicidad son…

 

         CARLOS.-

         ¿Pero se puede saber de qué se está muriendo, doctor?

 

         DOCTOR.-

         Se muere de…

 

         VICTOR.-

         Me muero de la Muerte. La muerte es el último resorte de la Unicidad…

 

         DOCTOR.-

         ¿Qué quiere decir?

 

         CARLOS.-

         A mí no me pregunte. ¡Yo nunca he entendido a este niño!

 

         EMILIA.-

         ¿Y los otros, Víctor, los otros resortes? ¡Deprisa, falta un minuto para las once y media…!

 

         VICTOR.-

         Los otros… (Pausa.) Los he olvidado…

 

(Muere.)

 

         DOCTOR.-

         Los niños obstinados tienen este destino cruel…

 

(El doctor y el Obispo salen. Mientras se van marchando baja una cortina negra. Oscuro. Se escuchan dos fuertes detonaciones. La cortina vuelve a subir. Emilia y Carlos yacen tendidos a los pies de la cama donde se encuentra Víctor. Entre ellos hay un revólver del que todavía sale humo. Se abre una puerta y aparece la criada.)

 

         LILI.-

         (Dirigiéndose al público.) ¡Lo que yo me temía: esto era una tragedia!

 

 

 

 

TELON FINAL

        

 

        

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VICTOR

 

o los niños al poder

 

de Roger Vitrac

 

 

 

Traducción y versión de Francisco Ortega Suárez

«Los Beatles contra los Rolling Stones», de Jordi Mesalles y Miquel Casamayor.

May 22, 2009

7xuypgk

         El traductor y adaptador, en un arranque de protagonismo fuera de toda lógica y contraviniendo las más elementales normas del pudor, ha decidido dedicarle esta pieza a:

 

            A mi amigo Jordi Mesalles… por tantas cosas,

            y porque ha decidido dejarse el pelo largo

            para cruzar el milenio en un homenaje vivo y permanente

            al Mayo del 68.

            A John Lennon.

            A Paul MacCartney.

            A George Harrison.

            A Ringo Star.

            A los Rolling Stones,

            y a los Doors, los Animals, King Crimson,

            Supertramp, Pink Floyd, Queen, Moody Blues, etc.

            A Leo Ferré, Jacques Dutronc, Johnny Hallyday, Silvie Vartan,

            Françoise Hardy, Jane Birkin, Serge Geinsbourg, etc.

            A los clientes pasados, presentes y futuros

            del Polly Magoo de París.

            A Paco Ibáñez, que una mañana en esa ciudad

            me enseñó el secreto de hacer castañuelas.

            Y a Serrat, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Labordeta,

            La Bullonera, Ovidi Montllor, Lluis Llach,

            Los Bravos, Los Canarios, Los Brincos, Los Pekenikes.

            A aquellos compañeros de Preu A

            con los que compartí sin saberlo una revolución paralela.

            A mi madre, que una mañana me despertó

            y me dijo que John Lennon había sido asesinando,

            poniendo punto final a aquello que fue

            mi adolescencia.

            Y, naturalmente, a Lupe, Paola y Fran, que acabaron de escribir esta historia y que junto a Maribel, Eva, Laura, Letizia,            Rafa, Javier, Rubén, Ibán y José Carlos, le pusieron cuerpo y voz a esta crónica teatral de los últimos treinta años de la vida de España.

            Que sean felices.

 

                                                                                                          F.O.

Personajes.

 

Las chicas:

         BRIGITTE (Catorce años. Hija de madre francesa y padre español.)

         ROSA MARIA ROCAMORA (Catorce años. Hija de la familia Rocamora, el mejor partido de la ciudad.)

         MARIA ANGELES. (Trece años. Hija de clase media-baja.)

         LILITH. (Veinte años. Camarera del «Submarino amarillo»)

         MIKI. (Veinte años. Hija de Jaime y Rosa María.)

Los chicos:

         MIGUEL (Quince años. Vive en la zona obrera.)

         TONI (Diecisiete años recién cumplidos. Chico de clase media.)

         JUAN ALBERTO ROCAMORA. (Quince años. Hermano de Rosa María.)

         JAIME SASTRE. (Quince años. Hijo de comerciantes.)

         LUIS. (Diecisiete años. Vive en uno de los barrios más cutres.

         Voces de Locutores.

 

 

 

 

 

 

  

La acción podría desarrollarse en cualquier gran ciudad española.

Primera parte: 1966.

Segunda parte: 1969.

Tercera parte: 1999.

 

 

Primera parte:

LA DESPEDIDA DEL MATRIMONIO DRACULA.

         (1966. Sábado por la tarde. Rincón en un bar del barrio de las putas. Entran, tímidos y nerviosos, Jaime, Juan Alberto, Miguel y Toni. Dan vueltas alrededor de una máquina de discos -llamadas Sinfonolas-, observando el ambiente de forma disimulada, como si buscasen a alguien.)

 

JAIME.-

¿Sabéis aquel de los Beatles?

 

JUAN ALBERTO.-

Déjate ahora de chistes… ¿está o no está?

 

TONI.-

(Nervioso, negando con la cabeza.) No gritéis, que nos van a echar de aquí…

 

JAIME.-

Os lo cuento y así se os irán pasando los nervios… George y Ringo van en un tren lleno de gente y casi no pueden ni moverse… De pronto a George le entran unas ganas tremendas de mear y como están al lado de la ventanilla (hace la acción de abrir una ventanilla) Ringo la abre y le dice que saque la tita… George lo hace y cuando está meando más a gusto Ringo, la cierra de golpe. George grita ¡Ayyyyy! y Ringo se pone a cantar: «Se la pillé, yé, yé, se la pillé, yé, yé»…

 

         (Carcajadas. Juan Alberto ha metido una moneda en la máquina y comienza a oirse «She loves you». Los primeros compases suenan con mucho volumen. Una voz de locutor en off hace la presentación del espectáculo. Los chicos se mueven al compás de la música.)

 

VOZ DEL LOCUTOR.-

(En off) Los Beatles contra los Rolling Stones. Primera parte. La despedida del matrimonio Drácula.

 

         (La música baja de volumen.)

 

TONI.-

Vámonos. Hoy no ha venido Eva.

 

JUAN ALBERTO.-

¿Y cómo sabes que se llama Eva?

 

         (Los otros ríen.)

 

JAIME.-

Mirad aquella gorda. Me parece que nos está sacando la lengua a nosotros.

 

MIGUEL.-

¡Qué tetamen tiene!

 

JAIME.-

Con una sola teta te podría ahogar.

 

MIGUEL.-

¡Qué gusto me daría!

 

JUAN ALBERTO.-

Por lo menos tiene cuarenta años… Podría ser vuestra madre. ¿Eva las tiene igual de gordas?

 

TONI.-

Calla, sonao… Eva es mucho más joven.

 

MIGUEL.-

Y además es clavada a Françoise Hardy. Toni dice que lo que más le gusta de ella es cuando se desabrocha los vaqueros y se le ven esas braguitas que lleva de color azul cielo…

 

JUAN ALBERTO.-

Eso lo has visto en una foto de aquella revista francesa de tu hermano.

 

JAIME.-

¡Mira, se ha puesto colorado! ¿No te has ido nunca de putas, o qué?

 

TONI.-

¡Vete a la mierda!

 

         (Risas. A contraluz puede verse la silueta de una chica que se mueve de manera provocativa.)

 

MIGUEL.-

¡Mirad porqué se ha puesto colorado!

 

TONI.-

¡Tú que sabes!

 

TODOS.-

(Gritando. Toni se escapa.) ¡Eva!

 

JAIME.-

Acaba de salir de la habitación con aquel marinero. ¡Ostras, qué ojeras! ¡Se ha quedado más chupado que una piruleta!

 

JUAN ALBERTO.-

Seguro que ese yanqui ha hecho con ella algo más que mirarle el color de las bragas…

 

         (Risas.)

 

TONI.-

¡Sois unos gilipollas!

 

JAIME.-

¡Está enamorado!

 

JUAN ALBERTO.-

¿No decías que la conoces…? Pues ve a decirle algo.

 

TONI.-

No, ahora no, que está trabajando.

 

         (Los chicos comienzan a hacerle señas.)

 

TONI.-

Estáos quietos, imbéciles. No se puede ir a ningún sitio con vosotros. Yo me largo.

 

JUAN ALBERTO.-

¡Cobarde, gallina! ¡Ve a decirle alguna cosa!

 

MIGUEL.-

Demuéstranos que la conoces.

 

TONI.-

Sois un pelmas… Está bien, ¡Allá voy!

 

 

         (Toni se acerca lentamente hacia donde está la chica sentada en un taburete, esperando clientes. Le pide fuego y ella se lo da acariciándole la mejilla.)

 

JAIME.-

¡Hostia, tú, mirad, mirad…!

 

TONI.-

(Vuelve embelesado.) Tiene unos ojos tan azules, un pelo tan suave… ¡Es tan guapa…! Todavía siento su mano en mi mejilla…

 

JAIME.-

¡No, si acabarás diciendonos que te la has follado!

 

JUAN ALBERTO.-

¡Te has puesto cachondo!

 

TONI.-

No entendéis nada.

 

JUAN ALBERTO.

¡Chissst! (Señalando hacia la chica.) Ahora se va con otro.

 

JAIME.-

Pues anda que tiene una pinta ese tío…

 

JUAN ALBERTO.-

¡Seguro que le va a pegar un sifilazo!

 

JAIME.-

¿Un sifilazo? ¿Y eso qué es?

 

JUAN ALBERTO.-

Una enfermedad muy fea. Primero te salen una manchas en la polla, y después se te va cayendo a rodajas… Así: chas, chas, chas…

 

TONI.-

Desde luego, sois repugnantes.

 

MIGUEL.-

¿Qué crees que les pasa a todas estas tías? ¡Que se gastan muy pronto, chaval!

 

 

 

TONI.-

Pero también pueden encontrar en la vida alguien que las quiera no sólo para follárselas…

 

JAIME.-

Un pollafría como tú… ¿Te refieres a eso?

 

JUAN ALBERTO.-

Cuando seas un famoso novelista, vienes a buscarla y la sacas de la miseria.

 

         (Risas.)

 

TONI.-

Tú vendrás a buscarla cuando hayas vendido un millón de discos de esas «pachangas» horrorosas que compones….

 

         (Risas.)

 

JAIME.-

Entonces las tetas le pesarán ya más que a la gorda de antes.

 

JUAN ALBERTO.-

¿Cronometramos cuánto tarda en salir el sifilítico?

 

TONI.-

¡Coño, no digas esas cosas… !

 

JAIME.-

Ahora deben estar entrando en la habitación…

 

JUAN ALBERTO.-

Ahora se debe estar lavando en la palangana…

 

JAIME.-

¿Qué palangana?

 

JUAN ALBERTO.-

La palangana para… (Hace el gesto de lavarse sus partes.)

 

TONI.-

¡Iros a la mierda! Me tenéis hasta los huevos. ¡Me voy!

 

TODOS.-

¡Está enamorado! ¡Está enamorado!

 

         (Se marcha del bar. Oscuro.

Mientras tanto en un piso de la zona aristocrática de la ciudad la hermana de Juan Alberto -Rosa María- y dos amigas -María Angeles y Brigitte- vestidas de uniforme de colegio del Sagrado Corazón, están merendando un chocolate con bollos. La habitación está llena de detalles de decorador enamorado de la moda juvenil. Miran embobadas un cartel de los Beatles.)

 

MARIA ANGELES.-

¿Cuál de los cuatro os gusta más?

 

ROSA MARIA.-

George es el que tiene más personalidad (Señalando a John.) Este dicen que es el más inteligente.

 

BRIGITTE.-

Pero el más guapo es Paul. (Señalando a Ringo.) Ringo es el más legal.

 

MARIA ANGELES.-

Sí, Ringo es muy simpático… Tiene cara de bonachón.

 

ROSA MARIA.-

Paul es un poco soso y a mí no me gusta. Además se parece un poco a mi hermano.

 

BRIGITTE.-

¡Qué dices! Paul es mucho más guapo que tu hermano.

 

MARIA ANGELES.-

Pues a mí Juan Alberto me gusta mucho.

 

ROSA MARIA.-

A ti te gustan todos los hombres. ¡Hasta Torrebruno!

 

BRIGITTE.-

Pues yo, -¡envidia! ¡envidia!-, fui a verles actuar a Barcelona con mis hermanos mayores. Estuve en primera fila y pude echarle besitos. Me movía tanto y gritaba tanto que se fijó en mí y me guiñó un ojo varias veces.

 

MARIA ANGELES.-

¡Qué suerte que tienes! Ver a los Beatles en directo… Jolín. Y con tus hermanos mayores…

 

 

 

ROSA MARIA.-

Los chicos de nuestra edad son unos críos. Toni, que es el más mayor, acaba de cumplir los dieciseis años. El otro día le conté el chiste de Drácula y no entendió nada.

 

MARIA ANGELES.-

¿Qué chiste?

 

BRIGITTE.-

¿No lo saaaabes? (Rien.)

 

ROSA MARIA.-

¡No sabe el chiste de Drácula! ¡No sabe el chiste de Drácula!

 

BRIGITTE.-

¿Quieres que te lo cuente?

 

MARIA ANGELES.-

¡Va, sí, cuéntamelo…! Entre buenas amigas no debe haber secretos.

 

         (Rosa María y Brigitte se dicen algo a la oreja y se rien.)

 

ROSA MARIA.-

 Drácula, antes de marcharse de su castillo, le dice a su mujer: «Adiós, querida, hasta el mes que viene».

 

         (Brigitte y Rosa María vuelven a reirse.)

 

MARIA ANGELES.-

No os riáis tanto y acaba de contármelo…

 

ROSA MARIA.-

No, si ya está…

 

BRIGITTE.-

Se ha acabado.

 

MARIA ANGELES.-

¿Ya está…? Drácula le dice a su mujer…

 

ROSA MARIA.-

Antes de marcharse de su castillo…

 

 

 

MARIA ANGELES.-

«Adiós querida, hasta el mes que viene…» Pues yo, la verdad, no le veo la gracia… Lo encuentro una tontería.

 

ROSA MARIA.-

¿No lo entiendes?

 

BRIGITTE.-

Entonces… ¿ a tí todavía no te ha venido?

 

MARIA ANGELES.-

¿No me ha venido el qué?

 

         (Rosa María y Brigitte rien.)

 

ROSA MARIA.-

El mes, el periodo… ¡la regla!

 

BRIGITTE.-

La menstruación…

 

ROSA MARIA.-

¡La sangre!

 

MARIA ANGELES.-

Yo…yo, no… no, no. ¿Y qué es eso de la menstruación?

 

ROSA MARIA.-

(Va a buscar un libro. Cuando lo encuentra se lo enseña a las otras.) «Dar, diario de Ana María». (Leyendo.) «Dios ha preparado tu cuerpo para la maternidad, especialmente por medio de los órganos genitales».

 

BRIGITTE.-

(Irónica) Dios hace las cosas muy bien, no hay duda. ¿Lo llevabas muy escondido, eh, María Angeles?

 

MARIA ANGELES.-

¿El qué?

 

ROSA MARIA.-

Brigitte, con las cosas del sexo no se deben hacer bromas. Es algo muy serio.

 

 

 

BRIGITTE.-

(Provocativa) Eso es exactamente lo que tu madre le dice a tu padre cuando lo ve haciendo solitarios con estas cartas… (Enseña una revista «Play-Boy» que ha encontrado por la casa.)

 

MARIA ANGELES.-

Tu papá mira estas marranadas… ¿No le basta con ver a tu madre?

 

         (Rosa María continua leyendo avergonzada. Brigitte, sin que Rosa María se dé cuenta, irá señalando sobre el poster del «Play-boy» las zonas del cuerpo femenino que la pequeña de los Rocamora irá nombrando en su lectura del «Diario de Ana María».)

 

ROSA MARIA.-

«Situados en el bajo vientre, su centro está constituido por el útero y la matriz, llamado también «saco de la vida», en donde se desarrollará el feto. Es elástico, porque está destinado a dilatarse a medida que éste vaya creciendo. A continuación encontramos la vagina, en forma de pequeño conducto que llega hasta el exterior».

 

BRIGITTE.-

Y sobre la vagina está el clitoris que sirve para ponerse telegramas una misma… Tiqui, tiqui, tiqui… (Rie).

 

MARIA ANGELES.-

¿Qué dices?

 

ROSA MARIA.-

(Totalmente colorada. A Brigitte.) Estoy leyendo una definición científica, déjame acabar y no te las des de sabihonda.

 

         (Brigitte continúa riéndose.)

 

ROSA MARIA.-

(Alzando la voz): «A cada lado del útero y comunicados por dos canales llamados trompas están los ovarios. Son dos glándulas del tamaño de una almendra. Aquí es donde se forman los óvulos, que son unas células microscópicas vivas, como dos huevos pequeños sin…»

 

BRIGITTE.-

¿Eso es el libro de recetas de cocina de Simone Ortega o un manual de Geografía?

 

 

ROSA MARIA.-

«Aproximadamente cada veintiocho días se produce la maduración del óvulo. Este se desprende después de uno de los ovarios y pasando por la trompa se desliza dentro del útero donde se pega a la pared. Si durante el trayecto el huevo materno encuentra una célula masculina (denominada espermatozoide) es fecundada y comienza a formarse el feto.»

 

BRIGITTE.-

Es entonces cuando te sale el bombo, se enteran de que estás preñada y tus padres te echan de casa…

 

ROSA MARIA.-

«Si no, el óvulo muere rápidamente, se desprende de la pared donde estaba agarrado y es evacuado con un poco de sangre y algunos restos de mucosa… Este es el fenómeno natural que llamamos «regla». La niña está «formada»…

 

BRIGITTE.-

(Refiriéndose al poster con ironía): ¡Ya lo creo que la niña está formada! (Rosa María quiere quitarle el poster a Brigitte que acaba rompiéndolo) Deja de leer. ¿Pero qué te pasa? ¡Mira, se ha puesto blanca!

 

ROSA MARIA.-

¿Qué tienes?

 

MARIA ANGELES.-

Nada, me ha venido un mareo… Es que tengo la tripa delicada y con el chocolate…

 

         (Brigitte y Rosa María ríen.)

 

ROSA MARIA.-

¡Ui, ui, ui…! A lo mejor está a punto de venirte…

 

MARIA ANGELES.-

No, no lo creo.

 

BRIGITTE.-

Toma, por si las moscas… (Le da dos tampax.)

 

ROSA MARIA.-

¿Tu utilizas esto? Yo lo encuentro peligroso.

 

 

BRIGITTE.-

¿Peligroso? Es lo más higiénico. Puedes bailar, nadar, montar a caballo… Puedes moverte con agilidad y no notas nada.

 

ROSA MARIA.-

¿Y si se te queda dentro?

 

BRIGITTE.-

Es imposible. Lee bien las instrucciones. (Brigitte lee el prospecto.) «Respuestas a las preguntas que a veces se hacen las personas que comienzan a usar nuestros tampones. ¿Puede el tampón Tampax perderse o caerse?» Toma, lee.

 

         (María Angeles coge el Tampax y el prospecto.)

 

ROSA MARIA.-

Es que a tí tu madre, si te quedaras embarazada, no te diría nada porque como eres extranjera…

 

MARIA ANGELES.-

¡Ahora lo entiendo todo!. El verano pasado me di un golpe con el asiento de la bici y me hice sangre. Cuando mi madre se encontró la mancha en las bragas me preguntó, poniéndose completamente colorada, que qué era aquello. Le dije que no sabía y ella me dijo que no me preocupara, que cualquier día me lo explicaría. Ahora lo entiendo todo… (Carcajadas. María Angeles, inocente e iluminada.) Por cierto, ¿a qué chicos has invitado a la fiesta de mañana?

 

ROSA MARIA.-

Ya sabes que a nuestra casa sólo pueden venir los amigos de mi hermano.

 

BRIGITTE.-

¡Uf! ¡Esos críos! Siempre los mismos.

 

ROSA MARIA.-

A ver cuando nos presentas a los tuyos, nena.

 

BRIGITTE.-

Es que mis amigos se van a practicar moto-cross. Todos tienen moto, ¿sabéis?

 

ROSA MARIA.-

Pues mañana vendrá uno nuevo.

 

BRIGITTE.-

¿Ah, si?

 

ROSA MARIA.-

Un amigo de Toni que toca la guitarra eléctrica y va a formar un conjunto con mi hermano. Se llama Miguel.

 

BRIGITTE.-

¿Y cuántos años tiene?

 

ROSA MARIA.-

No lo sé. Pero parece mayor que los otros. Le sale un poco de barba y todo y lleva el pelo más largo que «los escarabajos».

 

BRIGITTE.-

¡Beatles! ¡Beatles! Escarabajos en inglés… Beatle quiere decir latir, palpitar,batir, llevar el ritmo con el cuerpo.

 

         (Pone un disco de los Beatles y comienza a bailar desenfrenadamente.)

 

MARIA ANGELES.-

Sí que se nota que eres extranjera.

 

         (Oscuro.)

 

         (Una triste calle con una farola de película de Hollywood. Toni, Miguel, Juan Alberto y Jaime bailan al ritmo de una música que procede de alguna ventana.)

 

TODOS.-

(Gritando a Toni): ¡Estás enamorado! ¡Estás enamorado! ¡Estás enamorado!

 

TONI.-

¿Y qué recambio amoroso habrá mañana en la fiesta para compensar mi frustración con Eva?

 

JAIME.-

Si, eso, eso… ¿Habrá putas?

 

MIGUEl.-

¡Ojalá! Estoy harto de nenas de colegio de monjas.

 

 

 

JUAN ALBERTO.-

Chavales, os preparo una buena sorpresa. Mañana vendrá Brigitte.

 

MIGUEL.-

¿Brigitte? ¿Otra boba del Sagrado Corazón?

 

JUAN ALBERTO.-

¿Qué dices…? Brigitte es completamente diferente. ¡Es francesa!

 

TONI.-

Se parece a la Brigitte Bardot. Tiene unos labios sensuales y carnosos como ella, y va vestida siempre con unos pantalones muy ajustados. Además tiene unas tetitas redondas y pequeñitas…

 

JAIME.-

¿Y tú como lo sabes?

 

TONI.-

Porque la vi en bikini en la playa este verano. Está muy buena pero es un poco creida.

 

JAIME.-

¡Ostras, en bikini una francesa tiene que estar de miedo!

 

MIGUEL.-

Bah, yo estoy harto de ver tías en pelotas. En la playa nudista de Los Orientales veo todas las tetas que me da la gana.

 

JAIME.-

¿Y cómo las ves si no dejan entrar a los hombres en esa playa?

 

MIGUEL.-

Con unos prismáticos, desde la terraza de mi casa…

 

JAIME.-

«Corta y rema». No presumas tanto que ya sabemos que vas de sobrado por la vida. Sí. Brigitte es una tía «sotisficada».

 

TONI.-

¡Sofísticada, tonto! ¿Y además de tu hermana y Brigitte qué más tías vendrán?

 

JUAN ALBERTO.-

Trataré de que vengan dos o tres más. Seguramente vendrá también Maria Angeles.

 

JAIME.-

¡Ostras! ¡Cojonudo! María Angeles es una calentorra. Me han dicho que se deja hacer de todo.

TONI.-

Es una niña todavía. ¿Quién te ha dicho eso?

 

JAIME.-

Mi amigo Angelito Vallejo.

 

TONI.-

Vallejo es un bocazas que no se come una rosca. Una «alemanita» y gracias.

 

JAIME.-

¿Sale con una alemana?

 

TONI.-

Con una «Ale-manita».

 

         (Hace el gesto de hacerse una paja. Todos ríen.)

 

MIGUEL.-

Ya veremos mañana lo que se deja calentar María Angeles. No os pongáis cachondos antes de tiempo.

 

JUAN ALBERTO.-

¿Traerás la guitarra eléctrica?

 

MIGUEL.-

No. Ya no tengo guitarra. Me despacharon de la pastelería Tupinamba porque las señoras decían que encontraban pelos en las ensaimadas. He tenido que devolverla. No podía pagar las letras.

 

JUAN ALBERTO.-

Pues yo le he dicho a mi hermana que mañana llevarías la guitarra y que tocaríamos juntos. Si apruebo mi padre me comprará una, pero mientras tanto…

 

JAIME.-

Yo pensaba llevar una batería «mini-twist» de mi primo Juanjo Rivas, pero sin guitarra eléctrica no hacemos nada.

 

MIGUEL.-

Yo llevaré la acústica y unos discos que ha comprado Daniel Mengod en Inglaterra. ¡Veréis qué música! Un conjunto mejor que los Beatles.

 

JUAN ALBERTO.-

¿Mejor que los Beatles? Eso es imposible. ¿Cómo se llaman?

 

MIGUEL.-

¡The Rolling Stones!

 

JUAN ALBERTO.-

A eso no los conocen ni en su casa a la hora de comer.

 

MIGUEL.-

Allí son más famosos que los Beatles. Lo que pasa es que en este país las noticias siempre llegan tarde. Mañana los oiremos. Adiós, y no os la peléis mucho a la salud de Eva…

 

JAIME.-

Como dice el Padre Gracia, si os hacéis muchas pajas, os quedaréis calvos y os saldrán granos. Mañana a las cinco en casa de este mariquita. (A Miguel.) ¿Sabes dónde está?

 

TONI.-

Ya te lo diré yo.

 

JUAN ALBERTO.-

Adiós, chicos, hasta mañana. Traed discos y si conocéis alguna tía buena, también.

 

JAIME.-

Te acompaño.

 

         (Se quedan solos Toni y Miguel. Oscuro. Las chicas están acabando de bailar.)

 

MARIA ANGELES.-

Bailáis muy bien.

 

ROSA MARIA.-

Es que hacemos ballet.

 

BRIGITTE.-

Yo en Francia hacía ballet acuático… Pero me gusta más bailar lento. Saber conducir, saber nadar y, sobre todo, saber bailar, son las condiciones que yo le pido a un hombre…

 

MARIA ANGELES.-

Y entender el chiste de Drácula. Mira que eres superficial…. (Rien.)

 

 

 

ROSA MARIA.-

A mí no me gusta bailar lento. Nunca sabes si lo que quieren los chicos es bailar o arrimarse de forma descarada. Muchos se pasan de listos. Primero, disimuladamente, te acarician el pelo, como si vieran volar una mosca. Después, van bajando por la espalda y siguen mirando la mosca. Y ¡plof!, de pronto notas que te están tocando el culo. Entonces se les olvida la mosca y empiezan a darte besitos en el cuello…

 

BRIGITTE.-

Esas cosas sólo las hacen los críos, los que no saben por donde se llega más rápidamente al culo. Los adultos de verdad utilizan el baile como precalentamiento. Lo bueno viene después.

 

MARIA ANGELES.-

La primera vez que bailé lento con un chico noté como le crecía un bulto muy raro en los pantalones. Tuve que decirle: por favor, ¿te puedes poner el paquete de tabaco en otro sitio? Y él se puso completamente colorado. (Ríen todas.) ¿De qué os reís, bobas? Yo hasta hace un año creía que los huevos de los chicos eran unas boletas que tenían debajo de la tripa, como si tuvieran una huevera. (Más risas.) Como ni mi madre ni mi padre me habían explicado nada, y como tampoco tengo hermanos mayores…

 

ROSA MARIA.-

Tienes que leer el «Diario de Ana María». Ya verás como se te aclaran muchas dudas. Mañana estrenaré una minifalda como ésta.

 

         (Enseña una foto de una famosa cantante de rock.)

 

MARIA ANGELES.-

¿Tan corta?

 

ROSA MARIA.-

No, tan corta no. Medio palmo sobre la rodilla.

 

BRIGITTE.-

Entonces no es una minifalda de verdad. Una minifalda como es debido, tal y como las llevan en Londres, llega más o menos por aquí.

 

         (Señala dos palmos por encima de la rodilla.)

 

 

MARIA ANGELES.-

¡Ostras, pero entonces se te vé todo!

 

BRIGITTE.-

Claro. La gracia está en enseñar la «combi».

 

ROSA MARIA.-

Sí, a mí me gusta ir bien vestida por debajo, como mi madre. Tiene unos picardías increibles… ¿Queréis verlos?

 

BRIGITTE.-

¡Sí, sí!

 

         (Rosa María va a buscarlas. Brigitte y María Angeles se dicen algo al oido y ríen. Entra Rosa María con las picardías.)

 

BRIGITTE.-

¡Venga ya! Tu madre se debe parecer a Sarita Montiel con estas gasas negras.

 

ROSA MARIA.-

Mi madre no está tan celulítica, querida.

 

BRIGITTE.-

(Poniéndose una sobre el uniforme y haciéndose la voluptuosa.) En francés se llaman «negligées». Parece que vas desnuda cuando te los pones…

 

MARIA ANGELES.-

Venga chicas. Mira que sois verdes. Si os oyera mamá…

 

BRIGITTE.-

El otro día fuí con pantalones al cole y la Madre Prefecta me llevó al despacho de la Superiora. Me dijo que debía llevar el uniforme, que daba mal ejemplo y que me expulsarían si me los volvía a poner. Que si creía que esto era Francia estaba muy equivocada.

 

MARIA ANGELES.-

Desde luego tienes una fama… Aquel día que fue a buscarte ese chico rubio en una moto no quieras saber los comentarios que hubo. Con el viento se te veía todo y la madre Socorro dijo que si te encontrabas a alguien por la calle que conociera el uniforme del Sagrado Corazón le darías mala fama al colegio.

 

 

 

BRIGITTE.-

Precisamente por eso a partir de ahora me voy a poner pantalones. Estoy harta de los putos uniformes y de todas vosotras que sois unas hipócritas. ¿Ya no os acordáis cuando íbamos a la puerta del Colegio de los Jesuitas y os entraba la vergüenza cuando salían los chicos y os escapábais corriendo? Erais unas cortadas y unas reprimidas.

 

ROSA MARIA.-

De eso hace dos años. Todavía éramos unas crías.

 

BRIGITTE.-

Y tú, María Angeles, ¿ya no vas con ese chico de las gafas?

 

ROSA MARIA.-

¿Ahora sales con uno de gafas? Los chicos con gafas no me gustan. Me gustaba más aquel que me presentaste. Fredy, se llamaba.

 

BRIGITTE.-

¡Caray! ¡Cuántos novios! ¿Y sales con todos? ¡Qué calladito te lo tenías!

 

MARIA ANGELES.-

No es verdad. Soy mujer de uno sólo. Creo en la fidelidad y en el amor. Me gusta que nos cojamos de las manos, que nos acariciemos… Aunque al final siempre pasa lo mismo. La mayoría son unos mentirosos y lo único que les interesa es aprovecharse de nosotras, y tocarnos lo que puedan, como si fuéramos unas guitarras, pasarnos los dedos por todas partes, hacer clinc-clinc, y ya está…

 

ROSA MARIA.-

¡Mujer! No puedes dejarles hacer todo eso el primer día. Hay que enseñarles la zanahoria y después, poco a poco… Si vas más deprisa se piensan que eres una chica fácil. Yo, por ejemplo, no me dejo besar hasta después de una semana, y otras cosas después de un mes como mínimo, depende de si el chico me gusta más o menos… (Un poco cortada con su propia sinceridad.) Ejem… Bueno, es tarde y tenemos que ordenar todo esto. Si viene mi madre y nos encuentra con los «negligées» se va a poner echa una furia. Y además, Brigitte habla demasiado a menudo sobre este tama. Pienso que mi hermano tiene razón cuando dice que todas las extranjeras son unas frescas.

 

BRIGITTE.-

Lo dice porque él es un salido mental de tomo y lomo.

 

 

 

MARIA ANGELES.-

Venga, no os peleéis, que si Brigitte no viene a la fiesta no estaremos emparejados.

 

BRIGITTE.-

No te preocupes, María Angeles, que mañana no faltaré. No tengo nada mejor que hacer. Y ahora me voy, que me está esperando el chico de la moto. ¡Rabia, rabia, rabia, Rosa María! ¡Hasta mañana!

 

         (Se quedan solas Maria Angeles y Rosa María.)

 

ROSA MARIA.-

¿Me ayudas a guardar los «negligées»? A esta chica me parece que no voy a invitarla nunca más. Es una creida.

 

MARIA ANGELES.-

No te enfades con ella. Tiene un pensar y unas costumbres muy diferentes a las nuestras.

 

         (Oscuro. Miguel y Toni en la calle.)

 

MIGUEL.-

¿Tú crees que vale la pena ir mañana por la tarde a casa de Juan Alberto? Yo prefiero pasarme los domingos tocando la guitarra. Estoy harto de fiestecitas con niñas calientabraguetas.

 

TONI.-

Yo también estoy harto.

 

MIGUEL.-

¡Hostia, si viniera Eva! ¿Porqué no la traes?

 

TONI.-

Los domingos es el día que gana más dinero. Hoy me ha dicho que van a llegar dos nuevos batallones de soldados destinados a la Base Americana. Además, Eva se encontraría un poco desplazada entre unas tías tan bobas. Ella va al grano.

 

MIGUEL.-

¿Son tan estrechas estas pijas?

 

TONI.-

Depende. Yo diría que Brigitte, por ejemplo, ya no es virgen. La he visto en la playa con tíos de veinticinco años con descapotable, monitores del naútico, disc-jockeys, etc. Y esa gente no se conforma con cualquier cosa.

 

MIGUEL.-

¡Chico, pareces su representante!

 

TONI.-

Te lo decía porque creo que te la puedes beneficiar si te empeñas. Es extranjera y sabe tocar la guitarra. (Hace un gesto obsceno.)

 

MIGUEL.-

¿Tiene novio?

 

TONI.-

No creo, pero Juan Alberto se la quiere ligar desde hace tiempo.

 

MIGUEl.-

(Ríe) Podemos estar tranquilos. Ese idiota liga menos que un monaguillo en un sex-shop.  ¿Y qué hacéis en las fiestas? ¿Jugar al  «baile de la escalera», al «juego de la verdad», a «las parejas famosas», «el streap-poker» o…?

 

TONI.-

Pues más o menos… Oye, ¿qué es eso del «streap-poker»?

 

MIGUEL.-

Un juego que ha puesto de moda el cantante de los Rolling Stones que es un figura.

 

TONI.-

¿En qué consiste?

 

MIGUEL.-

Es un juego de rockeros americanos que Mike Jagger ha traido a Inglaterra. Me lo ha contado mi hermano y a menudo jugamos en el barrio.

 

TONI.-

¿Y cómo se juega?

 

MIGUEL.-

Es como un poker normal en el que también juegan tías. El que pierde se va quitando ropa… hasta que se queda completamente en pelotas.

 

TONI.-

¡Uauh! Pero me parece que estas niñitas no saben jugar ni al siete y medio.

 

MIGUEL.-

¿Te imaginas a la francesa en bragas y sujetador?

 

 

TONI.-

Calla, cachondo mental.

 

MIGUEL.-

¿Cachondo yo? Pues anda que tú, que todo el día te la estás pelando a la salud de Eva…

 

TONI.-

(Riéndose) Eva es únicamente la fuente de mi inspiración poética…

 

MIGUEL.-

(Riéndose). Sí, de cojón… ¡Qué romántico!

 

TONI.-

Yo cuando me la pelo me inspiro en las tías que me gustan: la almohada del salón pude ser la piel de Eva, de Carmen, de Monse…

 

MIGUEL.-

¡Qué imaginativo!

 

TONI.-

Y mañana estarán todas juntas. ¡Podremos magrear con todas a la vez! ¡Hacer una cama redonda! ¡Mua! ¡Mua!…

 

MIGUEL.-

Ya empiezas a alucinar…

 

TONI.-

¡Mañana será la mejor fiesta de nuestra vida! Ya que no tenemos dinero para irnos de putas… (Se queda pensativo.)

 

MIGUEL.-

¡Ni cojones, chaval!

 

TONI.-

¡Ya está! ¡Jugaremos a las putas, a irnos de putas!

 

MIGUEL.-

¡O.K. baby, explícate ya!

 

 

TONI.-

¡Transformaremos la casa de Juan Alberto en una casa de citas, en un burdel de lujo, un «meublé» de película.!

 

MIGUEL.-

Si, y la madre de Juan Alberto hará de «Madame Claude»

 

TONI.-

Sus padres no estarán. A ellos les gusta hacerse los modernos y, demostrar la confianza que tienen en sus hijos dejándolos solos. ¡Y esa casa sin padres puede ser una virguería china! Un bar con whisky, canapés, wodka, martinis, una barra de verdad, sofás por todas partes, luces indirectas, un estéreo cuadrafónico… Sé hasta donde tienen guardada una colección de «Play-boy»s… Y finalmente la estatua de una negra en pelotas… Lo que te digo: ¡de película de James Bond, chaval!

 

MIGUEL.-

Por lo menos tenemos asegurado que nos tiraremos a la estatua. Algo es algo. ¿Tienen mucho dinero en casa de Juan Alberto?

 

TONI.-

¡!Uf! ¿Los Rocamora? Son la familia más influyente de la ciudad. El señor Rocamora es muy amigo del ministro Fraga Iribarne. O por lo menos es lo que dice Juan Alberto. ¡La flor y nata!

 

MIGUEL.-

Lo que habrán nacido es con la flor en el culo, y a tí te van a dar por ahí cuando se enteren de que a su hija quieres hacerle un trabajito.

 

TONI.-

Son muy europeos y quieren demostrar que están abiertos a los nuevos tiempos.

 

MIGUEL.-

Eso ya lo veremos. Dame más detalles sobre este juego, macarra…

 

TONI.-

Lo organizaremos con mucha discrección. Les diremos que hagan de putas, o de «call-girls», que suena mejor. Que se pinten y se vistan provocativamente, como las francesitas de «Salut les Copains». Seguro que se apuntan. Me imagino a Brigitte… ¡uf!, en una habitación sola… y todos haciendo cola para estar con ella. Mientras uno está con Brigitte los demás cronometraremos… Cinco minutos… sólo cinco minutos con cada una y que cada cual haga lo que pueda… Me parece que yo le sugeriré que se deje pintar con purpurina como la tía del Goldfinger... sólo con un triángulo sin pintura en la entrepierna, para que la piel pueda respirar… ¡Uf!, ya me lo imagino…¡Fantástico, excitante, trempador! ¿Te gusta la idea?

 

MIGUEL.-

¡Ya estás borracho! Por cierto: ¿y si les echamos algo en el whiky? He oido que hay unas pastillas que…

 

TONI.-

No digas animaladas. Las emborracharemos, sí, pero con nuestras canciones. Tú llegas como si nada,  con las gafas negras, le pillas la cazadora de cuero a tu hermano, la guitarra bajo el brazo, desenfundas, cantas, improvisas. Jaime, Juan Alberto y yo haremos el acompañamiento. Si con esto no las hemos dejado secas te marcas un rock con Brigitte y al huerto. ¡Seguro! Entonces yo voy y propongo el juego. La única condición es que me dejes un trocito de francesa…

 

MIGUEL.-

Venga tío, que alucinas más que George Harrison en la India…

 

TONI.-

Estas chicas, después de pasarse toda la semana cantando el «Venid y vamos todas con flores a María», necesitan domingos con marcha palillera. ¡Guau!.

 

MIGUEL.-

«Corta y rema que vienen los vikingos»

 

TONI.-

Hasta mañana a las cuatro y media delante del Elíseos. Esto va a ser… ¡chachipiruli!.

 

         (Oscuro. La escena se divide en seis espacios que se irán iluminando y apagando según las imágenes. Todos escuchan la radio en sus casas.)

 

         (Primera imagen: Miguel con la guitarra en las manos.)

 

SINTONIA DE RADIO.-

«¡Clinsnc-clonc!»  Son las once en punto de la noche. Discos en Radio Juventud.

 

         (Entra «Qué noche la de aquel día», de los Beatles.)

 

 

 

VOZ DEL LOCUTOR.-

«No sé que pasa pero lo veo todo negro… Chicos, estoy rodeado de pelo. Ye-yés, posiblemente no me volveréis a oir. Presiento una batalla fuerte. Sí, los Rolling Stones son más, pero ¿podrán contra los Beatles? Aquí estamos todos neurasténicos. Si Jagger no deja de pegarle a McCartney, voy a tener el diecinueve ataque de nervios».

 

         (Entra «19 TH Nervous Breakdown» de los Rolling Stones. Miguel sigue la música con la guitarra.)

 

         (Segunda imagen: Jaime en la cama haciendo pacientemente un «escobidou».)

 

JAIME.-

Yo sé que este regalo te gustará, Rosa María.

 

         (Tercera imagen: María Angeles leyendo el «Diario de Ana María».)

 

MARIA ANGELES.-

«Evidentemente esta unión pueden también realizarla un hombre y una mujer que no estén casados, únicamente por el placer físico que produce. Entonces se convierte en una espantosa parodia del verdadero amor, que atenta gravemente contra el plan de Dios…»

 

VOZ DEL LOCUTOR.-

«Chicos, no aguanto más. Muñeca, prepara el coche que nos vamos. ¿Sabes conducir?»

 

VOZ DE OTRO LOCUTOR.-

(Parodiando una voz femenina.) «Sí».

 

VOZ DEL LOCUTOR.-

«Pues conduce mi coche»

 

VOZ DEL OTRO LOCUTOR.-

«Drive my car».

 

         (Entra «Drive my Car», de los Beatles.)

 

 

         (Cuarta imagen: la habitación de Rosa María.)

 

         (Se está probando unos sujetadores llenos de algodón, y haciendo posturitas delante del espejo. Entra su hermano Juan Alberto.)

 

JUAN ALBERTO.-

Escucha, Rosa María, están haciendo en la radio un programa sobre los Beatles y un nuevo conjunto… Pero, ¿qué haces?

 

         (Quinta imagen: habitación de Brigitte; Brigitte mirando un poster de James Dean.)

 

BRIGITTE.-

(Dramatiza la traducción de la canción de los Beatles.)

 

         «Hijo mío, ¿es que no me ves?

         Quiero ser famosa, una estrella de la pantalla.

         Pero puedes hacer alguna cosa mientras tanto:

         conducir mi coche.

         Sí, quiero ser una estrella.

         Puedes conducir mi coche, chico.

         Y tal vez así te pueda querer.»

 

         (Continúa sonando «Drive my Car»)

         (Sexta imagen: Habitación de Toni. Escribe en su diario.)

 

TONI.-

«Sábado, diecisiete de Noviembre de mil novecientos sesenta y seis. Si tuviera una moto ligaría con Brigitte, pero, de momento, tengo suficiente con mis fantasías. Brigitte me gusta pero no estoy enamorado. Me gusta su cuerpo y mañana seguro que podré acariciarlo… Le daré besos en esos labios carnosos que me recordarán los de Eva. Me gustaría expresar exactamente cómo quiero a Eva. Cuando la veo soy tan feliz que no me doy cuenta de nada más. Si pudiera, me casaría con ella. Es una burrada, es imposible, ya lo sé, pero es así. Qué feliz sería con Eva en un bosque verde, con una suave brisa y ella entre mis brazos, escuchando una canción de los Beatles»

 

         (Ruido de motos en la radio.)

 

VOZ DEL LOCUTOR.-

«Si preguntan por mí, estoy en las Bahamas. Recoged a los muertos, limpiad el estudio. Ja, ja, ja, estáis todos locos. Y no te preocupes, gafitas, ella te quiere. Ha sido la noche de un día fatigoso, qué noche, mis niños, qué noche…».

 

         (Vuelve a entrar «A Hard Day’s Nigth», de los Beatles. Oscuro.

         Casa de los Rocamora. Salón, decoración ostentosa y neocapitalista. Una barra de bar, luces indirectas, un estéreo y, en un rincón, la estatua de una negra desnuda que sirve de aparato de luz. Brigitte está dejando a todos fascinados con su forma de bailar.)

 

JUAN ALBERTO.-

Bailas de puta madre, Brigitte.

 

BRIGITTE.-

Sí, me lo dicen todos.

 

JUAN ALBERTO.-

En la discoteca, bailando como las «go-go girls» parecía como si estuvieras en lo alto de una nube.

 

JAIME.-

Bailando se puede llegar al «Paropismo».

 

MARIA ANGELES.-

Te pareces a la abuela de la familia Ulises. Se dice paroxismo. He leido en una revista que un médico de Londres dice que hay una relación causa-efecto entre bailar estos ritmos de moda y la excitación sexual.

 

ROSA MARIA.-

¡Pareces un lorito!

 

BRIGITTE.-

Sí, es su manera de liberarse: cotorreando.

 

JUAN ALBERTO.-

(Pone «Michelle».) Yo conozco otra manera de liberarse y también bailo muy bien… ¿Bailas, «baby»?

 

BRIGITTE.-

¿Con quién?

 

JUAN ALBERTO.-

Conmigo. No querrás que baile con mi hermana.

 

         (María Angeles está triste porque nadie la saca a bailar.)

 

 

MARIA ANGELES.-

(Coqueta) ¿Quieres bailar conmigo, Jaime?

JAIME.-

Es que yo…

 

MARIA ANGELES.-

Si tienes tantas dudas, nada, déjalo…

 

         (Jaime mira a Rosa María y le guiña el ojo. Se pone a bailar con María Angeles.)

 

JAIME.-

Perdona si te piso… Es que a mí esto no se me da muy bien…

 

         (Comienza a tararear «Michelle» y a dar vueltas como un ventilador. María Angeles se le agarra muy fuerte y Jaime, que está delante de Rosa María, se aparta.)

 

JUAN ALBERTO.-

Bien, nena, ¿bailas conmigo o no?

 

BRIGITTE.-

Es demasiado pronto para bailar lento, todavía no me apetece.

 

JUAN ALBERTO.-

¡Vamos, a bailar…!

 

         (Jaime va rápidamente a instalarse al lado de Rosa María.)

 

BRIGITTE.-

¿Y ya estamos todos…?

 

JUAN ALBERTO.-

¿No tienes suficiente conmigo?

 

BRIGITTE.-

(Ríe.) ¿Y Miguel? ¿No va a venir Miguel?

 

JUAN ALBERTO.-

¿Cómo lo sabes? ¿Tú conoces a Miguel?

 

BRIGITTE.-

Sí, ese chico que toca tan bien la guitarra eléctrica.

 

JUAN ALBERTO.-

No creo que te guste. Es un chaval sin clase, sin estudios. Incluso ha tenido que devolver la guitarra porque no tenía dinero para pagarla. A mí, mi padre me comprará una cuando apruebe la reválida.

 

BRIGITTE.-

Pues tu hermanita me ha dicho que tocarías con ese grupo. ¿Cómo os vais a llamar?

 

JAIME.-

(Que ha oido la conversación.) ¡Los Cucos!.

 

JUAN ALBERTO.-

¡Eh, chaval, que todavía no está decidido! Nos llamaremos Los Pulpos.

 

BRIGITTE.-

No está mal pensado… Con los tentáculos que tienes… ¡Quieto, niño, quieto!.

 

         (Llaman.)

 

MARIA ANGELES.-

Voy a abrir.

 

         (Se escuchan voces que proceden del recibidor.)

 

MARIA ANGELES.-

¡Toni y su amigo!

 

TONI.-

¡Hola! Perdonad el retraso pero por los alrededores de la Facultad de Medicina, todo estaba lleno de polis. Había una manifestación de estudiantes que pedían un sindicato democrático…

 

JAIME.-

Serían comunistas. ¿A que gritaban ¡»Viva Rusia»!?.

 

ROSA MARIA.-

No sé como puede haber gente así. Mi padre dice que aquí se vive mejor que en ningún sitio. Por ejemplo en Rusia todo el mundo va vestido igual. ¿Os imagináis que fuéramos todos siempre vestidos de acomodadores, o de bomberos, o de enfermeras…?

 

TONI.-

¿El señor Rocamora también dice que los comunistas tienen rabos y cuernos?

 

 

 

BRIGITTE.-

En este país estáis muy atrasados. Cuando el otro día fui a ver a los Beatles a Barcelona me puse a bailar y un gris hizo que me sentara y me callara, diciéndome que no me moviera de la silla, que esto era España.

 

JAIME.-

No empecemos a hablar de política.

 

MARIA ANGELES.-

¿Nos presentas a tu amigo?

 

         (Toni les presenta a Miguel.)

 

BRIGITTE.-

(Dándole un beso en la mejilla.) ¡Hola!

 

MIGUEL.-

¿Tú eres la famosa Brigitte, la francesa?

 

JAIME.-

¿A que se parece a Brigitte Bardot?

 

BRIGITTE.-

¡Me ha copiado hasta el nombre la cerda! (Ríe.)

 

MIGUEL.-

Está claro, siempre existe un modelo para todo. (Señalando a Jaime.) Este, por ejemplo, es clavado a Oliver Hardy.

 

JUAN ALBERTO.-

Te esperábamos para empezar a tocar.

 

MIGUEL.-

¡No tengas tanta prisa! ¿Tenéis combustible para ponerme en órbita?

 

TONI.-

Un bar con whisky, canapés, wodka, martinis…

 

MIGUEL.-

¿Y la negra en pelotas donde está? (Mirando a las chicas.)

 

TONI.-

Allí. Mira como nos sonríe provocativamente. Su lúbrica mirada es el anuncio inequívoco de la desenfrenada orgía que viviremos a continuación…

 

JAIME.-

¡Cómo se nota que eres escritor! ¡Pico de oro!

 

         (Los chicos van cogiendo bebidas del bar.)

 

JUAN ALBERTO.-

¡Tened en cuenta que mi padre señala con una rallita el nivel de todas las botellas!

 

TONI.-

¡Venga, tío, no seas tan rácano que tenéis más dinero que Rockfeller! ¿»Chivas», «Caballito Blanco», un combinado…?

 

ROSA MARIA.-

Mi madre me ha dicho que no tocásemos el whisky. Sólo las coca-colas y como máximo un poquito de ginebra.

 

         (Toni se sirve como si estuviera en su casa.)

 

JAIME.-

Yo quiero un «harakiri».

 

BRIGITTE.-

¡Se dice un «daikiri», pasmao! Venga, tocad ya.

 

JAIME.-

Voy a calentarme un poco. (Sube a la batería mini-twist) ¡Y después haré unos redobles que ni Ringo Star!

 

JUAN ALBERTO.-

No te animes mucho que siempre nos haces perder el compás.

 

MIGUEL.-

¿Qué tocamos?

 

JUAN ALBERTO.-

«Ticket to ride».

 

ROSA MARIA.-

¡Bien!. Como nos sabemos la letra de la versión de Los Mustang podemos cantarla juntos.

 

JAIME.-

¿Improvisamos un poco para entrar en calor?

 

JUAN ALBERTO.-

(Mirando a Brigitte.) Yo ya estoy bien caliente. (Comienzan a improvisar.)

 

 

 

JAIME.-

«¡Hellow, chicos!, ¡hellow, chicas!… Os vamos a ofrecer un poco de ritmo… ¿Estáis preparados para soportarlo? Con vosotrossss… ¡Los Cucos!»

 

MARIA ANGELES.-

¿Porqué Los Cucos?

 

JAIME.-

Porque cuando te dejas llevar por el ritmo, te mueves así, como los cucos. (Se mueve peristalticamente.)

 

JUAN ALBERTO.-

Si nos vamos a llamar Los Cucos me largo.

 

ROSA MARIA.-

¡Es un nombre feísimo.!

 

JUAN ALBERTO.-

«Con vosotrosss…  Paul McCartney colaborando con Los Pulpos»

 

MIGUEL.-

¡Venga, va! El nombre es lo de menos, lo que importa es hacer buena música. ¡One!, ¡Two!, ¡Three!

 

JAIME.-

Primero debemos hacer las presentaciones.

 

TONI.-

¡Cada día te pareces más a Matías Prats!.

 

JAIME.-

¡Johny Rocamora a la guitarra rítmica…! ¡A la guitarra solista, Mike MacCarra…! ¡ Al bajo, Toni Star! ¡Y James Taylor, a la batería…! ¡Con vosotrossss,… Los Pulpos!

 

         (Suenan los primeros acordes de «Ticket to ride». Las chicas gritan, bailan y cantan. Toni mira escépticamente.)

 

 

MIGUEL.-

¡Bah! Parece una canción de campamento… Escuchad  ahora esto.

 

         (Comienza a tocar «Satisfaction»)

 

BRIGITTE.-

¿De quién es esta canción?

 

MIGUEL.-

De los Rolling Stones.

 

BRIGITTE.-

Ah, está claro. Tú te llamas Mike como el cantante de los Rolling…

 

MIGUEL.-

Yo soy más alto, «baby».

 

         (Poco a poco, bien o mal, van entrando en la música. Brigitte se pone a bailar desenfrenadamente.)

 

JUAN ALBERTO.-

Yo prefiero estas canciones de campamento como las llamas tú a las canciones de negros. Son demasiado salvajes para mí.

 

ROSA MARIA.-

¡Parece una jaula de grillos!

 

BRIGITTE.-

Eso es lo que diría tu madre, nena. Te pareces cada día más a la señora Rocamora.

 

MIGUEL.-

«Out of time, baby».

 

ROSA MARIA.-

¿Cómo?

 

BRIGITTE.-

Que estás fuera de este tiempo, nena.

 

ROSA MARIA.-

Sois más modernos que yo. Lo reconozco. A mi me gustan las canciones, canciones. No los rugidos de la selva.

 

 

 

MIGUEL.-

Pues, chati, al fin y al cabo vuestros queridos Beatles han copiado los ritmos del «blues» de los negros americanos.

 

ROSA MARIA.-

Pero son más dulces…

 

JUAN ALBERTO.-

Menos pachangueros. ¡Tom, tom, tom! Eso es muy fácil.

 

         (Hace una parodia de «Satisfaction».)

 

MIGUEL.-

Los Beatles son tan empalagosos que hasta empiezan a gustarle a mi madre. Suenan como la escolanía del Colegio del Salvador.

 

TONI.-

No os enfadéis. Eso, como todo, es un problema social. Económico finalmente. La superestructura ideológica es…

 

JAIME.-

¡Corta el rollo! ¿Qué tienen que ver la música y la política? ¡Siempre lo mezclas todo! ¡Qué caso!

 

TONI.-

Porque todo va unido. ¿Sabéis que los Beatles han sido condecorados por la Reina de Inglaterra con la Orden del Imperio Británico?

 

MARIA ANGELES.-

En una revista los he visto retratados con el Primer Ministro Harold Wilson.

 

ROSA MARIA.-

¡Son unos señores!

 

MIGUEL.-

En todo caso unos señoritos de mierda.

 

TONI.-

Los utilizan para que el partido laborista dé una imagen más moderna y porque llevan mucho dinero a su país.

 

JAIME.-

Pues aquí podían hacer lo mismo con el Duo Dinámico…

 

         (Todos ríen.)

 

TONI.-

Jaimito, no entiendes nada.

 

MIGUEL.-

Los Beatles no tienen nada que hacer. ¿Sabéis lo que dijeron los periódicos ingleses cuando salieron los Rollings? «Los Rolling representan todo lo que los padres no quieren que sean sus hijos…»; Por eso, yo me siento un Rolling. Además, la música de los Beatles sólo vale para hacer manitas. La de los Rolling para ir directamente al grano.

 

ROSA MARIA.-

Mira que eres basto. ¿Cómo puedes decir eso de tus padres? Yo quiero mucho a los míos. Mis padres son modernos.

 

TONI.-

¿Modernos los Rocamora? Pues el otro día bien que le dijo tu madre a Juan Alberto que si no iba al peluquero no le compraba la guitarra.

 

ROSA MARIA.-

Es que parecía un gitano con el flequillo tapándole los ojos.

 

MIGUEL.-

(Tarareando.) «La neurastenia…!

 

TONI.-

Debe ser una canción de los Rolling.

 

BRIGITTE.-

¡Vamos, chicos, hagamos algo divertido!.

 

ROSA MARIA.-

Juguemos al juego de la verdad que estamos muy agresivos y puede ser muy chuli.

 

         (Brigitte bosteza con cara de fastidio.)

 

MIGUEL.-

¡Sí, eso es! (Acordándose de lo convenido con Toni.) Toni: cuéntales el juego que te has inventado.

 

TONI.-

(Haciéndose de rogar.) No creo que sea el momento.

 

BRIGITTE.-

¡Va, sí, explícalo!

 

TONI.-

No sé si estáis preparados.

 

JAIME.-

No te hagas ahora el interesante.

 

JUAN ALBERTO.-

Desde luego, macho, hoy estás estupendo…

 

TONI.-

Es un juego para gente adulta y aquí… Ya sabéis que el que juega con fuego, termina quemándose.

 

BRIGITTE.-

Y el que con crios se acuesta mojado se levanta.

 

ROSA MARIA.-

Siempre pensando en lo mismo… (Todos ríen.)

 

TONI.-

¡De eso se trata: de acostarse!.

 

ROSA MARIA.-

¡Ah, no! Mi madre me ha dicho que no entremos en los dormitorios.

 

TONI.-

De eso también se trata: de dormitorios… ¡Camas, necisitamos camas!

 

LOS CHICOS.-

(Excitadísimos.) ¡Necesitamos camas! ¡Necesitamos camas!

 

TONI.-

¡Porque hoy…, hoy jugaremos a… irnos de putas!

 

ROSA MARIA.-

¿Putas? ¿Pensáis traer fulanas aquí? ¡Ni hablar!

 

TONI.-

Tranquilas, chicas, tranquilas. Quiero decir que jugaremos al «Call-girls game».

 

 

 

MARIA ANGELES.-

¿Qué quieres hacer, Toni? ¿Y si con estos juegos nos quedamos embarazadas?

 

TONI.- Sólo es una variante del juego de la verdad, pero más práctico y directo. Con el juego de la verdad sabemos quien tiene ganas de estar aquí, qué chico o que chica nos gusta, etc, pero todo se queda en palabras. Es un juego de niños reprimidos. ¿Sabéis lo que quiere decir reprimidos?

 

BRIGITTE.-

Yo sí.

 

JAIME.-

¡La que lo sabe todo!

 

TONI.-

Pues el «Call-girls game» es un juego más práctico porque cada uno puede hacer lo que le apetece y listos. Sin represiones ni vergüenzas.

 

BRIGITTE.-

(Muy interesada.) Explícate de una vez.

 

TONI.-

Vosotras, las chicas, hacéis de «call-girls». Ya os podéis ir preparando para representar vuestro papel de putas.

 

BRIGITTE.-

A mí me gusta mucho representar papeles.

 

ROSA MARIA.-

Me parece que no tendrás necesidad de representar nada. Harás de tí misma y vale.

 

BRIGITTE.-

¡Eres una estúpida!

 

TONI.-

Ya sabéis lo que tenéis que hacer: os ponéis tan vistosas y provocativas como las chicas del «Salut les Copains». Nosotros seremos los clientes e iremos a vuestra habitación, y allí que cada cual haga lo que pueda durante cinco minutos. Recordad esto: sólo tendremos cinco minutos para estar juntos…

 

 

ROSA MARIA.-

A mí no me apetece. Este juego es feo, aburrido y moralmente dudoso.

 

MARIA ANGELES.-

Podemos probarlo. Y no os preocuéis que por mi madre no pasará nada.

 

JAIME.-

(Frotándose las manos.) ¡Eso ya lo veremos!

 

MARIA ANGELES.-

Me fío de tí, Toni.

 

TONI.-

Puedes estar bien tranquila.

 

         (Brigitte desaparece rápidamente y vuelve con los «negligées» de la señora Rocamora.)

 

BRIGITTE.-

¿Nos dejas ponernos esto, Rosa María?

 

JAIME.-

¡Ostras, déjales, dejales!

 

ROSA MARIA.-

¡Brigitte, eres…! Allá vosotras, pero antes de las ocho tiene que estar todo de vuelta en el armario, ¿entendido? Si mamá se entera me mata.

 

BRIGITTE.-

¿Vienes a vestirte, María Angeles? Dentro de cinco minutos estaremos preparadas. (Se marchan.)

 

JUAN ALBERTO.-

Toni, ¡a veces tienes unas ideas geniales!

 

TONI.-

¡Eh, mirad! ¡Juan Alberto tiene fiebre!

 

         (Todos le ponen la mano en la frente.)

 

JUAN ALBERTO.-

Y vosotros, ¿qué? ¡Jaimito ya está cachondo!

 

 

ROSA MARIA.-

(Coqueta.) Tú, Jaime, ¿también quieres jugar?

 

JAIME.-

Es que si todos juegan… Ahora que si quieres me quedo contigo…

 

MIGUEL.-

Sí, eso, quédate, quédate… Así seremos más a repartir.

 

JAIME.-

¡Vete a la mierda! No quiero jugar con vosotros. Sois unos «posesos» sexuales. (Se coloca al lado de Rosa María.)

 

TONI.-

Eso, eso.

 

JUAN ALBERTO.-

Sí, somos unos obsesos sexuales, pero con este panorama…

 

         (Los chicos van al corredor y comienzan a organizar el juego.)

 

JUAN ALBERTO.-

¿Quién entra primero?

 

MIGUEL.-

Yo.

 

JUAN ALBERTO.-

¿Porqué?

 

MIGUEL.-

Porque soy nuevo en el grupo, no te jode… Los burguesitos con los invitados siempre tenéis consideraciones.

 

JUAN ALBERTO,-

Eso aquí no vale.

 

TONI.-

Jugároslo a pares o impares. Yo me quedo el último.

 

MIGUEL.-

¿Tú qué quieres?

 

JUAN ALBERTO.-

Pares.

 

MIGUEL.-

Entonces entro primero… He ganado.

 

         (Entra. Oscuro.)

 

         (Rosa María y Jaime están en el salón. Jaime pone «Wendoline», de Julio Iglesias.)

 

JAIME.-

Ni los Beatles ni los Rolling: ¡Julio Iglesias!

 

ROSA MARIA.-

Es el cantante que más me gusta.

 

JAIME-

Rosa María: tengo un regalo para tí.

 

ROSA MARIA.-

¿Ah, sí? ¿Qué es?

 

         (Jaime va a buscar el regalo. Saca una rosa del bolsillo del abrigo y se la da. En la otra mano, detrás de la espalda, esconde un paquete.)

 

JAIME.-

Me lo he metido en el bolsillo para que los otros no pudieran verlo. Son unos salvajes y no entienden nada de romanticismo. Está un poco marchita, pero si la pones en un jarrón con agua y le echas una aspirina, ya verás como revive enseguida. Lo dice el profe de Ciencias.

 

         (Rosa María le da un beso en la mejilla. Jaime se pone colorado.)

 

JAIME.-

Espera…  Todavía tengo otra cosa… Toma.

 

         (Le da el paquete envuelto con mucho papel. Rosa María lo desenvuelve y aparece una caja de cartón.)

 

ROSA MARIA.-

Qué detalle, Jaime.

 

JAIME.-

¡Abrela, ábrela! Me ha costado mucho hacerlo.

 

         (La abre muy emocionada y aparece un «escobidou» con forma de corazón gigante.)

 

ROSA MARIA.-

¡Oh, un «escobidou»!

 

JAIME.-

He estado más de tres horas haciéndolo para tí. ¿Te gusta?

 

ROSA MARIA.-

Es un detalle precioso… Pero hay algo que te quería preguntar…

 

JAIME.-

Dime, dime…

 

ROSA MARIA.-

Es que me da un poco de vergüenza…

 

JAIME.-

¡Pregúntame lo que quieras…!

 

ROSA MARIA.-

¿No te ofenderás?

 

JAIME.-

No, claro que no…

 

ROSA MARIA.-

¿Como es que todavía llevas pantalones cortos…?

 

         (Oscuro. En el dormitorio, recostados en una cama, fumando, sin hacer nada, un poco nerviosos, Miguel y Brigitte. Miguel apaga el cigarrillo y se le tira encima. )

 

BRIGITTE.-

¡Un momento! ¡No te precipites! Te voy a contar un chiste.

 

MIGUEL.-

¡Hostia! ¿Ahora?

 

BRIGITTE.-

Es muy corto, no seas impaciente. El Conde Drácula antes de salir de su castillo le dice a su mujer: «Adiós querida, hasta el mes que viene…»

 

MIGUEL.-

¿Y qué?

 

BRIGITTE.-

¿No lo has entendido? ¡Eres un crío! ¡Eres un crío!

 

MIGUEL.-

(Piensa unos instantes. Se ríe un poco cuando comprende el significado del chiste.) ¡Qué chorrada! Yo te contaré otro. Este es más largo, ten paciencia. Había una vez una conejita que se había perdido en un bosque buscando la madriguera de la abuela conejita Se encuentra con un conejito blanco y le pregunta: «Conejito, conejito, tú que eres tan graciosillo, dónde vive la abuela conejita? Y el conejito blanco le dice: «Si quieres que te lo diga, trinqui-trinqui.» La conejita le dice: «Bien, entonces, trinqui-trinqui«. Y se pusieron a hacer trinqui-trinqui. Más tarde, ya muy cansada, le dice: «Ahora dime donde vive la abuela conejita». Y el conejito le contestó, arrugando la nariz: «Mira, al final de este atajo encontrarás un conejito negro y él te lo dirá». Se fue a buscar al conejito negro, y el conejito negro le dijo: «Si quieres que te lo diga, trinqui-trinqui«. Y volvieron a hacer trinqui-trinqui. Después el conejito negro le dijo donde estaba la madriguera de la abuela conejita. La conejita al cabo de nueve meses tuvo conejitos. ¿De qué conejo eran?

 

BRIGITTE.-

No lo sé. ¿De cuál?

 

MIGUEL.-

Si quieres que te lo diga, trinqui-trinqui.

 

         (Le da un beso apasionado. Se abrazan. Oscuro. En el pasillo, Juan Alberto está escuchando detrás de la puerta y mirando por el agujero de la cerradura.)

 

TONI.-

¿Qué hacen?

 

JUAN ALBERTO.-

Hablan mucho. Miguel, mucho hablar, mucho hablar, y nada. Además se les ha pasado el tiempo y me toca ya a mí. (Entra en la habitación precipitadamente.) ¡Cinco minutos! ¡Ya han pasado cinco minutos!

 

MIGUEL.-

Tranquilo, chico, tranquilo. No te acerques tanto que quemarás la cama con el ardor de tu pasión.
MARIA ANGELES.-

(Entra en la habitación por la otra puerta.) ¡También me toca a mí!

 

JUAN ALBERTO.-

No, vete, vete. Yo quiero estar con Brigitte.

 

MARIA ANGELES.-

Bien, bien, ya te llamaré cuando me toque. (Se va.)

 

MIGUEL.-

(Mirando a Juan Alberto.) Brigitte, cuando grites llamo a los bomberos, ¿vale

 

JUAN ALBERTO.-

Te voy a pegar un par de hostias…

 

TONI.-

(Desde la puerta) ¿Cómo te ha ido?

 

MIGUEL.-

Como en una película. Hasta he visto al Conde Drácula.

 

JUAN ALBERTO.-

¡Fuera, fuera! Toni, tranquilízate que ya te tocará.

 

         (Cierra la puerta en las narices de los chicos que quedan en el pasillo. Oscuro.

         Salón. Jaime y Rosa María hacen manitas.)

 

JAIME.-

Te prometo que la semana que viene me pondré pantalones largos…

 

ROSA MARIA.-

Echame más whisky.

 

         (Jaime le sirve.)

 

JAIME.-

¡Ostras! Se nota que se lo pasan bien, por lo que tardan.

 

ROSA MARIA.-

Nosotros tampoco nos lo pasamos tan mal, ¿verdad?

 

 

 

JAIME.-

¡Qué va, qué va! (Comienza a acariciarle los cabellos.) ¿Te gusto más sin gafas?

 

ROSA MARIA.-

Sí, mucho más. Así estás muy guapo.

 

JAIME.-

Rosa María, si tú quisieras…

 

ROSA MARIA.-

¿Qué?

 

JAIME.-

¿Quieres salir conmigo?

 

ROSA MARIA.-

¿Y a dónde vamos a ir a estas horas?

 

JAIME.-

No, ¿que si quieres que seamos amigos?

 

ROSA MARIA.-

¿Es que no lo somos ya?

 

JAIME.-

Sí, pero más… (Le da un beso apasionado.) Te quiero mucho, Rosa María. (Rosa María se deja dar otro beso. Jaime le pone la mano encima de la blusa.) Si alguna vez hago algo que no te gusta, dímelo. (Jaime, decidido, mete la mano debajo del vestido de la chica.) Pero… ¿qué llevas aquí?

 

ROSA MARIA.-

¡Déjame, déjame! (Se ha puesto completamente colorada.)

 

JAIME.-

¿Pero, qué llevas? ¡Es algodón! (Ríe.)

 

ROSA MARIA.-

¡Calla, no grites! No se lo digas a nadie o no seremos nunca amigos. (Jaime no para de reirse.) Mira, si quieres, hasta que te compren unos, te presto unos tejanos de mi hermano… Unos Lewis americanos comprados en la boutique de Gay.

 

JAIME.-

¡De acuerdo!

 

ROSA MARIA.-

Espera un momento… ¡Ya verás qué bien te van a sentar!

 

         (Se va. Oscuro.)

 

         (La habitación: Brigitte y Juan Alberto. Brigitte le da una bofetada a Juan Alberto.)

 

BRIGITTE.-

¡Vete! ¡Eres un niñato!

 

JUAN ALBERTO.-

¡Pero Brigitte… Ostras, yo…

 

BRIGITTE.-

¡Fuera, fuera! ¡Otro! ¿A quién le toca ahora?

 

         (Va hasta la puerta y la abre. Juan Alberto sale entristecido. Toni entra. Oscuro.)

 

         (Fuera, en el pasillo.)

 

MIGUEL.-

(Riéndose.) ¿Cómo te ha ido?

 

JUAN ALBERTO.-

¡No me digas nada o te daré una hostia a tí también! Me parece que no quiero tocar más contigo.

 

         (Miguel continúa riéndose y Juan Alberto se marcha enfadado. Mientras, en la habitación.)

 

BRIGITTE.-

Venga, vamos a lo nuestro… ¿Qué quieres? Contigo me dejaré hacer lo que quieras porque me caes bien…

 

TONI.-

Es que hay un problema. Yo quiero estar con María Angeles…

 

BRIGITTE.-

¡Vale, tíos, ya estoy harta! (Se va hacia la puerta.) No sabes lo que te pierdes, baby. ¡María Angeles, es todo tuyo!

 

         (María Angeles entra precipitadamente, pero disimula delante de Toni.)

 

BRIGITTE.-

(Visiblemente molesta.) Que os lo paséis bien.

 

MARIA ANGELES.-

¿Porqué me has elegido a mí?

 

TONI.-

(Histriónico, como Mister Hyde delante de su víctima.)

 

         Me derrumbaré encima de tu cuerpo,

         como el río se despeña entre las rocas

         hacia el mar de la pasión.

         Seré como un naúfrago que se agita entre tus olas,

         buscándote, oh amor, en las húmedas tinieblas del océano…

 

MARIA ANGELES.-

¿Pero qué dices?

 

TONI.-

         Y como el mar embrevecido,

         las olas de mi deseo azotarán el frágil velero

         de mi enamorado corazón…

 

MARIA ANGELES.-

¡Estás completamente loco!

 

TONI.-

         El aroma de tu cuerpo,

         el sabor salino de tu piel…

         El inefable triángulo de tu sexo,

         la encrucijada inextricable de tus pechos…

 

 

MARIA ANGELES.-

Oye, oye, no te pases…  ¿Y todo esto te lo acabas de inventar?

 

TONI.-

Son fragmentos de un poema mío. Se titula «Amar, Amor».

 

         (Se escuchan gritos fuera: «¡María Angeles; Toni, venid, es la hostia! Toni y María Angeles salen corriendo hacia el salón y encuentran a Jaime poniéndose los pantalones y a Rosa María arreglándose el sujetador y escondiendo el algodón debajo de la butaca.)

 

JUAN ALBERTO.-

¿Pero qué haces?

 

MIGUEL.-

¡Mira, los que no querían jugar a las putas!

 

MARIA ANGELES.-

¿Qué hacíais, promiscuos?

 

BRIGITTE.-

¿Así, Rosa María, que necesitabas un mes para pasar a mayores?

 

JAIME.-

Es que me estaba prestando unos pantalones…

 

TONI.-

Ya, ya… ¿Así que te gusta disfrazarte de persona mayor?

 

JAIME.-

Eres un cabronazo…

 

TONI.-

Y también le has traido unas tetas de repuesto por si acaso…

 

ROSA MARIA.-

(Murmurando.) Imbécil. (Risas.)

 

TONI.-

¿Os gusta eso del teatro, verdad, babys?… A mi también… De pequeño, cuando jugaba con las pistolas, me ponía delante del espejo con el sombrero en la cabeza y la cartuchera en la cintura, o cuando empuñaba una gran espada y me creía el Capitán Trueno… Subido a mi caballo me despedía de Sigrid y de mi fiel escudero Goliat y les decía: ¡Quedáos aquí, que más tarde vendré a por vosotros…! Y la etérea Sigrid me echaba sus dulces besos desde la distancia… ¡Mua! ¡Mua!

 

BRIGITTE.-

¡Ostras, sí, vamos a disfrazarnos!

 

ROSA MARIA.-

Podemos utilizar los trajes que se ponen los papás para ir al Teatro Principal cuando hay Opera.

 

 

 

TONI.-

Ya le vas encontrando el gustirrinín, ¿verdad? ¡Qué cara! Ahora tus padres ya no dirán nada si nos pescan…

 

JUAN ALBERTO.-

Si todo queda ordenado antes de las ocho no habrá ningún problema.

 

         (Rosa María aparece con vestidos de noche, un joyero, maquillajes.)

 

ROSA MARIA.-

¡Venid a escoger! ¡Puede ser «chachi piruli

 

         (Todos van al armario de los Rocamora. Toni encuentra una cámara de Super 8.)

 

TONI.-

¡Podemos rodar una película!

 

JUAN ALBERTO.-

Pero no tenemos carretes.

 

TONI.-

Es igual, nos lo imaginamos.

 

JUAN ALBERTO.-

Tú también eres un niño.

 

TONI.-

Un niño, eh? Pues a tí bien que te gustaba jugar a las putas…

 

BRIGITTE.-

(Desde dentro.) Coged vestidos, chicos. Ponéos guapas, chicas. ¿No vienes, María Angeles?

 

MARIA ANGELES.-

Ya voy, ya voy. Eso de la peli puede ser muy divertido, pero yo no quiero vestirme. Estoy harta de disfrazarme: total, no sirve para nada. A mi nadie me hace caso ni de normal ni disfrazada.

 

TONI.-

¿Cómo que no? ¿No te ha gustado el poema que te he dedicado?

 

MARIA ANGELES.-

Sí, pero…

 

TONI.-

Nada de peros… Ya lo sabes:

         Me derrumbaré encima de tu cuerpo,

         como el río se despeña entre las rocas…

 

MARIA ANGELES.-

Sí, sí, vale, vale… Pero acaso te has pensado que sigo siendo una niña pequeña para me trates como una boba…

 

TONI.-

¡En tarro pequeño hay buena confitura! Venga, disfrázate que hoy vas a ser la protagonista. Todavía no sé si seré tan buen cámara como para captar adecuadamente toda tu belleza…

 

MARIA ANGELES.-

No me creo nada. Eres más falso que Judas.

 

TONI.-

¡Dudas de mi sinceridad! Tú vas a ser la musa y protagonista de esta película… La mujer misteriosa que aparece de pronto y todos los hombres enloquecen de deseo.

 

BRIGITTE.-

(Aparece muy maquillada, sujetando en la mano un vestido.) ¿Y yo? ¿Qué papel voy a hacer yo, cheri?

 

TONI.-

¡Tú serás Brigitte Bardot!

 

BRIGITTE.-

Qué poca imaginación. Siempre hago de lo mismo.

 

TONI.-

Escuchadme atentamente. Quiero organizar un encuentro de famosos… Una noche en la que todas las estrellas coinciden en un punto… y ese punto está aquí. Una noche en un «nigth-club» de la Costa Azul.

 

ROSA MARIA.-

¿Y yo qué haré?

 

TONI.-

Tú serás la Reina. La gran anfitriona de todas las noches mágicas de Saint-Tropez. A tu local, «La Estrella Negra» acuden los artistas, los «play-boys», las princesas venidas a menos, las «starlettes» y los gangsteres más poderosos del momento…

 

JAIME-

Yo quiero hacer de gangster.

 

TONI.-

Sí, tú serás el cerebro gris de una banda internacional. Pero también, para no despertar sospechas y pasar de incógnito, servirás los whiskys, harás de «disc-jokey», etc. Detrás de tu mueca inescrutable, detrás de tus gafas negras, tus ojos estarán pendientes de lo que ocurre. Tus dedos siempre dispuestos a apretar el gatillo o abrir la navaja automática. Tus puños, preparados para estrellarse contra el estómago de cualquier camorrista. Defenderás por encima de todo los intereses de tu dama y señora, Madame Regina.

 

JAIME.-

Me gusta, me gusta.

 

         (Van a vestirse tal y como ha sugerido Toni. Mientras tanto, éste se va vistiendo también de director de cine: entre el Fellini de «ocho y medio», Luis Buñuel y un Jean Luc Godard más presentido que conocido.)

 

TONI.-

Juan Alberto, tú serás el elegante… el más guapo de los Beatles. Harás de Paul McCartney, el príncipe azul de todas las chicas. Estás pasando una noche enloquecida en Saint-Tropez.

 

JUAN ALBERTO.-

Pero no me hagáis tocar la guitarra otra vez.

 

JAIME.-

Peor para tí. Cuando Paul va de incógnito no se come una rosca.

 

JUAN ALBERTO.-

Es igual. Me identificaré cuando me convenga.

 

TONI.-

¿Estáis todos vestidos?

 

BRIGITTE.-

No, falto yo. (Aparece deslumbrante.)

 

JUAN ALBERTO.-

¡Brigitte, uaauhhh!

 

TONI.-

Eres carne de celuloide, no hay duda…

 

ROSA MARIA.-

¿Y yo te gusto, Jaime?

 

JAIME.-

(Boquiabierto, mirando a Brigitte.) Sí, sí, estás muy bien. Vamos a preparar la «Toilette Noire».

 

TONI.-

Recuerda que eres el «disc-jokey». Ya puedes ir buscando la música adecuada.

 

         (Jaime y Rosa María encienden velas, colocan papeles de color en las bombillas, cojines por el suelo, etc.)

 

MIGUEL.-

¿Me conocéis, babys? Chicos, tranquilos… Brigitte, esto que notas no son cañonazos, sino los latidos de mi corazón.

 

JAIME.-

¿Y éste de qué va, de Pato Donald?

 

ROSA MARIA.-

Es Monsieur Mike Jagger. ¿No lo conoces?

 

MIGUEL.-

Ponme un whisky con cerveza… ¿Hay por ahí optalidones?

 

JAIME.-

Oui, Monsieur.

 

MIGUEL.-

Entonces tráelos… Rápido, necesito combustible, que estoy seco y tengo que calentar los motores.

 

TONI.-

¡Cooorten! Okey. Esto ya ha quedado grabado para la posteridad.

 

         (Aparece María Angeles. Jaime pone «Strangers in the night», de Frank Sinatra. Toni está entusiasmado con la cámara haciendo travellings circulares alrededor de María Angeles.)

 

 

TONI.-

Mi cine es más real que la vida misma. Tú eres esa mujer misteriosa ante la que un día el azar hace que nos topemos indefectiblemente.

 

JAIME.-

¿Como Eva?

 

TONI.-

Ejem… Algo parecido. La que nos hace inventar mundos impensables… Seducidos por su misterio podemos intuir detrás de su mirada, una espía, una casada infiel que trama el asesinato o el suicidio, o una simple niñita que roba en los grandes almacenes, o una astronauta, o la mismísima reina de Sangai… Más real que la vida misma…

 

         (Todos aplauden a Toni. Miguel pone «Lady Jane» de los Rolling Stones.)

 

 

TONI.-

¡Adelante la Jet-society!

 

         (Juan Alberto se acerca a Brigitte. Brigitte se va con Miguel.)

 

BRIGITTE.-

«¿Voulez-vous danser avec moi, mon petit diable

 

TONI.-

Okey, perfecto.

 

         (Brigitte y Miguel bailan los primeros compases de «Lady Jane» muy coreografiados, muy solemnes. Juan Alberto se acerca a Jaime y le cuenta un secreto. Cuando Juan Alberto hace una señal, Jaime cambia el disco y pone un rock desenfrenado de los Rolling Stones que Brigitte y Miguel comienzan a bailar de manera inmediata. Juan Alberto pone cara de mala leche mirándolos bailar así.)

 

TONI.-

(Haciendo como si filmara.) ¡Es la guerra, es la guerra!. ¡Atención, ataca Paul McCartney…! ¡No te dejes hacer eso, ataca!

 

         (Juan Alberto le hace otra señal a Jaime. Todos van hacia Miguel y Brigitte muy agresivos.)

 

 

MIGUEL.-

¡Tranquilos, pollitos! Ya me pegaréis después.

 

JUAN ALBERTO.-

(Poniendo la mano en la espalda de Miguel.) Deja a mi chica en paz o te arrepentirás el resto de tus días.

 

TONI.-

¡Ya está declarada la guerra! ¡Los Beatles contra los Rolling Stones.

 

         (Miguel se gira y empuja a Juan Alberto. Jaime coge una silla con intención de tirársela a Miguel. Brigitte coge también otra.)

 

BRIGITTE.-

Merci, chéri, je suis un peu fatiguée.

 

MIGUEL.-

Traed más combustible. ¡Rápido!

 

 

JUAN ALBERTO.-

(Se acerca rabioso.) En el hospital es donde te van a dar combustible, cabrón.

 

         (Jaime coge una botella de whisky para atacar a Miguel.)

 

ROSA MARIA.-

Estás loco. Es el whisky preferido de papá. ¿Pero te has creido que esto es una película de verdad?

 

JUAN ALBERTO.-

Vamos. ¡Esto es una batalla de hombres!

 

         (Juan Alberto se acerca a Brigitte y quiere obligarla a bailar. Miguel le aparta violentamente. Juan Alberto y Miguel luchan y ruedan por el suelo.)

 

TONI.-

¡Apartáos que no me dejáis filmar…! ¡Y no os hagáis daño! ¡No os pongáis tan serios que no estamos haciendo cinema verité!

 

         (Jaime intenta separarlos. Juan Alberto está en el suelo. Miguel le da un puñetazo a Jaime y también lo tumba.)

 

 

 

ROSA MARIA.-

(A Brigitte.) ¡Todo esto es culpa tuya! ¡Eres una puta! ¿Te ha hecho daño, Jaime?

 

JUAN ALBERTO.-

(Medio llorando, señalando a Miguel y a Brigitte.) ¡Fuera! ¡No os quiero ver más por aquí! ¡Los cerdos no pueden estar en casa de las personas!

 

TONI.-

(Emocionado.) ¡Okey, perfecto, ha salido perfecto! Lástima que no haya película.

 

JUAN ALBERTO.-

Cállate, que la cosa va en serio.

 

BRIGITTE.-

Allons, Mike. Aquí no somos bien recibidos.

 

MIGUEL.-

Sí, vámonos. Estoy hasta los cojones de estos gilipollas.

 

BRIGITTE.-

Nos lo pasaremos mucho mejor solos. Adiós, mes petits cochons.

 

         (Miguel y Brigitte se marchan dando un portazo.)

 

MIGUEL.-

(Desde fuera.) ¡Por fin estamos solos!

 

         (Oscuro.)

 

         (Se escuchan grillos y ruidos de la ciudad a lo lejos. Anochecer en el parque. Brigitte y Miguel están sentados en un banco.)

 

MIGUEL.-

¿Has fumado de esto alguna vez?

 

BRIGITTE.-

¿Qué es?

 

MIGUEL.-

Marihuana.

 

 

BRIGITTE.-

No. ¿Con eso se hacen caramelos, verdad? Cuando comenzábamos a vivir en España mi abuela siempre me decía que no aceptase caramelos de ningún desconocido porque llevaban droga, y con la excusa del caramelo me dormirían, me raptarían y  me harían cosas feas…

 

MIGUEL.-

(Riéndose.) Mujer, si quieres… Yo no necesito drogas, me basta con esto. (Le da un beso.)

 

BRIGITTE.-

Me gustaría probarlo.

 

MIGUEL.-

¿Probar el qué? ¿La marihuana o a mí?

 

BRIGITTE.-

Las dos cosas.

 

         (Se besan de nuevo. Miguel enciende el porro. Dan unos caladas y con el humo a Brigitte le entra la tos.)

 

 

BRIGITTE.-

¡Es muy fuerte!

 

MIGUEL.-

Estoy empezando a preocuparme…

 

BRIGITTE.-

¿Qué te pasa?

 

MIGUEL.-

Noto como unas palpitaciones aquí.

 

BRIGITTE.-

¿En el corazón?

 

MIGUEL.-

Sí. Parece como si se me fuera a partir en mil trozos.

 

BRIGITTE.-

¿Estás mareado? Pues yo no noto nada…

 

 

MIGUEL.-

Y aquí, sobre todo aquí. (Se señala el sexo.) Noto una tirantez extraña.  (Se tira al suelo.) ¿Porqué me tiene que pasar a mí?

 

 

BRIGITTE.-

(Muy asustada.) ¿Te encuentras muy mal?

 

MIGUEL.-

¡No quiero! ¡No quiero!

 

BRIGITTE.-

¿No quieres qué?

 

MIGUEL.-

¡Enamorame de tí, Brigitte! ¡Debe ser un efecto de la droga!

 

BRIGITTE.-

¡Es mentira! Eres un comediante. Yo no siento nada.

 

MIGUEL.-

¿Y ahora?

 

         (Le da un beso apasionado. Oscuro.)

 

         (Casa de los Rocamora. Acaban de arreglar los desperfectos de la batalla.)

 

ROSA MARIA.-

(Histérica, llorosa.) ¿Seguro que Brigitte y Miguel volverán?

 

TONI.-

Claro que sí, ya te lo he dicho mil veces. Miguel tiene aquí la guitarra y los discos de los Rolling Stones y los quiere más que tu padre al smoking ese que se pone cuando viene Fraga.

 

ROSA MARIA.-

Ojalá vengan antes de que regresen mis padres…

 

JUAN ALBERTO.-

Pues si vuelve, le parto la cara al cabrón ese.

 

ROSA MARIA.-

Pero antes de partírsela que lo devuelvan todo. El abrigo de chinchilla y el collar de diamantes de mamá valen más de un millón de pesetas.

 

JUAN ALBERTO.-

Y el smoking de fantasía que papá se compró en Florencia. Todo esto lo has provocado tú, Toni, con el puñetero juego de las películas… ¡Además ese tío es tan gitano que igual vende todo en el rastro de la Plaza Santa Cruz!

 

TONI.-

Os digo que volverán. Ya lo veréis.

 

ROSA MARIA.-

Brigitte es la culpable.

 

JUAN ALBERTO.-

Siempre tiene que destacar como sea…

 

JAIME-

Y tú particularmente le fomentas el «nacisismo».

 

ROSA MARIA.-

Tiene razón Jaime. La convertís en «Reina por un día» porque pensáis que os la vais a ligar. En cambio en el grupo de sus hermanos mayores no le hacen ningún caso y pasa totalmente inadvertida.

 

TONI.-

Eres una envidiosa, Rosa María.

 

ROSA MARIA.-

¿Yo? Envidiar a una tía que parece un poste de teléfonos… Sois unos snobs y hacéis siempre demasiado caso del que viene de fuera. Por ejemplo a los Beatles y a los Rolling Stones. Los españoles no tendríamos que envidiar a nadie. Ahí están por ejemplo Raphael, Manolo Escobar, Karina o el Dúo Dinámico, que son tan buenos artistas como ellos o más.

 

JAIME.-

Y tú, Rosa María, y tú…

 

MARIA ANGELES.-

(Con un vaso de whisky en la mano, un poco trompa.) No volváis a discutir, por favor… ¡Los domingos, hip!… los domingos son para divertirse, ¡hip!… Volvamos a mover un poco el esqueleto… ¡hip!… Jaime, venga, pon un lentorro… ¡hip! (Se echa a reir.) Mira mamá como estoy… Saludo a mi madre que me estará escuchando… ¡hip! Y ahora a ver si me hacéis un poco más de caso… Desde ahora me llamaré Angie… ¡hip! Angie a secas… Ni María Angeles ni hostias… ¡Angie! ¡Y soy de Carnaby Street! ¡Hip!

 

         (Jaime pone «Yesterday».)

 

JUAN ALBERTO.-

Angie, ¿do you want dance with me?

 

MARIA ANGELES.-

(Como si fuera una estrella de la canción.) Okey, baby, pero espera un momento que vuelvo a mojar la lengua… ¡hip.!

 

JUAN ALBERTO.-

(Libidinoso.) Hazlo, hazlo… (María Angeles coge el vaso y se pone a bailar con Juan Alberto. Este comienza a acariciarle el pelo, a darle besitos y a arrimarse.) ¿Sabes que me gustas mucho, Angie?… Hasta ahora no me había fijado en tí.

 

MARIA ANGELES.-

¿Ah, sí?

 

JUAN ALBERTO.-

¿Porqué no te arreglas siempre así? Te queda muy bien.

 

 

MARIA ANGELES.-

Escucha, niño, cambiate el paquete de tabaco de sitio que empiezas a hacerme cosquillas y me vas a provocar pensamientos impuros… !Hip!

 

JUAN ALBERTO.-

¿Te gustaría tenerlos?

 

MARIA ANGELES.-

Sí, pero contigo… ¡Hip!… Tener pensamientos impuros contigo, aunque tenga que confesármelos después. Es un pecado muy fácil y barato. Tres avemarías y fiesta. Ponme las manos en el culo, no te cortes… ¡Un día es un día! ¡Orgía y desenfreno! ¡Hip! ¡Uifff, cómo estoy!

 

JUAN ALBERTO.-

¡Estás completamente borracha!

 

ROSA MARIA.-

¡Qué espectáculo!

 

MARIA ANGELES.-

Sí, sí… ¿Borracha yo? ¡Tururú! Echate tú también un trago. Te servirá para olvidar las penas, que debes tener muchas con esa cara. Parece que se te ha cagado un palomo encima. ¡Hip! Toni, quieres venir a bailar conmigo de una puñetera vez…

 

TONI.-

«A los hombres, hija mía, se nos debe conquistar por el olor». (Risas.)

 

MARIA ANGELES.-

¡Menos palabras y más hechos, Toni!  ¡Toniii, soy una espía, una chica Bond! (Se quita la camiseta y se queda en sujetador.)

 

         (Se lanza a los brazos de Toni y se pone a bailar con él. Oscuro.)

 

         (Brigitte y Miguel paseando. Es ya totalmente de noche. Luz de farola.)

 

MIGUEL.-

Ha sido una tarde maravillosa… Me gustas mucho, Brigitte. (Le da un beso.)

 

 

BRIGITTE.-

Ya no podremos volver nunca más a casa de los Rocamora.

 

MIGUEL.-

¡Mejor! Saldremos juntos los domingos… Además, seguro que Toni y María Angeles, después de lo que ha pasado, tampoco volverán. Podemos ir al cine. El domingo te invito a ver «Help», de los Beatles. Yo ya la he visto dos veces, pero verla contigo será como ver una película nueva. Conozco una discoteca a la que van mis colegas, unos tíos cojonudos a los que le gusta la música dura de verdad y no esas mariconadas. Gente que curra fuerte a lo largo de la semana y que los sábados se lo pasan pipa y se meten una marcha que te cagas.

 

BRIGITTE.-

(Poco entusiasmada con las expectativas que Miguel le ofrece.) Yo, normalmente, los fines de semana salgo con mis hermanos mayores y sus amigos. Tienen coches, motos, yates, y nos lo pasamos muy bien también.

 

MIGUEL.-

Entonces te puedo pasar a buscar al colegio… ¿Me das tu teléfono?

 

BRIGITTE.-

No, ya te lo daré otro día. Si quieres, quedamos mañana a las seis y media en Correos. A mí también me gustaría que fuéramos amigos… Pero eso de salir contigo todos los domingos… No es por tí. Mi padre siempre dice que es mejor que vaya con muchos que no con uno sólo…, que así hay menos peligro (Ríe.) Y tiene razón: también es más divertido.

 

MIGUEL.-

¿Pero quedamos mañana, sí o no?

 

BRIGITTE.-

Sí, hombre, sí. Claro que sí. (Le da un beso.) ¡Aurrevoire! Ahora tengo que volver a casa porque si nos ve alguien con esta pinta tan decadente comenzarán a hacerme preguntas. Pense à moi quelques instants, chèri Mike.

 

         (Le da un beso apasionado. Entra en su casa. Miguel se queda mirando un rato.)

 

MIGUEL.-

¡Chao! ¡Iuhuuuu! Cuando sea un Rolling Stone tú serás mi groopy preferida y todas mis fans se te querrán comer viva de pura envidia. Porque no tendrán tus labios, ni tus cabellos, ni tu cuerpo, ni esas piernas tan largas, hechas para moverse al ritmo de mi guitarra. (Comienza a bailar y a tocar una guitarra imaginaria cualquier canción de los Rolling. Entra desde la inmensidad la auténtica música de los Rolling. Brigitte vuelve a salir de casa aprovechando el enaltecimiento de Miguel. Se va sin que éste se dé cuenta.)

 

 

         (Oscuro.)

 

 

         (Se escucha el timbre de casa de los Rocamora. Se ve a todos los que se han quedado en la fiesta y a Brigitte que ha vuelto. Bailan un disco de los Rolling. Toni sostiene la cabeza de María Angeles que está vomitando.)

 

MARIA ANGELES.-

Estoy un poco delicada del estómago… hip… Debe ser el chocolate de ayer por la tarde. (Se escucha el timbre nuevamente.)

 

 

ROSA MARIA.-

¡Mis padres! ¡Quitad el papel rojo de las lámparas, rápido! Ve a abrir, Juan Alberto. (Juan Alberto lo hace.)

 

JUAN ALBERTO.-

Eh, chicos, es Miguel. (Entran en el salón. Miguel se queda estupefacto cuando descubre a Brigitte entre los presentes.)

 

MIGUEL.-

¡Hostia, Brigitte!, ¿Y tú qué haces aquí?

 

BRIGITTE.-

He venido a devolver los vestidos de la señora Rocamora.

 

MIGUEL.-

(Cortándole.) Ya, ya… Dame los discos y la guitarra, que me voy. ¿Donde está mi cazadora de cuero? (Tira el smoking,) Jaime, ya me estás devolviendo las gafas de sol. Espero que no me halláis rayado los discos de los Rolling. (Los coge.) Good by. No quiero veros nunca más.

 

BRIGITTE.-

¡Mike!

 

MIGUEL.-

Baby: no eres la única rosa de esta ciudad.

 

TONI.-

No te pongas así, no es para tanto.

 

MIGUEL.-

Adiós, Toni, ya nos veremos.

 

 

         (Miguel se va y se escucha un portazo. Oscuro. Ultima escena: Miguel encuentra la carta a Su Graciosa Majestad bajo una farola. La mira y sonríe. Sigue caminando con la guitarra en la espalda. La ciudad al fondo. Se oye la radio desde alguna ventana. Suena «Like a Rolling Stones» y el locutor va traduciendo la letra de Bob Dylan.)

 

 

LOCUTOR PRIMERO.-

         «¡Cómo te sientes!

         ¡Cómo te sientes¡

         A solas contigo,

         sin dirección a casa,

         completamente desconocido,

         como un rolling stone.»

 

         (Oscuro.)

 

 

 

FIN DE LA PRIMERA PARTE.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Segunda parte:

EL CEMENTERIO DE LOS ELEFANTES

 

 

 

 

         (1969. Se escuchan los compases de «Eleanor Rigby».)

 

PRIMER LOCUTOR.-

         «¡Estamos en

         el cementerio

         de los elefantes…!

         Mira a toda esa gente solitaria:

         ¿de dónde ha salido?

         Toda esa gente solitaria,

         ¿a dónde pertenece?»

«Las carreteras que van al cementerio de los elefantes, están repletas de viajeros…» (Sube «Eleanor Rigby».)

 

         (Un rincón. En un bar del barrio chino; rodeando una «Sinfonola», Miguel y Luis se esconden detrás para sorprender a Toni. Suena «Sympathy for the devil», de los Rolling Stones.)

 

MIGUEL.-

(Ocultando su verdadera identidad.)

         «Si te parece, deja que me presente.

         Soy un hombre poderoso y distinguido.

         Robo desde hace mucho tiempo,

         he robado a más de un alma la fé.

         Me alegra encontrarte,

         espero que…  (Toni pone cara de no conocerlo. Miguel se quita las gafas ocuras.)

 

TONI.-

¡Miguel!

 

MIGUEL.-

¡Toni! ¡Hostia, estás igual que siempre! (Los presenta.) Lou, una guitarra con patas. Toni, un teórico de las obsesiones sexuales. (Chocan las manos.)

 

TONI.-

Cuántos años sin verte… ¿Todavía sigues tocando?

 

 

 

MIGUEL.-

Desde entonces he quemado tres guitarras. Somos relativamente conocidos, y hacemos dos sesiones matinales en el Oasis. Esta semana nos dedican una página en «La hora de los conjuntos», pero estas cosas buenas no impiden que estamos endeudados hasta el culo.

 

TONI.-

¿Cómo os llamáis?

 

MIGUEL.-

¡Los Rockings! Hacemos rock duro con unas gotas de sentimentalismo. ¿Y tú que has hecho durante todo este tiempo?

 

TONI.-

¡La revolución!

 

MIGUEL.-

¿Tú solo?

 

TONI.-

Me marché a París cuando acabé el Preu. Este país estaba inaguantable y no podía aprender cine en ningún sitio.

 

MIGUEL.-

¿Todavía te gusta jugar a «Hollywood»?

 

TONI.-

(Se ríe.) En París iba a la Cinemateque por las tardes después de fregar platos en un restaurante chino.

 

MIGUEL.-

¡Seguro que te lo has pasado de coña!

 

TONI.-

Claro. Ayudé a destrozar la ciudad. Deberías haber visto aquella primavera en París. Fue la leche. Toda la ciudad se convirtió en un inmenso campo de batalla. Frecuenté las barricadas del barrio latino luchando contra la policía. Fue fantástico. Hice el amor, me emborraché en el Polly Magoo, coincidí con Sartre en el Café de Flore, y aprendí más cine que todo lo que podré asimilar en mi vida.

 

MIGUEL.-

¿Qué sabes de aquellos gilipollas que fueron nuestros amigos?

 

 

TONI.-

Juan Alberto simula estudiar Arquitectura y me han dicho que el señor Rocamora lo ha convertido en el Public Relations de un garito de lujo que tiene en el centro. Adivina qué nombre le han puesto…

 

MIGUEL.-

«Pijolandia»?

 

TONI.-

No. Más fino: «El Submarino Amarillo».

 

MIGUEL.-

Claro…

 

TONI.-

(Riéndose.) Y Rosa María está embarazada de Jaimito Sastre.

 

MIGUEL.-

Lógico…

 

TONI.-

Las máscaras que nos pusimos aquel domingo adolescente se nos han quedado pegadas a la cara, ya lo ves…

 

MIGUEL.-

(Después de una pausa. Con cierto temor.) ¿Y Brigitte?

 

TONI.-

No lo sé. Me parece que se fue a vivir a Ibiza. Le he perdido la pista.

 

MIGUEL.-

¡Aquella tía era un putón verbenero!

 

TONI.-

Pues bien que te llevó de culo. Tú que eras tan duro y te reías del romanticismo de los demás…

 

MIGUEL.-

Mira, yo ya paso de tías… Si alguna se cruza en mi camino, trinqui-trinqui y listos.

 

TONI.-

(Riéndose.) ¿No sales con ninguna fija?

 

 

 

MIGUEL.-

Lo que yo busco no existe… Debería tener los ojos de Sofía Loren, la boca de Brigitte Bardot, el cuerpo de Claudia Cardinale y el pelo de Ursula Andress.

 

TONI.-

(Ríe.) Una especie de Frankenstein… No me extraña que no la encuentres.

 

         (Luis hace redobles con una batería imaginaria)

 

MIGUEL.-

Por eso prefiero mi guitarra. Tú, por lo que veo, todavía buscas a Eva.

 

TONI.-

(Incómodo ante la pregunta.) Simplemente hacía un recorrido nostálgico por estas callejuelas…

 

MIGUEL.-

Este es del barrio y conoce a todo el mundo.

 

LUIS.-

¿Qué necesitas? ¿Gomas, lavatorios, tripis, costo guay o una 38 de cañón recortado?

 

MIGUEL.-

¿Qué sabes de una tía que trabajaba en este bar y que se hacía llamar Eva?

 

LUIS.-

Como es colega tuyo la información sólo le costará cinco libras.

 

MIGUEL.-

¿Pero qué dices? Está tan pelado como nosotros.

 

LUIS.-

Esta tía llegó a ser la más popular del barrio. Estaba muy buena.

 

MIGUEL.-

Ahora tendrá unos veinte años.

 

LUIS.-

Se marchó a la costa a pescar gente con pasta. Estaba harta de yanquis y de borrachos.

 

MIGUEL.-

¿Y María Angeles?

 

TONI.-

Lo suyo fue de película….. Desde aquel día comenzó a salir muy a menudo y sus padres pensaron que la nena se les estaba pervirtiendo. Le hicieron la vida imposible. Se escapó de casa. Su padre fue a buscarla, la encontró, y la encerraron un año en el reformatorio del Buen Pastor.

 

LUIS.-

¡Qué hijos de puta!

 

TONI.-

Le escribí varias veces pero hicieron que mis cartas no llegaran a sus manos. Ahora trabaja en un despacho y ha comenzado a pintar en la Escuela de Bellas Artes, pero vive con su familia. Seguramente cuando ahorremos algún dinero nos iremos a París o a Londres…

 

         (Salen a la calle.)

 

LUIS.-

Os dejo con vuestro drama. No os comáis mucho el tarro. Me voy a ligar costo para la actuación del domingo.

 

MIGUEL.-

No te drogues demasiado que mañana a las cinco tenemos ensayo en el garaje. Si vienes muy colocado te sale todo demasiado lento.

 

LUIS.-

¡Ciao, antiguos! No os pongáis muy tristes que la vida es una broma. (Se va.)

 

TONI.-

¿De dónde has sacado a este sicodélico?

 

MIGUEL.-

Es un buen guitarrista. A los catorce años se fue a Ibiza a hacerse chapas con hippies ricos y menopaúsicos. Después estuvo en Marruecos, en Amsterdam… Es un poco mafiosillo, hace todo tipo de negocios para poder tocar la guitarra, pero es un tío legal.

 

TONI.-

¡Osea que se ha comprado el amplificador con el culo!

 

 

MIGUEL.-

Mucha revolución, Toni, pero a veces hablas como una vieja puritana. El trabajo es el trabajo. ¿Con qué se compraba las cosas Eva, con el coño?

 

TONI.-

Por mí como si se lo quiere tirar un buzo, chaval…

 

MIGUEL.-

¿Quieres venir al ensayo de mañana por la tarde?

 

TONI.-

Vale. Iré con María Angeles… ¡Puede ser como en los viejos tiempos!

 

MIGUEL.-

¡Pareces un abuelo!

 

TONI.-

Podríamos invitar también a Juan Alberto para que os contratase en su pub de pijos. Si tocáis en el Submarino Amarillo es seguro que el señor Rocamora os producirá un disco para su editora y os consagraréis ante la flor y nata del país.

 

MIGUEL.-

No estaría mal. Podría ser mi venganza… ¿Todo esto tiene mucho de novela policiaca, verdad? De hecho me he pasado estos tres años tocando la guitarra para demostrar que los tipos como Juan Alberto, que sólo tocaban en las fiestecitas y los bautizos, no servirían nunca para hacer música de verdad. Yo tendré más dinero que los Rocamora… Dentro de poco Los Rocking serán el único conjunto exportable de este país, ya lo verás…

 

TONI.-

Siempre serás el mismo, no hay duda. Veo que aspiras a que te den también la medalla de la Reina. ¡Lástima que aquí no den ninguna! Le diré a María Angeles que llame a los Rocamora… ¡La derecha divina bajará a los barrios bajos para escuchar en directo a los Rockings!.

 

MIGUEL.-

Ni que actuásemos en el Madrazo, chaval.

 

TONI.-

Un garaje de tu barrio, lleno de la fauna más pijotera de la city… Los cabellos de la señora Rocamora, esculpidos en Fémina por el mismísimo Llongueras, se mojarán con las gotas de agua de la ropa tendida en las ventanas de las Delicias. ¡De peli de Vitorio De Sica..!

 

MIGUEL.-

¡Y se atufarán con el olor del costo que nos fumaremos, chaval! Que esos tipos sólo fuman las noches de luna llena…

 

TONI.-

Hasta mañana. Puede ser…

 

MIGUEL y TONI.-

¡Chachi piruli! (Ríen y se van.)

 

         (Oscuro. Interior de un taller de macánica de una pequeña calle en el barrio de las Delicias. Una pareja de motos medio desmontadas. Una nevera de coca-colas oxidada. Las paredes llenas de carteles de los Rolling Stones y de otros ídolos del Rock. Iluminación de colores. En un escenario improvisado Los Rockings ensayan «Jumpin Jack Flash».)

 

MIGUEL.-

(Canta.) ¡Atención!

         Con mis greñas te quiero agredir,

         sé que te da rabia mi forma de vestir.

         Mi forma de bailar.

         Soy el hijo del huracán.

         Tú dirás que no soy de tu estilo,

         que soy muy infantil.

         Pero algún día sabrás que te equivocas

         si piensas que soy también tu marioneta.

         Soy Jumpin Jack Flash

         el rey del gas.

         Soy Jumping Jack Flasch

         el rey del gas.

 

Okey... No ha salido del todo mal. Pero si bajas tanto el volumen no podré molestar a los niños Rocamora.

 

LUIS.-

¿Estás un poco nervioso, eh? Ni que te fueras a examinar del carnet de variedades.

 

MIGUEL.-

Si pudiéramos actuar en el Submarino Amarillo… ¡Demasiado para nuestras deudas! Venga, probemos con «Honky Tonk Women»… ¡Preparados! ¡One, two, three!

 

         (Entra Brigitte, exuberante, vestida de musa underground. Suenan los primeros compases de la canción.)

 

         Me río del ambiente y de la gente

         de las chicas que me invitan a bailar.

         Te tengo clavada en el pensamiento

         y por eso me quiero emborrachar.

 

         (Paran de tocar fascinados por la presencia de Brigitte.)

 

BRIGITTE.-

¡Hello, boys! Hola, Miguel. Juan Alberto y todo el grupo vendrán ahora, están aparcando los bólidos.

 

MIGUEL.-

(Un poco cortado.) ¡Hola, Brigitte!

 

LUIS.-

¡Ah! ¿No es Claudia Cardinale?

 

MIGUEL.-

Vamos a emborracharnos un poco…

 

LUIS.-

¿Quién es ésta tía?

 

MIGUEL.-

Una amiga mía.

 

LUIS.-

No te excites mucho que tenemos que seguir ensayando.

 

         (Los músicos fuman y beben. Miguel baja a saludar a Brigitte.)

 

MIGUEL.-

¿Porqué volviste aquella tarde a casa de los Rocamora?

 

BRIGITTE.-

No seas rencoroso. Ya ha pasado mucho tiempo de aquello.

 

MIGUEL.-

¿No te habías ido a Ibiza?

 

 

 

BRIGITTE.-

He vuelto porque tengo que comenzar un rodaje. Soy una famosa estrella de la pantalla, (Chasquea los dedos y se ríe.) Ya puedes conducir mi coche, baby... Estoy haciendo un corto: «El asfalto bajo el mar». Preparáos porque si llegáis a tocar en el Submarino Amarillo os haréis ricos… Allí es donde encuentro trabajo para hacer películas y spots… Acabo de hacer uno de lencería fina que parece un remake de Niágara; se ha filmado en la cascada del parque y se han hecho copias especiales para el extranjero. Tú también te tienes que adaptar a los nuevos tiempos. Hablaré con Rosa María para que te ayude a elegir virguerías. En Scobidous tienen ropa importada de Inglaterra…

 

MIGUEL.-

¿Dónde dices?

 

BRIGITTE.-

En la boutique de Jaime y Rosa María: Scobidous.

 

MIGUEL.-

¿Además de hacer cine y anuncios vendes ropa interior? Joder, tía, cómo te lo montas. Acabáos el canuto que seguimos ensayando, chicos. (Se colocan. Acaban «Honky Tonk Women». Miguel canta.)

 

         Se me escapan todas las mujeres.

         Quiero, quiero, quiero tu amor.

         Cúbreme de rosas,

         quiero, quiero, quiero tu amor.

 

         (Durante la canción han ido entrando los Rocamora. Juan Alberto, Rosa María y Jaime. Con ellas también aparece una chica desconocida. Saludan haciendo señales a Miguel que está en el escenario. Entran también Toni y María Angeles.)

 

JUAN ALBERTO.-

¿Tan Rolling como siempre, eh? ¿Conoces a mi chica? Lilith, te presento a Miguel y a Toni.

 

LUIS.-

(Se la queda mirando descaradamente.) ¿Lilith…? ¿No nos hemos visto antes?

 

TONI.-

A mí también me suena tu cara.

 

 

LILITH.-

Puede ser que nos hayamos visto en el Submarino Amarillo.

JUAN ALBERTO.-

No lo creo… Estos chicos no vienen mucho por el bar.

 

MIGUEL.-

Os presento a Lou, el otro guitarra. Ramón es el bajo y Quico el batería.

 

BRIGITTE.-

(A Lilith.) ¡Hostia! ¡Lou está como para parar un tren!

 

JAIME.-

Los Rocking… Quico, ¿me dejarás recordar mis tiempos con la mini-twist? (Todos ríen.)

 

QUICO.-

Cuando quieras nos haces una demostración.

 

ROSA MARIA.-

Siempre serás un niño.

 

JAIME.-

Y tú, querida, desde que te has quedado embarazada te portas como una abuela. En lugar de ir al ginecólogo deberías de ir al geriatra.

 

TONI.-

Al «geniatra», Jaime, al «geniatra».

 

JAIME.-

¡Ya he aprendido a hablar, mariconazo!… (Se va a tocar la batería. Rien.)

 

MARIA ANGELES.-

(Riendo.) Tendréis la parejita: Jaimito y Jaimita… ¿Y no eres demasiado joven para ser madre?

 

ROSA MARIA.-

Lo tengo muy asumido. Estoy contenta de tener un hijo. Me siento plenamente responsable de lo que he hecho.

 

MARIA ANGELES.-

¿Todavía sigues los consejos del «Diario de Ana María»? ¿Sabes lo que te espera? Un crío ata mucho.

 

 

ROSA MARIA.-

Durante el día, cuando nosotros estemos en la boutique, se quedará mamá en casa. Le hace mucha ilusión volver a ser madre. Cuando salgamos por las noches vendrá a casa Marta, una chica muy simpática que nos hará de canguro.

 

TONI.-

¿Y cuando llore le insonorizaréis la cuna? ¿Os pondréis tapones en los oidos?

 

ROSA MARIA.-

Eres un imbécil… De este asunto ya no hay más que hablar. No tiene remedio.

 

MARIA ANGELES.-

Londres es una buena solución. Cincuenta papeles y fuera problemas.

 

ROSA MARIA.-

¡Jaime ven un momento! Están hablando de tu hijo y me proponen que aborte… Yo les digo que un hijo no es ningún problema. Además mis padres y los señores de Sastre son cristianos y se opondrían radicalmente… Lo noto tan mío… (Se acaricia la tripa.)

 

JAIME.-

¿Quién lo ha de tener, vosotros o yo? Pues entonces ocupáos de vuestros asuntos y no os metáis donde no os llaman. Jaimito es un niño con el futuro asegurado. Ya es el dueño de Scobidous. ¡Antes de nacer ya es propietario!

 

ROSA MARIA.-

Además la lista y las participaciones ya están hechas. Sería un escándalo volver atrás.

 

         (Miguel comienza a tocar «La neurastenia» con la guitarra acústica, un poco nervioso. Luis y Brigitte intiman en un rincón.)

 

TONI.-

¿Sabéis que en este momento si la poli quiere nos podía tener tres días en comisaría acusados de reunión ilegal? Podían sospechar de todos nosotros por estar conspirando en un local poco recomendable. ¿Qué diría el Hola? ¿Qué diría el Garbo?

 

JAIME.-

¿Quieres atemorizarnos?

 

ROSA MARIA.-

Hemos venido aquí a escuchar a los Rocking. No hacemos nada malo.

 

TONI.-

Eso se lo explicas a los grises cuando te plantifiquen en la cara la droga que lleva Lou en el bolsillo…

 

         (Miguel toca un «Himno militante» a la manera de Jimmy Hendrix cuando tocaba «Barras y estrellas».)

 

LUIS.-

¿Queréis, babys? (Les ofrece costo.)

 

ROSA MARIA.-

Una llamada de papá al gobernador y nos dejarían libres enseguida. Además nadie lo sabría. Papá tiene muchas amistades.

 

TONI.-

Tenéis miedo del escándalo y el escándalo sois vosotros, con vuestra moral de revista de peluquería en donde leéis que el aborto es un asesinato y la pena de muerte una regla imprescindible contra los que osan plantar cara a vuestras ideas hechas de miedo, de rutina, de renuncias, de negocios de compra y venta que hacen que a los dieciocho años seáis como una fotocopia de vuestros padres y que, como a ellos, sólo os interese vuestra seguridad, vuestro futuro, vuestro dinero y vuestra tontería, y que por eso sois capaces de traer un niño al mundo, porque os es útil, utilizable. Sería mejor que no naciera, que le liberáseis del trauma, porque no vais a tener un hijo sino una víctima…

 

JUAN ALBERTO.-

¡Ja! ¡Una víctima de la revolución! Del maravilloso día en que la clase obrera acabe con nosotros, los capitalistas… (Los Rocamora se ríen.)

 

JAIME.-

¿Te crees que somos La Casa de los Martínez?

 

TONI.-

…una víctima de la revolución o de unos padres que le vampirizan antes de nacer. Una víctima más de vuestro mundo, de vuestra policía, de vuestro ejército, de vuestras leyes, de vuestra televisión, de vuestra normalidad, de vuestro Scobidous, de todo la estructura social e ideológica que ha conseguido que seais como vuestros antecesores.

 

JAIME.-

Sigues  mezclandolo todo… la gimnasia y la política. ¡Más vale que te calles o te pegaré una hostia!

 

BRIGITTE.-

(Echándole besitos a Luis, riendo.) «Haced el amor y no la guerra».

 

JUAN ALBERTO.-

Estas paridas las oigo todos los días en la Universidad. No me vengas a hacer de Che Guevara que nosotros ya tenemos montado un pub

 

ROSA MARIA.-

(Riéndose.) Nosotros trabajamos y damos trabajo a los demás.

 

MARIA ANGELES.-

Es verdad, a mí ya me lo han dado. (Ríe.)

 

ROSA MARIA.-

En el Scobidous y en el Submarino Amarillo nos encontrarás todos los días proletarizándonos.

 

MIGUEL.-

Cuando acabéis de soltar discursos comenzaremos a tocar…

 

TONI.-

Sois extranjeros en vuestro propio país, pero si os arrepentís y queréis dejar de ser veraneantes, estáis invitados a una manifestación que se hará en el Paseo de la Independencia dentro de media hora contra el Estado de Excepción, contra los capitalistas y su régimen… Todavía estáis a tiempo, Rocamora juniors… Que continúe la represión depende de gente como vosotros.

 

JUAN ALBERTO.-

(Aplaudiendo.) ¡Viva el libertador! Hablas como Radio España Independiente, con la misma sintaxis rutinaria, machacona y aburrida. Pero me parece que te has equivocado de oyentes.

 

TONI.-

¿Sabéis lo que me gustaría más en estos momentos?

 

JUAN ALBERTO.-

Ser el protagonista del Potèmkim.

 

TONI.-

No. Tener un garrote de medio metro para abrirte la cabeza.

 

MIGUEL.-

¡Venga, tranquilizáos!

 

TONI.-

No te preocupes, Miguel, sólamente es un deseo.

 

MARIA ANGELES.-

Vámonos Toni.

 

TONI.-

Adiós, Miguel. Que todo salga chachi piruli.

 

         (Toni y María Angeles se van.)

 

JAIME.-

Me ponen nervioso los «marxianos». Siempre piensan que poseen la verdad y todos los que no piensan como ellos son enemigos… Tan majo que era este chico antes de irse fuera de España. Este no ha digerido el Mayo del 68.

 

JUAN ALBERTO.-

Va, Miguel, cuando quieras puedes empezar a hacerme cosquillas en las orejas. (A Rosa María, Jaime y Lilith.) Si no le hacemos cantar rápido se caerá redondo, porque lleva una trompa…

 

LILITH.-

Empieza a ser tarde y tenemos que abrir el Submarino.

 

 

MIGUEL.-

(A Luis que está ligando con Brigitte.) Lou, cuando quieras… o cuando puedas.

 

LUIS.-

Tranquilo, chato, que estoy en órbita. Esta chica es un tripy.

 

ROSA MARIA.-

(Hablando con los de su grupo.) Miguel está celoso. Brigitte siempre le ha llevado de culo.

 

         (Miguel da la señal para comenzar a tocar. Brigitte mira con ironía. Mientras canta los va mirando uno a uno. Brigitte y Lilith bailan. Miguel canta.)

 

MIGUEL.-

         Tú sigues en la inopia,

         se te ha escapado el autobús

         y piensas que cantarás victoria

         y piensas que no tengo memoria.

         No tengo nada que hacer, baby

         pobre baby, ya has pasado a la historia.

 

         (Aplausos.)

 

BRIGITTE.-

¡Bravo! ¡Habéis estado muy bien!

 

ROSA MARIA.-

Todavía recuerdo el primer día que nos hablaste de los Rolling.

 

JUAN ALBERTO.-

Has aprendido a tocar la guitarra. Sonáis francamente bien… pero esta música no le gusta al público del Submarino Amarillo… Es demasiado ruidosa, demasiado electrificada, demasiado dura… Si tocáseis como los Beatles todavía podría hacer algo por vosotros… El Submarino Amarillo es básicamente un lugar de relax. La gente viene a relacionarse, a tomar unas copas. Esto es demasiado excitante para ellos. Yo le dije a Toni que no os hiciéseis ilusiones, pero él, ya lo has visto, es un idealista que siempre le ha gustado hacer de abogado de los pobres… Si cambiárais de repertorio e hiciéseis cosas acústicas, venid a verme al pub

 

JAIME.-

Ahora se lleva la música californiana.

 

ROSA MARIA.-

En Scobidous tenemos unas camisas de flores que si hiciéseis esa música os quedarían muy coquetas… Son de la misma marca que las de George Harrison… Cuando estéis en el Submarino Amarillo venid a la tienda que os las venderé a buen precio.

 

MIGUEL.-

(Borracho.) No haréis de mi un Beach-Boy de playa pret-à-porter… Lo que hago es sólamente rock and roll, pero me gusta…

 

LUIS.-

(Dando un giro inesperado a la conversación.) ¿Y a tí qué te parece, Eva? Antes te gustaba mucho esta música. (Un gran silencio.)

 

LILITH.-

Te confundes de persona. Yo me llamo Lilith.

 

LUIS.-

Me conozco de memoria la cara de todas las putas… Por cierto, la tuya me ha gustado siempre…

 

JAIME.-

Está drogadísimo y comienza a alucinar.

 

LUIS.-

Achanta la mui, que contigo no va nada… Te haces la sorda, nena.. Sí, Mike, la vida es una broma… Siempre te lo he dicho. Esta superestella de la burguesía trinfante es Eva, la niña prodigio del barrio chino, la puta de más exito. Ha caido todavía más bajo juntándose ahora con esta mafia.

 

JAIME.-

La única puta que hay aquí es tu madre…

 

LUIS.-

Pues sí, chico, tienes razón. Mi vieja ha tenido que hacer de todo en esta vida. (Amenazante.) ¿Pasa algo?

 

ROSA MARIA.-

Esto va a acabar mal.

 

JUAN ALBERTO.-

A mí no se me insulta de esta manera… Ahora veréis como acabo yo ésto.

 

LUIS.-

(Saca la navaja automática.) ¿Quiéres ver sangre?…

 

LILITH.-

¡Basta! (A Juan Alberto.) Escucha: mi padre me abandonó hace tiempo y no necesito ninguno más. Me han insultado a mí, puedes estar tranquilo, chico. (A Luis.) Veo que en el barrio continuais teniendo buena memoria.

 

LUIS.-

Contigo no va nada de esto.

 

LILITH.-

Sí, soy Eva, la puta más joven del chino. Mi nombre verdadero es Isabel y os conozco a todos vosotros mejor que vuestro siquiatra. ¿Qué pasa? ¿Alguien tiene algo que decir? Putas lo somos todos y todas. ¿Hay alguien que no lo sea? ¿No ha quedado bien demostrado esta tarde?

 

LUIS.-

Okey, chata.

 

ROSA MARIA.-

Ya os he dicho que no deberíamos haber venido.

 

JUAN ALBERTO.-

Veo que todavía os gusta el juego de la verdad… Pero estad tranquilos. (A Eva-Lilith.) Yo ya sabía tu historia. Papá pidió informes cuando te presenté en la empresa. Isabel Peco, madrileña, hija de familia humilde. ¿Qué haríamos sin tu sexi en el Submarino Amarillo? Me importa un rábano tu vida de antes…

 

LILITH.-

¡Tú sí que eres un hijo de puta! A partir de hoy te la mamará tu madre. Good by, Lou; Good by Mike, a mí también me gusta el rock and roll.

 

         (Se va. Detrás de ella desaparece también Juan Alberto.)

 

LUIS.-

Ya os lo había dicho: la vida es una broma…

 

ROSA MARIA.-

Jaime, vámonos…

 

         (Se marchan Jaime y Rosa María.)

 

LUIS.-

(Riéndose.) ¿Qué, Mike? ¡Les he montado una buena bronca! ¡Se la merecen por gilipollas! No sé como se te ha ocurrido hacerlos venir aquí.

 

BRIGITTE.-

Te has pasado un pelo, Lou. Tu es un peu méchant, tu es un Hell’s Angel... (Le abraza.)

 

QUICO.-

Chicos, !o seguimos ensayando o mañana haremos el ridículo!

 

MIGUEL.-

El ensayo se ha acabado pero las hostias no han hecho más que empezar. Yo no me voy de aquí.

 

         (Los músicos desmontan y se marchan.)

 

RAMON.-

Si mañana queréis follón ya me llamaréis.

 

MIGUEL.-

¡La verdadera, la única, la auténtica puta eres tú!

 

BRIGITTE.-

¿Se puede saber qué te pica a tí ahora?

 

LUIS.-

¿Tú que crees?

 

MIGUEL.-

Me lo hiciste una vez pero ésta ya no te lo aguanto.

 

BRIGITTE.-

Yo hago lo que me apetece y con quien me apetece.

 

LUIS.-

A veces se gana y a veces se pierde.

 

MIGUEL.-

Es una historia entre ella y yo. Cállate.

 

LUIS.-

Vamos, Brigitte y dejemos que baje el globo… ¿Me dejas la moto?

 

MIGUEL.-

(Borrachísimo, quiere pegar un puñetazo.) Lo que te dejaré es la cara como un mapa.

 

         (Luis le esquiva y lo tira al suelo. Luis le coge las llaves de la moto y se va con Brigitte. Se oye el sonido de una moto alejándose. Miguel se levanta, enciende la radio, se lava la cara con coca-cola. Después se hace un canuto. Entra María Angeles.)

 

 

MARIA ANGELES.-

(Llorosa.) ¡Han cogido a Toni! ¡Han cogido a Toni! Le han dado una paliza y se lo han llevado en un jeep.

 

MIGUEL.-

¿Qué dices?

 

 

MARIA ANGELES.-

La policía ha cargado por sorpresa. Yo he podido escaparme pero a él lo han cogido y lo han arrastrado por los pelos. ¿Se han ido los Rocamora? Su padre podía hacer algo si ellos quisieran, está claro. ¡Deja los porros y ayúdame!

 

MIGUEL.-

¿Qué dices?

 

MARIA ANGELES.-

Estás demasiado pasado. Adiós.

 

MIGUEL.-

Los encontrarás en el Submarino Amarillo escuchando música californiana.

 

MARIA ANGELES.-

Adiós. (Se va.)

 

MIGUEL.-

Cuando los veas les dices que es un tío chachi piruli. (Sonríe un poco. Conecta la guitarra. Saca un tubo de pastillas del bolsillo y se las toma. Bebe unos sorbos de coca-cola. Toca «Satisfaction» y canta.)

 

         I can’t get no satisfaction

         i can’t get no satisfaction

         And I try and I try and I try

         I can’t get no, I can’t det no

         Yo no encuentro satisfacción.

         Yo no encuentro satisfacción

         y la busco, la busco, la busco,

         pero no la encuentro, no la puedo encontrar.

         Debes darme explicaciones

         y convencerme con razones

         de porqué no quieres venir a la cama

         a conseguir satisfacción.

 

         (Miguel va desplomándose lentamente. Se escucha por la radio un programa musical con el volumen muy alto.)

 

LOCUTOR PRIMERO.-

«Veinticuatro horas después y todavía estoy en la maldita carretera. Parece que el atasco está llegando a su fin… Brian Jones, el guitarrista de los Rolling Stones, ya ha llegado al cementerio de los elefantes. Su guitarra será codiciado marfil. Mike Jagger le ha leido en Hyde Park una oda de Shelly que nadie ha escuchado. Pero no os preocupéis, ya la reproducirán los periódicos…»

 

         (Entra «Satisfaction» de los Rolling Stones. )

 

«Todos, todos terminaremos en el cementerio de los elefantes. ¡Es el fin de una década!»

 

         (Toni en la cárcel. Mientras escucha el transistor va escribiendo lentamente. ) 

 

TONI.

Querida María Angeles: he sabido que Miguel ha muerto. Me gustaría que en su funeral leyérais esta canción de los Beatles:

 

         (Comienza a sonar «In my Life», de los Beatles.)

 

         «Hay lugares que recordaré

         toda mi vida.

         A pesar de que algunos ya han cambiado,

         para siempre,

         no para mejor,

         otros han desaparecido,

         otros se conservan igual.

         Todos estos lugares tuvieron sus momentos,

         con amigos y amigas

         que todavía puedo recordar.

         Algunos están muertos,

         otros vivos.

         A lo largo de mi vida los quise a todos.

         Pero de todos estos amigos y amigas

         no hay nadie que se pueda comparar contigo,

         y estos recuerdos pierden su significado

         cuando pienso en el amor como algo nuevo.

         Todavía sé que nunca perderé el afecto

         por la gente y las cosas pasadas.

         Sé que no dejaré nunca

         de pensar en ellas»

 

Besos, muchos besos, María Angeles. Estoy bien, dentro de lo que cabe. Nos veremos en la comunicación del lunes. Algún día España será un sitio en donde todos podremos respirar. Te quiere: Toni.

 

         (La música continúa sonando. Oscuro.)

 

FIN DE LA SEGUNDA PARTE

 

PEQUEÑO PARENTESIS

 

         (Como al final de todas las obras de teatro, cuando se hace el oscuro y el volúmen de la música crece, el público prorrumpe en un aplauso más o menos cálido. En esta suponemos que también… Los actores saldrán a recibirlos cogidos de las manos, saludarán una vez inclinando respetuosamente la cabeza, y se adelantarán hasta proscenio. De pronto, el actor (la actriz) A interrumpirá el tradicional acto de despedida:)

 

A.-

No puede ser… No puede ser… ¡Silencio, por favor! ¡Silencio!

 

         (Sus compañeros se quedan estupefactos. No saben qué hacer y murmuran entre sí.)

 

A.-

Que no, que no… Que esto no puede quedar así. Que yo no estoy de acuerdo.

 

         (Suponemos que estas palabras más los inequívocos gestos que A ha realizado parar detener el aplauso del respetable serán suficientes para restablecer el silencio en la sala.)

 

A.-

(Dirigiéndose al público.) Señoras y señores, perdonen que les pida que dejen de aplaudir. Sé que con esta petición rompo una costumbre a la que son ustedes muy aficionados… Pero… llevo unos días pensando que esta obra no puede acabar así…

 

B.-

(Después de una pausa.) ¿Qué quieres decir?

 

C.-

Si, eso, explícate.

 

A.-

Sencillamente que a mí me parece muy bien que como taller de tercer curso se representen obras de todo tipo: clásicas, contemporáneas, nacionales, extrangeras… Pero…

 

C.-

Pero… ¿qué?

 

 

A.-

Pues que creo que una obra de estas características, o sea que cuenta la crónica de una generación que tenía dieciseis años en 1966, debería tener otro final.

 

B.-

¿Otro final?

 

D.-

¿Un final, cómo?

 

A.-

Un final que contara en lo que se han convertido los personajes que aparecen en ella, puesto que, excepto Miguel, previsiblemente todos estarían vivos todavía. Ahora tendrían más o menos unos cincuenta años.

 

C.-

(Interrumpiendo un cierto silencio.) Pero… ese final no está escrito. Habría que escribirlo y no vamos a tener aquí al público esperando que los autores se animaran.

 

B.-

Además a Jordi Mesalles y a Miquel Casamayor tu idea podría no parecerles bien.

 

D.-

Y luego está Paco Ortega, que con el genio que se le pone a veces…

 

A.-

Al diablo el director y los autores. ¿No nos han explicado en la Escuela un millón de veces que esto del teatro es una aventura que hay que vivirla hasta el final, implicándose en ella, apasionadamente…? ¿Acaso esta obra no es un homenaje a ese espíritu reivindicativo y transgresor de la década de los sesenta? ¿Qué manera os parece más auténtica para terminarla que dar nuestra opinión sobre lo que podría ser su final lógico, el final lógico de algunos de los personajes que hemos conocido?

 

C.-

La verdad es que planteadas así las cosas…

 

         (A estas alturas de conversación la mayoría de los actores se han ido metiendo entre cortinas y han desaparecido.)

 

¿Y cómo hacemos si no tenemos nada preparado?

 

B.-

Sí, eso, ¿cómo hacemos?

 

A.-

Yo tengo una idea. Si queréis os la cuento… ¡al oido!

 

         (Los que quedan, después de dudarlo unos instantes, se le van acercando. A les cuenta la idea que ha tenido y a C y D enseguida parece entusiasmarles. Sólo B plantea una objeción.)

 

B.-

A mí me parece bien, pero con una condición…

 

A.-

¿Cuál?

 

C.-

¿Qué condición?

 

D.-

Sí, ¿qué condición?

 

B.-

(Mirando al público.) Que el público esté de acuerdo.

 

A.

¿Con el final?

 

B.-

No, hombre. Eso sería imposible. Cada espectador tiene una visión de la vida diferente.. Que esté de acuerdo con que nos saltemos las normas tradicionales del teatro y los actores por nuestra cuenta y riesgo les contemos uno que no estaba previsto. De esta manera la bronca que nos echará Paco cuando nos coja será menor. Y hasta si tenemos éxito y al público le parece bien los autores podrían plantearse la posibilidad de incorporarla a la obra original.

 

A, C, D.-

¡Vale! ¡Venga, sí! Habrá que preguntárselo…

 

B.-

(Dirigiéndose al público.) ¿Están ustedes de acuerdo en que nuestro compañero A les cuente ese final que ha imaginado?

 

         (Ante la respuesta mayoritariamente afirmativa del público los actores se sientan en proscenio. A comienza a relatar.)

 

 

A.-

Pues veréis… Ejem. Pues verán ustedes… Han pasado casi treinta años desde la muerte de Miguel y esa podría ser una buena razón para que todos volvieran a reunirse. Franco también ha muerto y el país ha pasado por la famosa transición. Rosa María, María Angeles, Toni, Jaime y Brigitte han perdido totalmente la relación durante estos años… Juan Alberto Rocamora…

 

         (La luz se va apagando y comienza a escucharse una música muy popular a finales de los noventa…)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tercera parte:

LAS GAFAS DE LENNON…

 

 

         (1999. Han pasado treinta años desde la muerte de Miguel. La luz va a compartimentar en el escenario pequeños lugares que simularán ser espacios diferentes y alejados entre sí, de la misma manera que ocurría en la Primera Parte. En en el centro hay un círculo formado por sillas vacías en penumbra. Conforme pase el tiempo las sillas se irán iluminando con más nitidez. En la radio está sonando «Tubthumping», del grupo Chumbawamba. Se oye la voz de un locutor.)

 

 

VOZ DEL LOCUTOR.-

«Tal vez sea hoy ese día que lleváis esperando desde hace mucho tiempo, babys. Por si acaso estad preparados: arreglad vuestro traje de amianto y colocad en la mesilla de noche la máscara antigás.  Clinton amenaza con bombardear Bag-Dag y las reacciones de Sadam Hussein son aún más imprevisibles que las del bueno de Bill.»

 

 

         ( Jaime Sastre está acabando de arreglarse. Rosa María se viste igualmente pero con una evidente desgana.)

 

ROSA MARIA.-

No sé porqué tenemos que ir a esa maldita reunión.

 

JAIME.-

¿Bromeas? No sabes lo que voy a disfrutar restregándoles por la cara a Brigitte y a los demás el nivel de vida que hemos conseguido. Se les va a comer la envidia. ¡Que se jodan!

 

ROSA MARIA.-

Sí, claro, llevamos una vida envidiable. Por Dios, Jaime, pareces un crío todavía.

 

JAIME.-

Perdona, querida. Se me había olvidado. (Burlándose abiertamente.) La señorita Rocamora se ha cansado de ser la señora de Sastre. A estas alturas quiere recobrar su identidad perdida, quiere… ¡realizarse!, como repites tanto últimamente.

 

 

 

ROSA MARIA.-

No te reconozco, Jaime. Me gustabas más cuando llevabas pantalones cortos y casi no sabías hablar.

 

JAIME.-

Entonces me podías «majenar» a tu antojo. Perdón: manejar. (Se ríe irónicamente.)

 

ROSA MARIA.-

(Después de una pausa en la que han seguido vistiéndose silenciosamente.) ¡Lo único que quiero es sentirme útil, necesaria!

 

JAIME.-

Y lo eres, querida. Ya lo creo. Anda, ayúdame a ponerme bien la corbata.

 

ROSA MARIA.-

(Ensimismada.) Los chicos se han hecho mayores. Ya casi no les veo y cuando están en casa parece como que les estorbo. Es normal, necesitan ser independientes, más independientes que cuando nosotros teníamos su edad.

 

JAIME.-

¿Ese es todo el problema? ¿Mi mujercita se ha descubierto alguna nueva pata de gallo?

 

ROSA MARIA.-

(Como si no le hubiese oido.) Y tú…, tú siempre estás trabajando. Parece como que te diese miedo volver a tu propia casa.

 

JAIME.-

(Incómodo.) De modo que trabajo demasiado… (Con una evidente e inesperada agresividad.) Pues cuando nos casamos no pareció importarte mucho que trabajara dieciseis horas al día, y en dos lugares diferentes, para que pudieses mantener el nivel de vida al que te habían acostumbrado tus padres, ¿verdad Rosa María? ¿Te preocupaste mucho por mi felicidad durante nuestros primeros años de matrimonio?

 

ROSA MARIA.-

Quizá tengas razón. Pero yo no hablo del pasado… Hablo de ahora, de cambiar nuestro presente… Tú quieres ir a la reunión para presumir delante de todos, para que todos se den cuenta de que no nos soportamos. Para que los demás comprueben que no he dejado de ser una señorita provinciana y remilgada, cuyo único horizonte en la vida son sus tarjetas de crédito y su duplex en la Plaza de España… Y yo no quiero ser más así.

 

JAIME.-

No, querida. Lo que pretendo sencillamente es demostrarles que el Jaime que tanto les divertía se ha convertido en un triunfador. Sólo eso.

 

ROSA MARIA.-

¿Triunfador? ¿Crees de verdad que has triunfado en la vida? ¿Estás plenamente satisfecho con esta vida que llevamos? ¿Tu vida profesional y familiar te hace completamente feliz?

 

JAIME.-

(Absolutamente fuera de sí.) Eso es un golpe bajo que no tienes derecho a darme. Eres la responsable de no haber sabido educar al chico, si te refieres a eso. Es vergonzoso, es inmoral…

 

ROSA MARIA.-

¿Acaso tú lo has intentado? (Pausa.) Dios mío, Jaime, sólo te pido que aceptes la situación y que me escuches.

 

JAIME.-

Ya te he escuchado bastante. Todo lo que Jaime ha necesitado lo ha tenido siempre y ahora me sale con que es maricón. Es decir, un inútil. Dime, ¿en qué proyectos de futuro puedo pensar para ese desgraciado? Está claro que en ninguno. ¿Qué he hecho yo para merecer algo tan humillante, Dios mío?

 

ROSA MARIA.-

Jaime es un buen chico. Educado, cariñoso, atento, sensible…

 

JAIME.-

Me gustaría saber de qué va a servirle esa sensibilidad en la vida. ¿Va a ser poeta, pintor, músico…? Tú tienes la culpa de que tenga esa sensibilidad enfermiza porque siempre lo has tenido metido entre las faldas. ¿Y qué ha aprendido ahí? Lo que sabe ahora: mariconear. En vez de darle una educación para convertirlo en un hombre hecho y derecho y capacitado para responsabilizarse de nuestros negocios…

 

ROSA MARIA.-

¡Basta ya! Eso es lo que únicamente has sabido hacer tú: preocuparte por los negocios sin pensar que tenías una mujer y un hijo de quien ocuparte. ¿Que crees? ¿Que he sido maravillosamente feliz? Pues no, Jaime. En todo caso he sido feliz a su lado, viéndolo crecer. El ha sido el único apoyo en mi soledad, en mi desesperación. Y te digo otra cosa más: me alegro de que nuestro hijo sea diferente. De esta manera no hay peligro de que se convierta en una fotocopia de sus padres. ¿Te suena esa frase de algo? ¡A mí sí!. ¡A mí me martillea en los oidos todas las noches… !(Solloza.)

 

         (Jaime termina de vestirse.)

 

JAIME.-

Me voy. A las ocho tengo una reunión con los comerciales.

 

ROSA MARIA.-

Te recuerdo que a las ocho tenemos una cita con nuestros amigos de la juventud. Quiero decir, con aquellos con los que no debimos perder la amistad. Sería una buena oportunidad para hablar con Brigitte.

 

JAIME.-

No necesito hablar con ningún sicólogo y menos si esa sicóloga está más loca que sus pacientes. (Pausa. Se detiene un momento, como si cayera en la cuenta de algo importante. Cambia por completo de actitud.) Aunque, tal vez… no sería mala idea… A lo mejor Brigitte le podría ayudar al chico a superar el problema, a cambiar. Quién sabe… (Se encoge de hombros y se dirige hacia la puerta.)

 

ROSA MARIA.-

(Abandona su actividad. Avanza hacia su marido interceptando su salida.) ¡Jaime no está enfermo! No te estoy pidiendo nada para él. ¡Soy yo la que necesito ayuda!

 

         (Oscuro.)

 

         (Brigitte está leyendo una carta. Probablemente la respuesta negativa de Juan Alberto Rocamora. Cuando termina la rompe en mil pedazos y los tira malhumoradamente al suelo.)

 

BRIGITTE.-

¡Qué cerdo! Mejor así. (Se recompone emocionalmente.) Aún quedan ocho horas para la reunión. Me pregunto si vendrá alguien. ¿Tú que crees? (Pausa.) Tengo que dejar de hablar contigo aunque desde que te fuiste me invade la sensación de que estás muy cerca de mí. Y esto en un primer momento fue terrible. Ahora ya no. Pensaba que nunca me dejarías tranquila, que siempre estarías ahí, recordándome que era mala… ¡Cielo santo, qué palabra! ¡Mala! ¡Sucia! ¡Siempre castigándonos, calificándonos de manera infantil, culpabilizándonos! (Pausa.) Muchas veces me pregunto qué habría pasado aquella noche si no me hubiera marchado con Luis. Un instante cambió el resto de nuestras vidas. Una decisión irreflexiva, o inconsciente o casual, puede desencadenar otra, terrible, dramática, irreversible, como les ocurre a los personajes en las novelas de Paul Auster. (Pausa.) Me marché con él porque era guapo y porque así te sacaba de quicio a ti. Y una decisión tan estúpida, tan frívola, tan insignificante, puede acabar con la vida de una persona. Con la tuya, Miguel. Irme con aquel chico fue una tontería. Me hacía gracia comprobar que seguías colgado por mí después de cuatro años y quise provocar tus celos. Así de sencillo. Así de superficial era yo cuando tenía veinte años. ¿Qué podía hacer? Desde que era apenas una niña ya era mona, atractiva, diferente, ¡liberada!. Si tú supieras… Y además, francesa. En aquellos tiempos ser extranjera era lo mismo que llevar un rótulo luminoso para atraer a una legión de moscones. Las personas sufrimos un exhaustivo proceso de clasificación social apenas empezamos a hablar, y este país, en aquel momento, era un amasijo irrespirable de represión, de arquetipos y de tópicos. (Pausa.) Miguel: cuando pienso en ti creo que has sido… como un tributo, algo que había que pagar, una especie de trueque con la vida: tú a cambio de mí. Como si hubieras tenido que hundirte para sacarme de donde me estaba ahogando. (Pausa.) Ahora estoy bien. Una sicóloga me salvó a mí de una depresión que me tenía atrapada. Ella me abrió la puerta y me mostró un camino inesperado: ayudar también a los demás a salir de sus propios pozos. A personas frágiles como tú. ¿Que habrán pensado los otros? «¡Brigitte, sicóloga!. ¡Una nueva extravagancia de nuestra extravagante francesita!» Es igual. Tengo ganas de verlos. Ganas y curiosidad. Al verlos te veré a ti otra vez. Y recordaré nuevamente aquel primer beso… ¿Te acuerdas de aquella tarde en el parque?

 

         (Oscuro.)

 

            (En escena aparece Juan Alberto Rocamora terminando de vestirse y de meter sus objetos personales en una maleta. Se marcha de viaje. Parece como si estuviera ensayando la lectura de una carta imaginaria.)

 

JUAN ALBERTO.-

«Querida Brigitte:

Lo primero que quiero hacer es felicitarte por la maravillosa idea de reunir a toda la pandilla después de tanto tiempo. Reconozco que ha sido una agradable sorpresa. Por supuesto, agradezco que te hayas acordado de mí. (Pausa.) De todas formas debo decirte que el esfuerzo es tan encomiable como inútil: pretendes reunir a personas que ya han muerto. No me refiero sólo a tu precioso «Mike», cadáver que te pertenece de una manera muy especial, sino a todos los demás, incluyéndome a mí. Tal vez nuestros espíritus del pasado aceptarán encantados tu propuesta, llena de candor infantil y de una pureza que ya no existe, si es que alguna vez existió. (Pausa.) Por lo que me cuentas en tu preciosa carta, digna de un sobresaliente en la clase de Literatura de Preu, te has convertido en una prestigiosa sicoanalista… ¡Quién lo iba a decir! ¡De golfilla calientabraguetas a discípula de Freud, y perdona la expresión! No sé cómo lo haces pero siempre estás en el candelero de la actualidad social, en el centro de todas las miradas. Pero, si tu metamorfosis externa es asombrosa, la de los demás tampoco deja de ser interesante: ahí tienes a mi hermana y a Jaime. Mi adorable cuñado, de batería de los Rocking se ha convertido en un esclavo de su trabajo, y Rosa María, en una sufrida víctima, devorada en sus tardías y confusas contradicciones. Tal vez Toni no haya cambiado tanto: algunos revolucionarios tienen una patética y conmovedora fidelidad a sí mismos y a sus principios. Seguro que sigue vistiendo el desfasado disfraz de Robin Hood ideológico, inscrito ahora en alguno de esos partidos políticos que nunca conseguirán más que unos cuantos concejales de cultura en algunos ayuntamientos de tercera división. Mientras tanto María Angeles ejerce de mosquita muerta consorte, siempre dispuesta a transformarse en reina de la noche gracias a la pócima del Doctor Jeckill y Mr. Johny Walker. (No puede evitar reirse de sus propios comentarios. Ha terminado de vestirse y ha cerrado la maleta. Delante del público dice las últimas palabras en una actitud a caballo entre la confesión y el «meeting» electoral.) En cuanto a mí no puedo decirte nada que no te hayas imaginado. Soy un hombre poderoso y tengo a mi alcance todo aquello que vosotros ni acertáis a soñar. Mis negocios prosperan y soy cada día más rico, tanto que desde hace un par de años me puedo dedicar a la política sin preocuparme por ellos. Tenía razón Toni cuando hablaba de las virtudes de la democracia porque en ella me ha ido estupendamente… Ah… Lamento de verdad no ir a la reunión de antiguos espíritus, o de muertos vivientes, que me planteas. Hubiera tenido gracia volver a verte para comprobar si sigues tan atractiva y tan «sotisficada», como decía Jaimito. Pero debo partir inmediatamente hacia Estrasburgo en donde los miércoles presido una Comisión Parlamentaria. (Comienza a marcharse. De pronto se vuelve nuevamente hacia el público.) ¿Que cosas, verdad?»

 

         (Oscuro)

 

         (María Angeles y Miki están abrazadas, sentadas en el sofá de su casa. En la radio está sonando «Esperando a un amigo» de los Rolling Stones. )

 

MARIA ANGELES.-

¡Cuánto echaba de menos poder estar contigo! Sentirte muy cerca, como cuando eras una niña…

 

MIKI.-

Yo también, mamá. (Enciende un cigarrillo.)

 

MARIA ANGELES.-

Te pasa algo, ya lo sé. Te lo noto desde hace tiempo. Sabes que confío en tí y pienso que tú sientes lo mismo respecto a mí, respecto a nosotros.

 

MIKI.-

(Trata de ocultar su mirada.) Mamá: háblame de Miguel. ¿Qué pensabas acerca de él?

 

MARIA ANGELES.-

Era un chaval majo, pero muy débil. La música, los porros, el alcohol… y no necesitaba más. Era cobarde, en el sentido de que le costaba mucho afrontar la realidad. A pesar de eso, una persona con una extraordinaria sensibilidad. En aquellos años muchos murieron como él. Esas muertes fueron  todo un síntoma social, además de una tragedia para ellos mismos y para los demás.

 

MIKI.-

Mamá…

 

MARIA ANGELES.-

¿Qué cariño? ¿Qué te ocurre? ¿Estás bien?

 

MIKI.-

¿Porqué no iba a estarlo? ¿Me encuentras mal?

 

MARIA ANGELES.-

No, simplemente me preocupo por tí. Quiero que estés bien, que seas feliz. (Pausa.) ¿Sabes? Nos envió una carta Brigitte con la intención de reunirnos a todos los amigos de entonces. Tengo ganas de verlos, ha pasado tanto tiempo… No sé si papá podrá acudir… Pero, ahora que pienso, ¿porqué no vienes tú y así conoces a toda la cuadrilla con la que tus padres compartían guateques, ligues, desmadres, buenos y malos rollos, etc, etc, etc, …? Estoy deseando ver a Brigitte en su papel de sicóloga. Vaya, vaya, cómo cambiamos…. ¿Te apetece?

 

MIKI.-

No. Bueno, no sé… (Pausa.) Mamá, creo que te estoy fallando.

 

MARIA ANGELES.-

No entiendo lo que dices…

 

MIKI.-

Tengo mucho miedo. (Se miran intensamente.) Abrázame, dime que me vas a seguir queriendo… (Se abrazan.) Te he preguntado por Miguel porque ahora, en este momento de mi vida, creo que estoy viviendo con una cobardía muy parecida a la de aquel muchacho. ¿No has notado que hacía mucho tiempo que no hablábamos? Es que evito hacerlo contigo. Porque no quiero que me veas ciega de alcohol, pasada de porros, o de cocaina… Me doy vergüenza, me doy asco… He llegado a un punto de dependencia que a mí misma me empieza a asustar. (Silencio tenso.) Mamá: no sé quién soy, ni lo que hago aquí. No sé si os quiero, si os odio… No sé nada…

 

MARIA ANGELES.-

Quiero que sepas, Miki, que has dado un gran paso contándome todo esto. Pero no te equivoques: sí que sabes algo. Sabes más de lo que tú misma crees. En primer lugar sabes que estás mal. Eso es algo muy importante. Lo segundo es que sabes también que tu padre y yo siempre te hemos apoyado en todo. El es un hombre con una mentalidad abierta, que jamás te ha juzgado ni se ha inmiscuido en tu manera de vivir y de pensar. Y si lo que necesitas, además de nuestro cariño, es ayuda profesional, porque no te ves capaz de afrontar este problema con tus propias fuerzas, cuenta también con nosotros para eso. Nadie se mete en un infierno así por su propio gusto. Tal vez deberíamos haber sido más protectores, o tal vez más rígidos. Desde luego no hemos sabido ver el peligro en el que te encontrabas. Nosotros, que siempre hemos querido afrontar la realidad cara a cara, tal vez no nos hemos dado cuenta de que los tiempos también han cambiado. (Se besan y se abrazan.)

 

MIKI.-

¿A qué hora tenéis esa reunión?

 

         (Oscuro.)

 

         (La zona de las sillas está ya claramente iluminada. Brigitte pasea nerviosa entre ellas. No ha venido nadie todavía. En proscenio, en las escaleras de acceso al escenario, se encuentra sentada Isabel (Eva-Lilith). Las dos mujeres llevan un tiempo esperando la llegada de los demás.)

 

ISABEL.-

(Consultando su reloj.) Ya deberían estar aquí.

 

BRIGITTE.-

No vendrán.

 

ISABEL.-

¿Estás segura?

 

BRIGITTE.-

Totalmente. No sé cómo he podido creerlo en algún momento.

 

ISABEL.-

Lo has intentado.

 

BRIGITTE.-

Así es mi vida: un continuo intento. Intento de creer que he tomado caminos adecuados, intentos de creer en mí, intentos de cambiar. Fíjate: no he conseguido reunir a un viejo grupo de amigos, a pesar de que todos desearían reencontrarse para saldar viejas cuentas, para perdonarse, para exhibir sus triunfos. Soy una fracasada.

 

ISABEL.-

¿Cómo puedes hablar así? ¿Consideras un fracaso haberme ayudado?

 

BRIGITTE.-

Isabel: tú ya sobrevivías cuando yo no tenía ni puñetera idea de la vida.

 

ISABEL.-

Sí, pero no me negarás que tiene gracia. ¡Anda que no me he tirado tíos ni nada…! ¿Y de quién me voy a enamorar? Del más hijo de la gran puta de todos.

 

BRIGITTE.-

La noche que llegaste al Centro de Ayuda llevabas la cara hecha un mapa. Pensé: si esta tía está así por fuera, ¿cómo estará por dentro? Y, mira por donde, debajo de los hematomas estabas tú: Eva, Lilith e Isabel. La única actriz que ha representado tres papeles en esta obra.

 

         (Ríen las dos. Isabel enciende un cigarro y le ofrece otro a Brigitte que no lo acepta.)

 

ISABEL.-

Sí, lo peor es el dolor de dentro. El que no te curan en ningún hospital, ni se puede demostrar delante de un juez. Y ese dolor fue el que me aliviaste con cariño y atención. ¿De verdad crees que tú y tu trabajo sois inútiles?

 

BRIGITTE.-

No. Tienes razón. Cuando veo cómo estás ahora y en lo que te has convertido, no puedo evitar sentirme orgullosa. Por lo menos en la pequeña parte de la que me siento responsable.

 

ISABEL.-

¿Sabes, Brigitte? Te voy a ser sincera. La única razón poderosa por la cual he venido a esta reunión has sido tú. No tengo demasiado interés en ver a ciertas personas, y a algunos, como por ejemplo a Don Juan Alberto Rocamora, ninguno en absoluto. Ya lo vemos mucho por la televisión… Pero tú te lo mereces. El balance final es que sólo estamos aquí las personas que no hemos seguido fielmente el guión que nos correspondía: yo, el de puta arrastrada primero, y de alto standing después. Tú, el de francesita extravagante y provocativa. Los demás han ido representando, con mayor o menor acierto y convicción, el papel de nobles justicieros, de cabrones sin escrúpulos, de esposas abnegadas o de compañeras más o menos progresistas. Alguno o alguna habrá tenido vacilaciones de texto y de actitud escénica. Pero todos han seguido fieles a lo que de ellos esperábamos los demás, incluido el público que ha asistido a la representación. Sus vidas han corrido paralelas a las de este país. Sin embargo tu y yo hemos dado giros inverosímiles y, en el fondo, no hemos sido ni del todo buenas ni del todo malas. La vida, como las malas obras de teatro, es bastante previsible, pero siempre hay excepciones y de pronto alguien escribe un desarrollo dramático inverosímil para algún que otro personaje. Nos ha tocado a nosotras… ¡Qué le vamos a hacer! (Pausa. Durante los últimos momentos de la conversación se ha estado escuchando»Las gafas de Lennon», de Pedro Guerra.)

 

BRIGITTE.-

Gracias de nuevo, Isabel. Pero… pienso que hoy no va a venir nadie más a esta reunión.

 

         (Se escucha el crescendo final de la canción mientras que se va produciendo un cambio de iluminación. Brigitte e Isabel quedan estáticas. De todos los puntos del escenario salen los actores que han intervenido. Cada uno lleva una pancarta en el que expresa un deseo, una reivindicación personal. Se va haciendo lentamente el oscuro.)

 

 

 

FIN DE

LOS BEATLES CONTRA LOS ROLLING STONES.

Declaración de amor entre La Señora de Blanco y El Caballero de Negro(O de cómo dos sencillos espectadores se convierten en personajes de teatro a fuerza de frecuentarlo mucho.)

May 22, 2009

23

 

Dedicado a Ángel Anadón. 

(Ha terminado la representación de la escena de Don Juan. Antes de que el público aplauda, una mujer vestida de blanco, con cierto aire decimonónico, situada aproximadamente en la sexta fila, dice:)

 

La Señora de Blanco.- No, no se vaya usted, Don Juan. Antes de que lo haga, al menos quisiera ponerle como testigo de algo que durante toda la noche he querido decir, puesto que aquí no se ha dicho…

(Murmullos en la sala.)

No se preocupen, señoras y señores, autoridades, ilustres personajes e invitados que esta noche nos acompañan… Voy a ser muy breve y no es mi intención importunarles.

(Los personajes están tan sorprendidos como el mismo público. De entre las cajas aparecen además los que también han intervenido en escenas anteriores. Escuchan como siluetas al fondo del escenario.)

Yo, de niña, asistía a las representaciones de Don Juan Tenorio a las que me traían mis padres todos los años. Como verán soy mayor de edad, pero mantengo intacta mi pasión por el teatro y por esta magnífica obra de nuestra literatura dramática. Mis muchos años de espectadora me permiten, mejor dicho, me obligan a decir lo que quiero decir a continuación…

Don Juan.- (Adelantándose hasta proscenio.) Adelante.

La Señora de Blanco.- Esos señores que han evocado lo que han sido estos doscientos años de teatro en Zaragoza, han hablado, y muy bien por cierto, del justo reconocimiento que se les debe a los técnicos, a los actores, a los directores, a los cantantes, a los coreógrafos y bailarines, que han desarrollado su actividad entre estas paredes. Pero han tenido un olvido imperdonable…

Don Juan.- (Todavía más sorprendido) ¿Cuál, señora?

(Del fondo de la sala viene la voz de un caballero, vestido, en este caso, rigurosamente de negro. Anticipándose a la respuesta de la Señora de Negro:)

El Señor de Negro.- Se han olvidado del público.

Doña Inés.- (Adelantándose también.) ¿Cómo dice?

El Señor de Negro.- Lo que esa señora de negro quiere decir es que en este acto solemne se han olvidado de hablar… del público de Zaragoza. ¿No es así, señora?

La Señora de Blanco.- Así es, caballero.

 (En la relación entre ambos parece haber algo más que una mera coincidencia.)

El Señor de Negro.- Yo también asisto a las representaciones de este teatro desde muy joven. Me tengo, modestamente, por uno de los más fieles espectadores. He visto vaudebilles, dramas, ballets, operas, hasta experimentos vanguardistas, que algunas veces he comprendido y otras no tanto. Pero siempre, se haya tratado de un tipo de espectáculo o de otro, he visto lo mismo.

Don Juan.- ¿Y qué ha visto, caballero?

La Señora de Blanco.- (Anticipándose también al Señor de Negro:) Lo que este señor ha visto, sobre todo, y siempre, han sido seres humanos, a espectadores, sentados en estas butacas. Esos espectadores dejaron su sitio después a otros más jóvenes y éstos a otros todavía más jóvenes que ellos. El público ha sido una suma de voluntades, de inteligencias, de sensibilidades… Han sido corazones que aprendieron pronto a latir juntos pero sin hacer ruido, porque el silencio es una de las claves del lugar en donde estamos. Ha sido siempre generoso, en ocasiones exigente, pocas veces cruel y despiadado. Antes se mencionó a Ramón Gómez de la Serna. Quiero citar también una de sus frases: «El envidioso no aplaude porque le salen espinas en las palmas de las manos y se las clavaría si aplaudiese» El de este teatro ha aplaudido con gran pasión. (Dirigiéndose al público, especialmente el que ocupa los pisos superiores) Por eso, yo quisiera ahora proponerles a todos ustedes, si a Don Juan y a Doña Inés no les parece mal que les quitemos un poquito de protagonismo, que nos unamos en un aplauso que resuene como el mejor homenaje a quienes nos precedieron en respirar silenciosamente este aire mágico que ahora mismo respiramos.

(Aplauso general)

El señor de Negro.- (Enaltecido por el aplauso se ha colocado en mitad del pasillo central de la sala.) Entre ese público estaba la señora que dejaba su abrigo de pieles en guardarropía, aquel estudiante que se gastaba aquí todos sus ahorros y hasta le llegaba para comprarse una chocolatina, aquella pareja que entrelazaba sus manos cuando veía una escena de amor, ese carnicero que lloraba amargamente, nunca entendí porqué, cuando Segismundo se encerraba en sus profundas reflexiones, aquel crítico que se sentaba en la primera fila para paliar su sordera…, y nosotros, señora. Y puestos a decirlo todo esta noche del bicentenario, yo también voy a decir algo que no he dicho nunca y que me muero de ganas de decir… (Dirigiéndose a Don Juan, con máxima timidez) ¿Puedo?

Don Juan.- (Algo desconcertado) Naturalmente.

El Señor de Negro.- Mi fidelidad al teatro también ha tenido otra causa y ahora quiero desvelarla. Señora: cuando usted era una niña y penetraba en este recinto de la mano de sus padres, yo era también otro niño. Cuando usted aparecía, el espectáculo para mí pasaba a un segundo plano. Aquellas trenzas, aquel lacito azul… (Muy emocionado.) En fin… He seguido viniendo función tras función, año tras año, ocupando una butaca siempre detrás de la suya, para poder mirarla con discreción. Para poder verle al menos parte de la espalda, y ese peinado que le sienta tan bien. El teatro nos ha unido de una manera definitiva…

La Señora de Blanco.- (Después de una pausa) Caballero, no sé qué decirle. Algo me hacía intuir que detrás de mí había unos ojos que me prestaban una inmerecida atención… A veces incluso me volví, notando en mi nuca un aliento cálido que me desconcertaba… (Sobreponiéndose a la emoción.) Ahora nuestro secreto ya no es tal. Somos, caballero, como una versión zaragozana de Romeo y Julieta, ¿no le parece? Como dos personajes de teatro…

(Todos, incluidos los personajes del escenario se quedan francamente pensativos.)

El Señor de Negro.- ¿Y ahora qué podemos hacer?

La Señora de Blanco.- Lo que usted estime oportuno…

Don Juan.- (Adelantándose.) Señora, caballero… Si me permiten, quisiera decirles algo. A lo largo de mis muchos años presentándome en los principales teatros del mundo, no había visto ni oído nada parecido. Alguna vez he sentido la tentación de quitarme este vestido y bajarme de estas tablas, a disfrutar del sencillo calor de una casa, de una familia… Sé de otros personajes que también les hubiera encantado dejar de serlo y convertirse en público normal, y perdonen esta expresión. Pero los personajes de teatro no tenemos la posibilidad de dar ese paso porque pertenecemos ya a los sueños de muchas generaciones. Lo que no había conocido directamente es el caso de unos espectadores que tan claramente como ustedes sean ya, quieran o no serlo, personajes de teatro. ¡Ah, si les hubiera conocido Pirandello qué obra más magnífica hubiera escrito!. Yo, modestamente, lo único que puedo hacer es brindarles la posibilidad de que suban aquí y se confundan con todos nosotros. Tal vez arriba del escenario les sea más fácil decirse lo que tanto tiempo han callado aunque ambos habían intuido. El teatro también tiene esa virtud de unir. En este caso de unir el patio de butacas y el propio escenario. Suban, pues, si les place… Aunque les advierto que… si lo hacen… regresar abajo les será completamente imposible. (Les tiende la mano.)

(Después de vacilar unos instantes, el Señor de Blanco atraviesa el patio de butacas y va a buscar a la Señora de Negro. Ambos se dirigen hacia el escenario y suben por la escalera. Allí les está esperando Don Juan y el resto de los personajes que han intervenido en esta Gala Conmemorativa del Bicentenario del Teatro Principal de Zaragoza. Todos se funden en un emocionado abrazo. Se escucha esa música que todos quisiéramos escuchar en un momento como éste. Lentamente cae el

TELON

 

Escena final de «Como cómicos»

May 22, 2009

Susana Torre

 

  (De pronto se escucha una voz en OFF:

       «…porque todas esas mujerzuelas, bajo la falsa apariencia de artistas, no esconden más que corazones envilecidos, fáciles de conducir al catre y permanente mal ejemplo para las personas que siguen el mensaje de la bondad y la rectitud en la tierra. ¿Qué decir de sus risas y de sus voluptuosas contorsiones, de la sensualidad obscena de sus movimientos, del veneno que secretamente atesora la serpientes de sus lenguas, siempre prestas a salir de la boca, ya sea como reclamo sensual y grosero para el incauto varón que anda cerca de sus afilados colmillos, o para murmurar contra los demás los más perversos pensamientos y las peores de las infamias?

         Por eso, responsable de la autoridad que ejerzo, vengo a prohibir las comedias, los sainetes y los pasos en todo el territorio que a mi jurisdicción pertenece, para librar así a las buenas almas de una infección que pondría en peligro la salud de su razón y su entendimiento Y si por él se viera alguna compañía de cómicos, es decir, de ladrones, mentirosos, prostitutas y gentes en general de mal vivir, sean avisadas de forma inmediata las fuerzas de la autoridad que me representan para ponelles de forma inmediata a buen recaudo. Hágase según mi voluntad a 22 de Abril del año en Curso.»

         Todos se quedan paralizados sin saber qué decir ni qué hacer. Al cabo de un rato:

         Pedro.- ¿Habéis oido? ¡Vámonos! (Comienza a marcharse)

         Joaquín.- ¡De aquí no se mueve nadie! ¡Es la misma historia de siempre!

         Pedro.- Por eso, porque es la misma historia de siempre yo no quiero que me muelan a palos como hicieron en Osuna.

         Susana.- No te digo yo… este calzonazos. ¿Y a tí te parece bien lo que han dicho de nosotras las actrices?

         Pedro.- Mujer…

         Rosa.- Eso es: ¡Mujer y a mucha honra! No te fastidia el borrachín éste que no para ni un minuto de buscarme la entrepierna…

         Pedro.- No te consiento que…

         Susana.- ¿Qué tienes que consentir tú, maldito holgazán? ¡Tiene razón la Rosica, que no paras de buscar a la mujer para lo que te interesa que es a lo que parece para una sóla cosa! (Se enzarzan en una discusión apasionada, se empujan y por un momento parece que la cosa puede pasar a mayores).

         Joaquín.- (que ha permanecido alejado de la riña). ¡Basta! ¡Basta he dicho! ¿Pero no os habéis dado cuenta?

         Susana.- ¿Cuenta de qué?

         Rosa.- Si eso, de qué…

         Joaquín.- De que todavía quedan en la sala más de veinte o veinticinco espectadores.

         (Todos miran hacia el patio de butacas)

         Rosa.- Sí, es verdad. ¡Vámonos!

         Joaquín.- ¡Quieta! ¡No te muevas!

         Pedro.- Pero…

         Joaquín.- No hay pero que valga. (Hablando como en secreto) No os dais cuenta, infelices, de que a lo mejor esto es una trampa y nos han dejado actuar para darnos al final una soberana paliza…

         (Todos vuelven a mirar aterrorizados al patio de butacas. Al cabo de unos tensos segundos:)

         Pedro.- Como en Osuna…

         Joaquín.- Sí, como en Osuna, o como en Monflorite, o en Castroviejo o en Chirimolla, o en… Lo que quiero deciros es que lo más prudente es terminar la actuación como si tal cosa y…

         Pedro.- ¡Ah, no, ni hablar!

         Susana.- Yo tampoco lo veo nada claro.

         Rosa.- Ni yo.

         Joaquín.- Pues sabéis lo que os digo: ¡que si no bailáis no os pago!

         TODOS: ¡Ah, no, eso sí que no. Que nos peguen es comprensible, pero que tú no nos pagues…

         Pedro.- Te recuerdo, por cierto, que nos debes todavía la actuación de Osuna..

         Joaquín.- ¡No te fastidia! Esa actuación nos la pagaron con especias por todo el cuerpo. Y esta, si no la acabáis, os la va a pagar vuestra santa madre, o el mismísimo rey de este reino.

         TODOS (Se ponen a deliberar en secreto.): ¡De acuerdo!

         (Comienzan todos a bailar con grandes precauciones y mirando al público con gran temor. Cuando acaba la coreografía se quedan inmóviles, la luz se mantiene, y todos a una se echan a correr en todas direcciones. Oscuro.)

Programa de mano de «Las mujeres sabias»

May 22, 2009

LA CRITICA DE LA ESTUPIDEZ HUMANA

                Molière (1622-1673) estrena Las mujeres sabias un año antes de morir. Atrás quedaba pues, toda una intensa vida personal y profesional, llena de sinsabores, de éxitos, de escándalos y de problemas derivados de su irresistible pasión por expresar lo que pensaba.

                En su vida las mujeres merecen un capítulo destacado. Las amó fieramente, eso sí, pero puso verdes a muchas… Seamos justos: criticó de ellas lo que tanto le molestaba del ser humano, fuese hombre o mujer: la estupidez en cualquiera de sus formas. Estas mujeres «sabias» creen serlo porque leen más que los demás, despreciando los valores y la intuición de quienes no puden hacerlo, y olvidando que un «ignorante con estudios» es todavía más ignorante que uno sin ellos. El tema le acompañó siempre: Las preciosas ridículas (1659), La escuela de las mujeres (1662), La crítica de la escuela de las mujeres (1663), y, finalmente, Las mujeres sabias…, creándole una fama de misógino que es de  justicia contrarrestar ahora, más de trescientos años después de su muerte, con la incontestable certeza de que siempre quiso para ellas -adelantándose a su tiempo también en ésto-, una realidad más justa e igualitaria, concretando ese deseo en que cada cual pudiera elegir el destino y el objetivo de su amor, por encima de presiones económicas, familiares, culturales y de otro tipo. Ese es el sentido que he querido subrayar al menos en mi versión, adecuando el texto, además, a las necesidades del reparto y aligerándolo tanto en extensión como en densidad retórica.

                Cuando los actores de LA RUEDA-TEATRO me propusieron montar un espectáculo no dudé primero en aceptar (¡estaba en deuda con mi amigo Luis Bitria desde hacía muchos años!) y luego en proponerles Las mujeres sabias. Siempre me ha parecido una obra hermosa, de una equilibrada arquitectura teatral, consecuencia de la madurez del dramaturgo, que requiere una interpretación a caballo entre la tragedia y la comedia, el naturalismo y la farsa. Es decir, me pareció una herrramienta adecuada para iniciar una nueva etapa en su trayectoria, en la que han invitado a colaborar a algunos de los mejores actores surgidos estos años de la Escuela Municipal de Teatro: Susana Torres, Ana Cristina París y Jorge Sorrosal. A ellos se ha unido también la experiencia del veterano actor Alejo Carqué.

                Conozco bien, y agradezco en la medida en que han sido un estímulo también para mí, su capacidad de trabajo y su tenaz ilusión. Por tanto son éxitos, alegrías y reconocimiento público lo que deseo para ellos.

                                                                                                      Francisco Ortega.

 

LA RUEDA-TEATRO

presenta

 LAS MUJERES SABIAS.

de Molière.

Versión de Francisco Ortega.

 

REPARTO

(por orden de aparición)

 

                               ARMANDA………………………………… Ana Cristina PARIS

                               ENRIQUETA……………………………….. Pilar MARTIN

                               CLITANDRO……………………………….. Jorge SORROSAL

                               BELISA……………………………………… Yolanda DELGADO

                                ANGELICA………………………………… Ana GOMEZ

                               CRISALIO………………………………….. Jesús GARCIA

                               MARTINA………………………………….. Begoña C. VILLEN

                               FILAMINTA………………………………… Susana TORRES

                               TRISOTIN………………………………….. Luis BITRIA

                               VADIUS…………………………………….. Alejo CARQUE

                               EL NOTARIO………………………………. Carlos GARCIA

 

 

 

Espacio escénico, diseño de vestuario y diseños gráficos

Nieves GARCIA

 

Iluminación

Paco SEVILLA.

 

Maquillaje

Ana BRUNED.

 

Realización de vestuario.

Josefina

 

Grabación de la banda sonora.

IGUANA

 

Técnicos de iluminación.

Paco SEVILLA Y Salvador SEBASTIAN

 

Técnicos de sonido.

Miguel Angel ORTIZ y Miguel MALDONADO

 

Equipo de producción.

Carmen CARRASCO y Luis BITRIA

 

Dirección y puesta en escena.

Francisco ORTEGA

«Las mujeres sabias», de Molière.

May 22, 2009

 

Moliere2

PERSONAJES

         CRISALIO, buen burgués

         FILAMlNTA, esposa de Crisalio

         ARMANDA y

         ENRIQUETA, hijas de Crisalio y Filaminta

         BELISA, hermana de Crisalio

         ANGELICA, hermana de Crisalio

         CLITANDRO, amante de Enriqueta

         TRISSOTIN, pedante 

         VADIUS, sabio

         MARTINA, la criada

         Un NOTARIO

 

ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA

(ARMANDA y ENRIQUETA)

La escena, en París, en casa de Crisalio.

 

 

         ARMANDA.-

         ¡Cómo! ¡La condición de soltera es la mejor! ¿Acaso lo dudas?

 

         ENRIQUETA.-

          Pues sí…

 

         ARMANDA.-

         Me das pena, hermana…

 

         ENRIQUETA.-

          ¿Porqué te molesta tanto el matrimonio?

 

         ARMANDA.-

         ¡Dios mío, qué asco! ¡Casarse! ¿No te das cuenta de lo repugnante que es ese estado? ¿Acaso no te estremeces? ¿Has medido bien las terribles consecuencias de esa decisión?

 

         ENRIQUETA.-

         Las únicas consecuencias que presiento son un marido, una casa, tal vez unos hijos… No creo que eso pueda ofenderle a nadie ni tenga porqué causar ningún tipo de estremecimiento, la verdad.

 

         ARMANDA.-

          ¿Y te agrada ese panorama?

 

         ENRIQUETA.-

          No puede hacer nada mejor una mujer enamorada que casarse con el hombre que corresponde a ese amor.

 

         ARMANDA.-

          ¡Dios mío, de qué baja condición es tu espíritu! ¿Dónde vas a caer cuando te reduzcas a ser la simple compañera de un hombre y madre de unos niños? Deja eso para las personas vulgares y piensa en otro tipo de placeres más nobles, más espirituales y elevados. Ahí tienes el ejemplo de nuestra propia madre que ha dejado de estar sujeta como una esclava a las leyes de su marido para dedicarse por completo a la filosofía, a las ciencias y a la poesía. Es decir, a todo aquello que eleva a los seres humanos por encima de los irracionales y de las bestias.

 

         ENRIQUETA.-

         Cada uno nacemos para ocupar un puesto sobre la tierra, y no todos tenemos necesariamente que dedicarnos a la filosofía. Mi lugar no es ése al menos y me veo más cómoda cuidando un hogar y haciendo una vida tranquila y familiar. Entiendo que tú no quieras lo que yo quiero, pero deberías al menos tratar de comprender que así, opuestas en nuestras vocaciones, sabremos imitar a nuestra madre: tú por el lado del alma y de los grandes principios y yo por el de lo que tú consideras bajos instintos y groseros placeres. Entrégate en cuerpo y alma a las obras espirituales y luminosas que yo me quedo con las obras de la materia y de la realidad. ¡Qué le vamos a hacer!

 

 

         ARMANDA.-

          Cuando pretendemos inspirarnos en una persona, debemos parecernos por los dos lados, y tomarla por modelo no es, hermana, toser y escupir como ella.

 

         ENRIQUETA.-

         Tú y yo no hubiéramos nacido si mi madre se hubiera dedicado exclusivamente a la poesía y a las ciencias…

 

         ARMANDA.-

         Sigues obstinada en esa bajeza espiritual de querer conseguir un marido a toda costa… Allá tú. Dime por lo menos a quien piensas escoger… Supongo que no será… Clitandro…

 

         ENRIQUETA.-

          ¿Y por qué no? ¿Acaso carece de méritos? ¿Es una indigna elección?

 

         ARMANDA.-

          Es poco honesto por tu parte querer quitarle a otra persona su conquista. Todo el mundo sabe que Clitandro suspira todavía por mí.

 

         ENRlQUETA.-

          Sí, pero esos suspiros te han parecido siempre superfluos, indignos de tu condición de persona que ha renunciado a casarse porque la filosofía ha acaparado todos sus amores. Me he limitado a tomar lo que despreciaste, Armanda.

 

         ARMANDA.-

         ¿No temes ser demasiado ingenua creyendo en la sinceridad de un amante despechado? ¿Estás segura de su amor? ¿No queda en su corazón ningún interés por mí?

 

         ENRIQUETA.-

          El me lo dice, hermana, y yo, por mi parte, le creo.

 

         ARMANDA.-

         Se engaña a sí mismo…

 

         ENRIQUETA.-

          Tal vez… Pero no es mala idea preguntárselo directamente y a plena luz, puesto que aquí llega…

 

 

ESCENA II

(CLITANDRO, ARMANDA Y ENRIQUETA)

 

 

         ENRIQUETA.-

         Armanda ha sembrado una duda en mí… Decide definitivamente entre ella o yo, Clitandro.

 

         ARMANDA.-

         (Apresuradamente) Le colocas en una difícil posición, hermana. Estas confesiones a cara descubierta son siempre muy violentas…

 

         CLITANDRO.-

         Nunca he sabido fingir, Armanda, y no representa ninguna violencia confesar públicamente que estoy enamorado de Enriqueta. Espero que esta declaración no te cause trastorno alguno pues quisiste que las cosas fueran como son. Tus encantos me atrajeron hace unos meses pero nunca conseguí interesarte lo más mínimo. No te guardo ningún rencor por ello y…

 

         ARMANDA.-

         ¡Tiene gracia que puedas creer que esa inclinación por mi hermana pueda trastornarme… pero es muy impertinente que lo digas sin ningún recato!. ¡Es el colmo!

 

         ENRlQUETA.-

         No te enfades, hermana mía. ¿Dónde están la moral y la filosofía que rigen la parte animal de las personas y calman los arrebatos de la ira?

 

         ARMANDA.-

         No hables de cosas que desprecias… Si creyeras verdaderamente en la moral, lo que deberías hacer es pedir el oportuno permiso a nuestros padres, no sólo para casarte, sino también para corresponder las miradas de este o de cualquier pretendiente. Esa es la obligación y la costumbre, y tú lo sabes perfectamente.

 

         ENRIQUETA.-

         Te agradezco que, una vez más, me recuerdes mis obligaciones… Desde hace muchos años no has dejado de hacerlo ni un sólo día.  (A Clitandro.) Delante de mi hermana te pido, Clitandro, que hables cuanto antes con mis padres, les pongas al corriente de nuestra relación y nuestras intenciones, y les pidas mi mano para poder casarnos.

 

         CLITANDRO.-

         Así lo haré. (Dirigiéndose a Armanda) En cuanto a tí…

 

         ARMANDA.-

         Mi único deseo es que seáis muy felices. (Sale)

 

 

ESCENA III

(CLITANDRO Y ENRIQUETA)

 

 

         ENRIQUETA.-

         Tu confesión le ha sorprendido…

 

         CLITANDRO.-

         Se merecía mi franqueza. No ha cesado de darme desplantes desde el día en que la conocí. En cuanto a nosotros… voy inmediatamente a hablar con tu padre.

 

         ENRIQUETA.-

         Mi padre es de una forma de ser que le hace consentir todo y poner muy poca energía en las decisiones que toma. Lo más práctico es convencer antes a mi madre que es quien realmente gobierna la casa y dicta las leyes que se le ocurren. Debes ganarte su voluntad y la de mi tía Belisa, aunque sea a costa de darles la razón en algunas opiniones. El apoyo de mi otra tía ya lo tenemos asegurado.

 

         CLITANDRO.-

         Tu tía Angélica es admirable. Pero tu madre y Belisa… Ese tipo de personas no es que me gusten mucho precisamente. Me refiero a los hombres y a las mujeres que hacen de la sabiduría un motivo de diferencia con los demás. Tu tía Belisa se ha vuelto loca de un tiempo a esta parte intentando hacer creer a todo el mundo, y, lo que es peor, creyéndose ella misma, que tiene a todos los hombres de París perdidamente enamorados. Y en cuanto a tu madre… la respeto, pero no puedo de ningún modo estar de acuerdo con sus absurdos razonamientos, con sus estúpidas quimeras. Ese amigo suyo, el señor Trissotin, me entristece y me aburre, y me saca de quicio ver como tu madre estima, venera y protege a un necio semejante, cuyas obras literarias silban en todas partes, que vive de plagiar a los demás y que se ha ganado una merecida fama de engañabobos y de parásito.

 

         ENRIQUETA.-

         A mí también me fastidian sus escritos. Pero debemos tragarnos los sapos, Clitandro. Para conseguir nuestros objetivos deberías de agradar hasta al perro de la casa si fuera necesario.

 

         CLITANDRO.-

         Es verdad, amor mío. Pero es muy difícil simular que admiro unas obras que me parecen farragosas y que me agrada un hombre que me produce un profundo asco. Nunca te había contado esto: antes de conocerle me habían leído alguna de sus poesías que me parecieron detestables. Pues bien, a través de sus versos, llegué a imaginar los rasgos de su cara, su forma de andar, sus ademanes, etc. Un día me crucé por la calle con un hombre y enseguida intuí que era él. No me equivoqué.

 

          ENRIQUETA.-

         (Divertida) ¡No me mientas!

 

         CLITANDRO.-

         (Después de besarla.) Te lo cuento tal y como sucedió… (Rien. Aparece Belisa) Acaba de llegar tu tía. Voy a contarle nuestro secreto para que nos apoye ante el hueso más duro…

 

 

ESCENA IV

(BELISA Y CLITANDRO)

 

 

         CLITANDRO.-

         Permitidme que os hable unos instantes, señora. Estoy seguro de que vais a comprenderme enseguida. Quiero hablaros del amor que siento por…

 

         BELISA.-

         ¡Despacio, jovencito, despacio! Guardaos de abrirme vuestra alma de par en par… Si he accedido a poneros en la categoría de mis cortejadores, admiradores y pretendientes, contentaos con vuestros ojos como únicos intérpretes, y no me expliquéis por medio de otro lenguaje unos deseos que, en mi casa, significan un ultraje. Amadme, suspirad, consumios por mis hechizos, mas preferiría no saberlo. Contentaos con mirarme con cariño pero no me digáis nada con palabras.

 

         CLITANDRO.-

         De quien estoy enamorado es de Enriqueta, no os alarméis, y lo que os pido justamente es que intercedáis por nosotros…

 

         BELlSA.-

         ¡Ah! Realmente, la trampa es original, lo confieso; eso de que estáis enamorado de mi sobrina es un inteligente pretexto para llegar hasta mí. ¡No había leído una argucia tan ingeniosa en ninguna novela! Estoy verdaderamente sorprendida y halagada, debo reconocerlo.

 

         CLITANDRO.-

         Señora, no es ninguna ocurrencia. Es la pura confesión de una verdad. Quiero casarme con Enriqueta y lo que os pido humildemente, tanto en mi nombre como en el suyo, es que nos ayudéis a conseguirlo.

 

         BELlSA.-

         Venga, venga, jovencito… No insistáis más.

 

         CLlTANDRO.-

         ¡Ah señora! ¿Porqué os empeñáis en pensar lo que no es?

 

         BELlSA.-

         ¡Dios mío! Dejaos de tonterías. Cesad de defenderos de lo que vuestras miradas me han dado a entender tantas veces. Habéis conseguido satisfacerme con ese derroche de astucia que exhibís ante mis ojos, pero estáis llevando este asunto demasiado lejos. No puedo consentir que bajo el techo de esta casa se expresen pasiones y sentimientos de esa manera tan audaz, por muy sinceros que sean.

 

         CLITANDRO.-

         Pero…

 

         BELISA.-

         Adiós. Por ahora, esto debe bastaros. He dicho más de lo que quería decir. Silencio.

 

         CLITANDRO.-

         Estáis en un error…

 

         BELISA.-

         Dejad. Voy a ponerme colorada. Ji, ji, ji.

 

         CLlTANDRO.-

         Que me ahorquen si os amo…

 

         BELISA.-

          No, no; no quiero oír nada más. Ji, ji, ji. (Sale.)

 

 

 

ESCENA V

(CLITANDRO, sólo.)

 

 

         CLITANDRO.-

         ¡Al diablo esta loca con sus visiones! ¡Es terca como una mula! Por este camino poco vamos a conseguir… Hablaré con su hermana Angélica que es, sin duda, una persona cabal.

 

 

 

 

ACTO SEGUNDO

ESCENA PRIMERA

(ANGELICA sola.)

 

 

         ANGELICA.-

         (Despidiéndose de Clitandro y hablándole todavía.) Sí; te traeré la respuesta lo antes posible; haré todo lo que sea preciso. Entiendo perfectamente como te sientes y trataré de ayudarte en lo que esté en mi mano. Adiós.

 

 

 

ESCENA II

(CRISALIO Y ANGELICA)

 

 

         ANGELICA.-

         ¡Dios te guarde, hermano!

 

         CRISALIO.-

         Y a ti también, hermana.

 

         ANGELICA.-

         ¿Sabes lo que me trae por aquí?

 

         CRISALIO.-

         No; pero cuéntamelo enseguida.

 

         ANGELICA.-

         ¿Conoces desde hace bastante tiempo a Clitandro, verdad?

 

         CRISALIO.-

         Sin duda; y le veo frecuentar bastante nuestra casa.

 

         ANGELICA.-

         ¿Qué opinas de él?

 

         CRISALIO.-

         Le tengo por un hombre de honor, de talento, de corazón y de buena conducta. Tal y como va el mundo hay pocas personas que reúnan estas virtudes.

 

         ANGELICA.-

         Pues una petición suya me ha hecho hoy venir a verte.

 

         CRISALIO.-

         Conocí a su difunto padre en mi primer viaje a Roma…

 

         ANGELICA.-

         Muy bien.

 

         CRISALlO.-

         Era un excelente caballero.

 

         ANGELICA.-

         Eso dicen.

 

         CRISALIO.-

         No teníamos más que veintiocho años y éramos ambos dos galanteadores de tomo y lomo.

 

         ANGELICA.-

         Lo creo.

 

         CRlSALIO.-

         Frecuentábamos las casas de las damas romanas, y todo el mundo hablaba allí de nuestras travesuras. Los romanos nos envidiaban.

 

         ANGELICA.-

         Mejor que mejor; escucha lo que te voy a contar.

 

 

 

ESCENA III

(BELISA entrando sigilosamente y escuchando; CRISALIO Y ANGELICA)

 

 

         ANGELICA.-

          Clitandro me encarga que interceda por él; está completamente enamorado de Enriqueta.

 

         CRISALIO.-

          ¡Cómo! ¿De mi hija?

 

         ANGELICA.-

          Sí. Jamás vi un amante más apasionado…

 

         BELISA.-

          (A Angélica.) No, no, te equivocas completamente, hermanita. De este asunto no sabes nada de nada. 

 

         ANGELICA.-

          ¿Cómo dices?

 

         BELISA.-

         Ese chico te ha engañado. Se ha enamorado de otra persona.

 

         ANGELICA.-

         ¿Bromeas, Belisa? ¿Así que no está enamorado de Enriqueta?

 

         BELISA.-

         No; estoy segura.

 

         ANGELICA.-

         El mismo me lo ha dicho…

 

         BELISA.-

         ¡Ah, sí!

 

         ANGELICA.-

         Y me ha encargado que venga a informar de este asunto a nuestro hermano.

 

         BELISA.-

         Perfectamente.

 

         ANGELICA.-

         Y a pedirle su mano cuanto antes…

 

         BELISA.-

         ¡Qué chico tan mentiroso y tan galante a la vez! (Confidencial.) Hermanos: se trata simplemente de una diversión, de un subterfugio ingenioso, de un pretexto para encubrir otros fuegos, cuyo origen conozco a la perfección.

 

         ANGELICA.-

         Ya que sabes tantas cosas, dinos quién es esa otra persona a la que ama. 

 

         BELISA.-

         ¿Queréis saberlo de verdad?

 

         ANGELICA.-

          Sí. ¿A quién?

 

         CRISALIO.-

         Naturalmente, Belisa. Dínoslo ya.

 

         BELISA.-

         Me ama a mí.

 

         ANGELICA.-

         ¿A tí?

 

         BELISA.-

         A mí misma.

 

         ANGELICA.-

         ¡Ay hermana mía!

 

         BELISA.-

         ¿Qué significa ese ay? ¿Qué es lo que te sorprende tanto? Sabes muy bien que, por razones que no vienen al caso y que mi modestia me impide ni siquiera apuntar, muchos caballeros de esta capital están interesados por mis encantos. Sin ir más lejos, ahí tienes a Dorante, Cleonte, Danis, Lycidas, etc.

 

         ANGELICA.-

         ¿Te aman todos ellos?

 

         BELISA.-

         Sí, con toda su alma.

 

         ANGELICA.-

         ¿Te lo han dicho?

 

         BELISA.-

         Como es lógico, hermana, ninguno ha tenido esa desvergüenza. Por el contrario, es tal la fuerza de su veneración que no me han dicho jamás una sola palabra de su amor. Las miradas de estos caballeros son más fuertes y expresivas que sus palabras. Sus ojos son los que me han hablado con claridad.

 

         ANGELICA.-

         (Con un tono de amarga ironía.) No es que Damis haya venido mucho por aquí durante los últimos meses…

 

         BELISA.-

         Es para demostrarme su completa sumisión.

 

         ANGELICA.-

         Dorante emplea contigo las palabras más mordaces…

 

         BELISA.-

         ¡Bah! No tiene importancia. Está rabiosamente celoso.

 

         ANGELICA.-

         Cleonte y Lycidas se han casado hace poco…

 

         BELISA.-

         Claro, después de que yo ignorase su pasión.

 

         ANGELICA.-

         Quiero ser honesta contigo, hermana: vives engañada en un mundo de fantasías.

 

 

         CRISALIO.-

         (A Belisa.) Un mundo que debes abandonar para volver al de la realidad.

 

         BELISA.-

         ¡Ah, fantasías, fantasías! Me divierten tanto las fantasías… No sabía que yo tuviese fantasías… Ji, ji, ji. (Sale.

 

 

ESCENA IV

(CRISALIO Y ANGELICA)

 

 

         CRISALIO.-

         Nuestra hermana está como una cabra, no hay duda.

 

         ANGELICA.-

         Cada día más. (Ambos se quedan pensativos.) Pero sigamos hablando. Como te decía Clitandro te pide a Enriqueta por esposa. ¿Qué le contesto?

 

         CRISALIO.-

         ¿Hace falta preguntarlo? Me parece estupendo y consiento ese matrimonio con todo mi corazón. Es un honor para nuestra familia.

 

         ANGELICA.-

         Sabes que su fortuna no es demasiado importante y que…

 

         CRISALIO.-

         Eso no tiene importancia. Ese joven es rico en virtudes y eso vale más que cien tesoros. Y, además, su padre y yo éramos como uña y carne. ¡Ah, qué tiempos aquellos! ¡Qué jovencitas, qué cuerpazos…!

 

         ANGELICA.-

         Habrá que contárselo a tu mujer tratando de que su opinión también sea favorable y…

 

         CRISALlO.-

         No hace falta. Le acepto como yerno.

 

         ANGELICA.-

         Sí, pero para apoyar tu consentimiento no está de más contar con su aprobación. Vamos…

 

         CRISALIO.-

         ¿Estás de broma? No es preciso. Respondo de mi mujer y asumo la responsabilidad de este asunto.

 

         ANGELICA.-

         Pero…

 

         CRISALIO.-

         Déjame hacer a mí y no temas nada. Se lo contaré todo y a ella le parecerá bien. Ya lo verás.

 

         ANGELICA.-

         De acuerdo. Voy a hablar con tu hija y regresaré aquí para saber como ha ido tu conversación.

 

         CRISALIO.-

         Es cosa hecha. Mi mujer aceptará. No lo dudes ni un minuto. (Angélica sale.)

 

 

 

ESCENA V

(CRISALIO Y MARTINA)

 

 

         MARTINA.-

         ¡Qué mala pata tengo! ¡Ay, madre mía! ¡A perro flaco todo son pulgas! ¡Qué mala pata, qué mala pata…!

 

         CRISALIO.-

         ¿Qué es eso? ¿Qué te pasa, Martina?

 

         MARTINA.-

         ¿Que qué me pasa?

 

         CRISALIO.-

         Sí.

 

         MARTINA.-

         ¡Me pasa…  que me despiden hoy, señor!.

 

         CRISALlO.-

         ¿Que te despiden?

 

         MARTlNA.-

         Sí; me echa el ama.

 

         CRISALIO.-

         No lo entiendo. ¿Cómo es posible?

 

         MARTINA.-

         ¡Me amenaza  con darme cien palos si no me largo ahora mismo!.

 

         CRISALIO.-

         No, tú te quedas con nosotros. Estoy muy contento contigo y te vas a quedar. A mi mujer se le sube a veces la sangre a la cabeza, y yo no quiero…

 

 

 

ESCENA VI

(FILAMINTA, BELISA, CRISALIO Y MARTINA)

 

 

         FILAMINTA.-

         (Viendo a Martina). ¡Otra vez tú, bribona! ¡Largo de aquí inmediatamente, pueblerina! Márchate de esta casa y no vuelvas a ponerte delante de mi vista!

 

         CRISALIO.-

         Poco a poco…

 

         FILAMINTA.-

         ¡No; se acabó!.

 

         CRISALIO.-

         ¿Eh?

 

         FILAMINTA.-

         ¡Quiero que se marche!.

 

         CRISALIO.-

         ¿Se puede saber lo que ha hecho?

 

         FILAMINTA.-

         ¿La defiendes?

 

         CRISALIO.-

         No, no. Yo sólo…

 

         FILAMINTA.-

         ¿Tomas partido contra mí?

 

         CRISALIO.-

         ¡No, Dios mío! No hago más que preguntar su culpa.

 

         FILAMlNTA.-

         ¿Me crees capaz de echarla sin un motivo justificado?

 

         CRISALIO.-

         Naturalmente que no, pero es que a veces…

 

         FILAMlNTA.-

         ¡Nada; se irá de aquí!. ¡Lo repito por última vez!

 

         CRISALIO.-

         Vale, vale… No seré yo quien te lleve la contraria…

 

         FlLAMINTA.-

         No quiero obstáculo alguno a mis deseos.

 

         CRISALIO.-

         De acuerdo.

 

         FILAMlNTA.-

         Y tú, si fueras un marido como es debido, deberías estar de mi parte y enfadarte también.

 

 

         CRlSALlO.-

         (Volviéndose hacia Martina. Con una voz que intenta ser más firme.) ¡Y eso hago! Sí; mi mujer te echa con razón, pícara, y tu crimen no merece perdón.

 

         MARTINA.-

         ¿Y qué he hecho, si puede saberse?

 

         CRISALIO.-

         Eso digo yo… ¿Qué ha hecho?.

 

         FILAMINTA.-

         ¡Es el colmo!

 

         CRISALIO.-

         ¿Ha roto, para provocar tu ira, algún espejo o alguna porcelana?

 

         FILAMINTA.-

         ¿Iba a ponerla de patitas en la calle por tan poca cosa? ¿Me enfado por ese tipo de estupideces?

 

         CRISALIO.-

         (A Martina.) ¿Pero cómo es posible, bribona? (A Filaminta.) ¿Así que es tan grave este asunto?

 

         FILAMINTA.-

         Sin duda. ¿Te parezco una insensata?

 

         CRlSALlO.-

         ¿Es que ha dejado, por descuido, que roben una jarra o una bandeja de plata?

 

         FILAMlNTA.-

         ¡Eso no sería nada…!

 

         CRISALIO.-

         (A Martina.) ¡Oh!, ¡Demonios! (A Filaminta.)  ¿La has sorprendido en plena infidelidad?

 

         FILAMINTA.-

         ¡Algo peor!

 

         CRISALIO.-

         ¿Peor que eso?

 

         FILAMINTA.-

         ¡Peor!

 

         CRISALIO.-

         (A Martina.) ¡Es increíble! ¡En mi propia casa! ¿Cómo es posible que…?

 

         FILAMINTA.-

         Después de treinta lecciones de Gramática ha ofendido mis oídos empleando una palabra inadecuada y salvaje. Una palabra que el ilustre gramático Jerónimo Onofre condena en términos tajantes y prohibe su uso entre personas cultivadas.

 

         CRISALIO.-

         ¿Y esa es la razón…?

 

 

         FILAMlNTA.-

         ¿Te parece poco delito estar siempre agraviando la Gramática, que es la piedra angular de todas las ciencias, que rige hasta a los monarcas con sus leyes y reglas?

 

         CRISALIO-

         ¡La creí culpable del mayor de los crímenes!

 

         FILAMlNTA.-

         (Fuera de sí) ¿Y no encuentras imperdonable ese crimen?

 

         CRlSDALIO.-

         Sí, claro…

 

         FILAMINTA.-

         ¡Sólo faltaría que la disculparas!

 

         CRISALIO.-

         No, no, en absoluto.

 

         BELISA.-

         Es verdaderamente lamentable. De un modo sistemático deshace toda construcción y eso que le hemos enseñado cien veces las leyes del lenguaje. ¡Como si nada!

 

         MARTINA.-

         Todo lo que predican ustedes me parece muy bien. Pero yo no puedo hablar en esa jerga. ¡Qué le vamos a hacer!.

 

         FILAMlNTA.-

         ¡Descarada! ¡Llamar jerga al lenguaje basado en la razón y en el uso correcto de las palabras!

 

         MARTINA.-

         Cuando a una se le entiende lo que dice ya está bien dicho, entonces. Y lo demás, sobra.

 

         BELISA.-

         ¡Rebelde! ¡Es intolerable que esta mujer haga oídos sordos a nuestras lecciones y se empeñe en hablar mal!

 

         MARTINA.-

         ¡Señora, no me empeño en nada! ¡Yo no tengo estudios y rajo como Dios me da a entender!

 

         FILAMlNTA.-

         ¡Ah! ¿Puede aguantarse esto?

 

         BELISA.-

         ¡Horrible solecismo!

 

         FILAMINTA.-

         ¡Eso de «rajo» hiere hasta el más insensible de los oídos!.

 

         BELISA..-

         ¿Quieres estar toda tu vida ofendiendo a la gramática?

 

         MARTINA.-

         Yo no quiero ofender a nadie. ¡Dios me libre!

 

         BELISA.-

         ¡Qué alma tan pueblerina! ¡La gramática nos enseña las leyes del verbo y del nominativo, y, del mismo modo, las del adjetivo con el sustantivo!.

 

         MARTINA.-

         No conozco a estos caballeros…

 

         BELISA.-

         Son nombres de palabras, y debemos procurar que entre ellas concuerden de manera adecuada.

 

         MARTINA.- ¿Y a mí qué me importa si concuerdan o que se peguen de tortas?

 

         FILAMlNTA.-

         (A Belisa.) ¡Ah Dios mío! Acabemos con esta inútil conversación. (A Crisalio.) ¿Y ahora qué me dices? ¿Había o no motivos para echarla?

 

         CRISALIO.-

         Sí que los había, sí…  (Aparte.) Debo acceder a su capricho. (A Martina) Anda, no la irrites; retírate, Martina.

 

         FILAMINTA.-

         ¡Cómo! ¿Temes ofender a esa pícara? ¡Le hablas en un tono amabilísimo!.

 

         CRISALIO.-

         (Con voz firme.) ¿Yo? Nada de eso. Vamos, márchate. Vete, infeliz.

 

 

ESCENA VII

(FILAMINTA, CRISALIO Y BELISA)

 

 

         CRISALlO.-

         Tranquilízate… Ya se ha ido. Debes estar satisfecha, por tanto. Pero quiero que sepas que no apruebo esta medida pues me parece injusta y excesiva. Era una muchacha que hacía muy bien las faenas de la casa.

 

         FILAMlNTA.-

         ¿Querías que continuara atormentándome con ese conglomerado de vicios gramaticales, de palabras desfiguradas, ligadas constantemente con proverbios tomados del más pestilente de los arroyos?

 

         BELISA.-

         Su lenguaje me produce hasta sudoraciones frías… ¡Hace caso omiso de las indicaciones de Jerónimo Onofre! ¡Los más leves defectos de ese tosco caletre son el pleonasmo o la cacofonía!. ¡Es inaudito!

 

         CRISALIO.-

         ¿Y qué importa que no respete las leyes de ese tal Onofre, con tal de que cumpla bien con su trabajo? Prefiero que cuando limpie las legumbres esté atenta a lo que hace aunque concuerde mal los nombres con los verbos, o que repita mil veces la palabra «rajar» mientras que no queme la carne o le eche demasiada sal a la olla… Vivo de un buen caldo y no de un exquisito lenguaje. Yo no sé cómo hace la sopa ese Onofre, pero Martina la hacía bien buena, por cierto.

 

         FILAMINTA.-

         ¡Me aburren tus discursos! ¡Qué indignidad la de rebajarse sin cesar a los cuidados materiales en lugar de elevarse hacia los espirituales! Este andrajo llamado cuerpo no tiene suficiente valor como para dedicarle ni un segundo de nuestro tiempo.

 

         CRISALlO.-

         Mi cuerpo soy yo mismo, y quiero cuidarlo. Será un andrajo… ¡Pero yo quiero a mi andrajo, caramba!

 

         BELISA.-

         El cuerpo sin el espíritu no es nada, hermano mío. El espíritu debe ir por delante siempre, como opinan todos los sabios. Por eso, nuestro mayor interés debe ser nutrirle con el jugo científico.

 

         CRISALIO.-

         (Enfadado.) ¡Os voy a hablar con toda franqueza! ¡Empiezo a creer que es verdad lo que se comenta por París! ¡Todo el mundo dice que estáis completamente locas!

        

         FILAMINTA.-

         ¿Cómo dices?

 

         CRISALIO.-

         (A Belisa.) Tú, Belisa, deberías empezar quemando todos esos librotes que te han transportado inesperadamente hasta la luna dejando tus cosas de la tierra en un lamentable estado. Me parece magnífico que los hombres y las mujeres estudien y aprendan porque en el estudio encontrarán la felicidad y la sabiduría. Pero hay también otro tipo de sabiduría que no puede estar reñida con la de los verdaderos doctores y los verdaderos científicos. Nuestros padres nos trataron de educar en las buenas costumbres, nos formaron en las tareas de la buena marcha del hogar, y en los principios de la honradez y la moralidad. Hermana, tu padre y tu madre, fueron amables y sensatos, aunque no sabían leer; fueron trabajadores y honestos aunque su formación en el campo de las Matemáticas, de la Física y de la Poesía era bastante rudimentaria. En este mundo en el que vivimos sabemos de muchas cosas excepto de lo que deberíamos saber. A través de los telescopios estamos al corriente de la marcha de la Luna y la estrella polar, de Venus, Saturno y hasta de Júpiter, cuerpos celestiales con los que yo personalmente no tengo nada que ver. Sin embargo parece como que la mayoría llevan una venda en los ojos para no ver las cosas cercanas y sencillas. Para ver, por ejemplo, que a la puerta de nuestra casa hay una familia que duerme debajo de nuestra escalera de mármol, sin más calor que el que sale de las maderas y desperdicios que reúnen con esfuerzo y queman cuando nieva. Aquí casi todos lleváis esa venda, y esa pobre criada, de una forma todo lo rústica y aldeana que quieras, junto con nuestra hermana Angélica y mi hija Enriqueta, veía el mundo con más nitidez y claridad que nadie. ¡Y la habéis echado porque ofendía a Jerónimo Onofre!. Te soy muy sincero, hermana: todo este asunto me irrita extraordinariamente. Y me irritan esos espantapájaros que hablan el latín por estos salones, sean hombres o mujeres, blancos o negros, franceses o españoles, y en especial ese señor Trissotín, con sus insoportables versitos, me produce dolor de hígado…

 

         FILAMINTA.-

         ¡Qué bajeza, Dios mío, de alma y de lenguaje!

 

         BELISA.-

         ¿Habrase visto cosa igual? ¿Es posible que por nuestras venas circule la misma sangre? Me voy abochornada a mis habitaciones. ¡Horríbile dictu! (Sale.)

 

 

 

ESCENA VIII

(FILAMINTA Y CRISALIO)

 

 

         FILAMINTA.-

         ¿Te queda todavía algún dardo que lanzar?

 

         CRISALIO.-

         ¿A mí? No. Dejemos ya las riñas. Se acabó. Hablemos de otro asunto. A tu hija mayor se le nota cierto desinterés por los lazos del matrimonio. No tengo nada que decir al respecto. La pequeña posee otro carácter y creo que le encantaría casarse cuanto antes.

 

         FILAMlNTA.-

         Ya lo había pensado y quiero que sepas mis intenciones. Ese señor Trissotin, que nos honra desde hace tiempo con su amistad, aunque todo París nos lo reproche, es a quien he elegido por esposo para Enriqueta. Y no quiero hablar más. Lo he meditado a conciencia y he tomado la decisión. No digas ni una palabra.

 

 

 

ESCENA IX

(ANGELICA Y CRISALIO)

 

 

         ANGELICA.-

         ¿Qué tal ha ido la conversación, hermano?

 

         CRISALIO.-

         Bien, bien…

 

         ANGELICA.-

         ¿Cuál es su resultado? ¿Le ha parecido bien la boda de Enriqueta y Clitandro? ¿Está resuelto este asunto?

 

         CRISALIO.-

         No del todo aún.

 

         ANGELICA.-

         ¿Se niega ella?

 

         CRISALIO.-

         No.

 

         ANGELICA.-

         ¿Vacila, acaso?

 

         CRISALIO.-

         No, no, qué va…

 

         ANGELICA.-

         ¿Qué ocurre, entonces?

 

         CRISALIO.-

         Es que… me propone a otro hombre como yerno.

 

         ANGELICA.-

         ¿A otro hombre como yerno?

 

         CRISALIO.-

         Sí, a otro.

 

         ANGELICA.-

         ¿Que se llama…?

 

         CRISALIO.-

         El señor Trissotin.

 

         ANGELICA.-

         ¡Como! ¿Ese señor Trissotin…?

 

         CRISALIO.-

         Sí; el que habla siempre de versos y latín.

 

         ANGELICA.-

         ¿Y lo has aceptado?

 

         CRISALIO.-

         ¿Yo? En absoluto. ¡Dios no lo quiera!

 

         ANGELICA.-

         ¿Qué le has respondido?

 

         CRISALlO.-

         Nada; y me alegra no haber dicho ni palabra, para no comprometerme.

 

         ANGELICA.-

         La razón es muy buena, y eso es dar un gran paso. ¿Has sabido, al menos, proponerle a Clitandro?

 

         CRISALlO.-

         He creído preferible no adelantar nada al ver que hablaba de otro yerno…

 

         ANGELICA.-

         Realmente, tu prudencia es de lo más pintoresca. ¿No te da vergüenza ser tan blandengue? ¿Es posible que seas tan débil como para conceder a tu esposa un poder absoluto y no atreverte a llevarle la contraria en nada?

 

         CRISALIO.-

         ¡Dios mío, hermana, qué fácil es hablar! No sabes lo que me desagrada el escándalo. Me gusta la calma, la paz, la suavidad, y mi mujer posee un genio tremendo. Le da una gran importancia a la Filosofía pero no por eso deja de enfadarse cuando se empeña en algo. Me deja estupefacto y atontado cuando adopta ese tono, y no sé donde meterme, lo reconozco. Bastante hago con salir sin magulladuras ni heridas en el cuerpo.

 

         ANGELICA.-

         ¡Esto ya es demasiado! ¡Te domina porque eres un cobarde! Su poder se basa en tu debilidad y eres tú quien le das el título de señora absoluta. Te entregas a sus altanerías y te dejas manejar como un cordero. La gente también se ríe de ti, Crisalio, porque eres un calzonazos que avergüenzas la memoria de nuestros padres.

 

         CRISALIO.-

         Pero…

 

         ANGELICA.-

         ¡No me repliques! ¿Piensas dejar que sacrifiquen a tu propia hija a las locas quimeras que están trastornando a la familia sin que se te caiga la cara de vergüenza? ¿Vas a entregar tu patrimonio a un imbécil que sólo sabe decir seis palabras en latín, a un pedante que pasa ante tu mujer y nuestra hermana por un filósofo de primera magnitud y no es más que un mangurrino del que se ríe todo París?

 

         CRISALIO.-

         (Después de reflexionar.) Tienes razón. Sé que hago mal. Desde este momento voy a mostrar más energía de ánimo. Ya lo verás.

 

         ANGELICA.-

         Bien dicho.

 

         CRlSALIO.-

         Mi actitud es ridícula e irresponsable.

 

         ANGELICA.-

         Muy bien.

 

         CRlSALlO.-

         Se han aprovechado demasiado de mi carácter.

 

         ANGELICA.-

         Es cierto.

 

         CRlSALIO.-

         Que sepa todo el mundo que a mi hija nadie le va a imponer un marido en contra de sus deseos.

 

         ANGELICA.-

         Por fin te está entrando la sensatez.

 

         CRISALlO.-

         Y ahora, hazme un favor. Dile a Clitandro que venga a verme enseguida.

 

         ANGELICA.-

         Así lo haré.

 

         CRISALIO.-

         ¡Estoy hasta las narices de sentirme un pelele! ¡Se acabó!

 

 

 

 

ACTO TERCERO

ESCENA PRIMERA

(FILAMINTA, ARMANDA, BELISA y TRISSOTIN)

 

 

         FILAMINTA.-

         Pongámonos por aquí para escuchar relajadamente estos versos…

 

         ARMANDA.-

         Ardo en deseos de oírlos…

 

         BELISA.-

         Nos morimos de ganas…

 

         FILAMINTA.-

         (A Trissotin.) Todo lo que emana de vuestra creatividad siempre me parece un encanto…

 

         ARMANDA.-

         Y para mí, un regalo que no tiene comparación posible…

 

         BELISA.-

         Es un alimento exquisito para mis oídos…

 

         FILAMINTA.-

         No prolonguéis el suplicio. ¡Comenzad pronto!

 

         ARMANDA.-

         ¡Sí, daos prisa!

 

         BELISA.-

         ¡Precipitad nuestro goce!

 

         FILAMINTA.-

         ¡Ofreced vuestro epigrama a nuestra voraz impaciencia!

 

         FRISSOTIN.-

         (A Filaminta.) Se trata de un recién nacido, señora. Y voy a dar a luz en vuestra  hospitalaria corte…

 

         FILAMINTA.-

         Para hacérmelo dilecto, basta saber que sois su padre…

 

         TRISSOTIN.-

         Vuestra aprobación podrá servirle, a su vez, de madre…

 

         BELISA.-

         ¡Qué talento tiene! ¡Es único! ¡Pico de oro!

 

 

 

ESCENA II

(Los mismos y ENRIQUETA)

 

 

         FILAMINTA.-

         (A Enriqueta, que quiere retirarse.) ¿Y tú, hija mía, por qué te marchas ahora?

 

         ENRIQUETA.-

         Tengo miedo de alterar una conversación tan tierna… 

 

         FILAMINTA.-

         Acércate y prepara tus oídos para escuchar con toda atención y participar de nuestro goce…

 

         ENRIQUETA.-

         Entiendo poco de bellezas literarias, y no son mi fuerte las cosas del espíritu.

 

         FILAMINTA.-

         Es una pena. Por eso mismo he tomado una firme decisión que te afecta de manera directa. Más tarde te pondré al corriente de la misma.

 

         TRISSOTIN.-

         (A Enriqueta.) Por lo que veo la poesía y las ciencias os son indiferentes… Sólo pensáis en cautivar…

 

         ENRIQUETA.-

         Ni una cosa ni otra, caballero.

 

         BELISA.-

         ¡Basta de charlas! Ocupémonos de ese recién nacido, os lo ruego.

 

         FILAMINTA.-

         Es cierto. Servidnos cuanto antes vuestro amable alimento.

 

         TRISSOTIN.-

         Me parece poco un plato de ocho versos para saciar ese voraz apetito espiritual que adivino en vuestras almas. Añadiré un epigrama, o tal vez un madrigal, o mejor, un soneto. Creo que lo encontraréis de buen gusto.

 

         ARMANDA.-

         ¡Ah, no lo dudo!

 

         FILAMINTA.-

         Escuchémoslo ya.

 

         BELISA.-

         (Interrumpiendo a Trissotin cada vez que se dispone a leer.) Ya siento como se estremece mi corazón… La poesía me gusta con locura, sobre todo cuando los versos son de tono galante…

 

         FILAMINTA.-

         Si seguimos hablando, no podrá decir nada. ¡Chissst!

 

         TRISSOTIN.-

         So… (Enriqueta cierra con fuerza un libro.)

 

         BELISA.-

         (A Enriqueta.) Silencio ahora, sobrina.

 

         ARMANDA.-

         ¡Silencio, dejadle ya leer sus versos!

 

         TRISSOTIN.-

         (Leyendo.) «Soneto a la princesa Urania sobre su agitación.»

 

                   Dormida está vuestra prudencia

                   al tratar con magnificencia

                   y al alojar de forma tan regia

                   a vuestra más fiera enemiga.

 

         BELISA.-

         (Aplaudiendo entusiasmada) ¡Qué bonito…!

 

         ARMANDA.-

         ¡Qué giro más elegante!

 

         FILAMINTA.-

         Este hombre posee una gran facilidad para el verso…

 

         ARMANDA.-

         Hay que descubrirse ante esa  «dormida prudencia «…

 

         BELISA.-

         Alojar a su enemiga… Es una imagen llena de sugerencias y paradojas…

 

         FILAMINTA.-

         ¡Me encantaron ese «con magnificencia» y ese «de forma tan regia»! ¡Qué bien suenan estos dos calificativos!

 

         BELISA.-

         Sigamos escuchando…

 

                   Dormida está vuestra prudencia

                   al tratar con magnificencia

                   y al alojar de forma tan regia

                   a vuestra más fiera enemiga.

 

         ARMANDA.-

         «Dormida está vuestra prudencia»…

 

         BELISA.-

         «¡Alojar a su enemiga»!

 

         FILAMINTA.-

         «Con magnificencia…»

 

         TRISSOTIN.-

         (Sigue leyendo.)

 

                   Haced que salga, aunque murmuren,

                   de vuestra rica habitación,

                   donde esa ingrata con descaro

                   a vuestra vida hace mención.

 

         BELISA.-

         ¡Despacio!… Dejadme respirar, por favor…

         ARMANDA.-

         Concedednos tiempo para admirar lo que acabamos de oir…

 

         FILAMINTA.-

         Ante esos versos, siente una derramarse hasta el fondo del alma un no sé qué que nos deja pasmadas.

 

         ARMANDA.-

 

                   Haced que salga, aunque murmuren,

                   de vuestra rica habitación…

 

¡Qué bien está expresado lo de esa «rica habitación»! ¡Con qué talento está insertada ahí la metáfora!

 

         FILAMINTA.-

         «Haced que salga, aunque murmuren»… ¡Ah! ¡Este «aunque murmuren» muestra un gusto sencillamente admirable! A mi juicio es un pasaje poético que no tiene precio, amigo mío. Y no exagero.

 

         ARMANDA.-

         También mi corazón se ha enamorado de este «aunque murmuren».

 

         BELISA.-

         Opino igual que tú; ese «aunque murmuren» es todo un hallazgo…

 

         ARMANDA.-

         ¡Cuánto me hubiera gustado escribirlo a mí…!

 

         BELISA.-

         Vale por toda una obra…

 

         FILAMINTA.-

         (A Trissotin.) Quisiera haceros una pregunta… Perdonad mi osadía pero es que esta me parece una oportunidad  única para conocer por dentro los mecanismos de la creación…

 

         TRISSOTIN.-

         Adelante…

 

         FILAMINTA.-

         Cuando escribíais ese encantador «aunque murmuren» erais consciente de toda su carga expresiva…

 

         TRISSOTIN.-

         (No puede empezar a hablar) En realidad yo…

 

         ARMANDA.-

         También tengo el «ingrata» en la cabeza; esa ingrata agitada, injusta, indigna, que maltrata a quienes la alojan en su casa… ¡Es sencillamente impresionante!

 

         FILAMlNTA.-

         En fin: los cuartetos son admirables ambos. Lleguemos pronto a los tercetos, os lo ruego.

 

         ARMANDA.-

         ¡Recitad otra vez ese «aunque murmuren», por favor.

 

 

         TRISSOTIN.-

                   «Haced que salga, aunque murmuren….

 

         FILAMINTA, ARMANDA y BELISA.-

         ¡»Aunque murmuren»!

 

         TRISSOTIN.-

                   … de vuestra rica habitación….

 

         FILAMINTA, ARMANDA y BELISA.—

         ¡»Rica habitación»!

 

         TRISSOTIN.-

         .        ..donde esa ingrata con descaro,

                   a vuestra vida hace mención.

 

         FILAMINTA.-

‘         ¡»A vuestra vida»!

 

         ARMANDA y BELISA.-

         ¡Extraordinario!

        

         TRISSOTIN.-

 

                   ¡Cómo! Sin respetar vuestro linaje,

                   osar haceros parecido ultraje….

 

         FILAMINTA, ARMANDA y BELISA.-

          ¡Bravísimo!

 

         TRISSOTIN.-

 

                   …¡ y noche y día, con intención pagaros !

                   Si al baño la lleváis, siempre gentil,

                   sin dudarlo ya más, para vengaros

                   ahogadla allí, cual alimaña vil.

 

         FILAMINTA.-

         ¡No puedo más…!

 

         BELISA-

         ¡Me tiemblan las piernas…!

 

         ARMANDA.-

         ¡Me muero de placer…!

 

         FILAMINTA.-

         ¡Tengo hasta escalofríos por todo el cuerpo!

 

         ARMANDA.-

         «Si al baño la lleváis…»

 

         BELISA.-

         «Sin dudarlo ya más…»

 

         FILAMINTA.-

         «Ahogadla allí, cual alimaña vil…»

 

         ARMANDA.-

         En cada verso hay mil rasgos seductores…

         BELISA.-

         Se extasía una al escucharlos…

 

         TRISSOTIN.-

         ¿Os parece, entonces, el soneto…?

 

         FILAMINTA.-

         ¡Es imposible escribir mejor!

 

         BELISA.-

         (A Enriqueta.) ¿Y a tí, sobrina, no te emociona esta lectura? Te comportas de una manera tan extraña…

 

         ENRIQUETA.-

         En este mundo cada cual se comporta como puede, tía. Todos no tenemos un espíritu tan ingenioso.

 

         TRISSOTIN.-

         Mis versos quizá importunen a esta señorita…

 

         ENRIQUETA.-

         Nada de eso. No los estaba escuchando…

 

         FILAMINTA.-

         Perdonadla, caballero. Desde hace un tiempo me preocupa extraordinariamente el carácter de mi hija pequeña. Vuestro consejo le será de una gran utilidad y estoy segura de que sabréis introducirla en las grandes líneas del pensamiento moderno.

 

         TRISSOTIN.-

         Lo haría de mil amores. Yo me adhiero en la lista a la peripatética.

 

         FILAMINTA.-

         Para las abstracciones me gusta el platonismo.

 

         ARMANDA.-

         Me complace Epicuro por la solidez de sus dogmas.

 

         BELISA.-

         Yo me arreglo muy bien con los corpúsculos; mas el vacío a soportar me parece difícil, y prefiero, realmente la materia sutil.

 

         TRISSOTIN.-

         Descartes acierta, a mi entender, en lo del imán.

 

         ARMANDA.-

         Me agradan sus torbellinos.

 

         FILAMINTA.-

         Y a mí sus mundos flotantes.

 

         ARMANDA.-

         Tengo una gran impaciencia por realizar algún tipo de descubrimiento.

 

         TRISSOTIN.-

         En París se espera mucho de vuestras investigaciones. La Naturaleza posee pocos misterios ya para ustedes.

 

 

         FILAMINTA.-

         Por mi parte, he hecho ya uno: he visto claramente unos hombres caminando por la luna.

 

         BELISA.-

         Yo no he visto aún hombres; pero he divisado campanarios como os estoy viendo ahora.

 

         TRISSOTIN.-

         Lo creo sinceramente. Pero, señoras,  aún os reservo una sorpresa que espero sea grata. En esta ocasión no he venido sólo. Me gustaría que conocierais a un hombre único. Si me lo permitís, voy a buscarlo inmediatamente.

 

         TODAS.-

         ¡Sí, por favor, hacedle entrar enseguida! (Sale Trissotin.)

 

         BELISA.-

         ¡El corazón me hace intuir que no olvidaremos nunca esta velada!

 

 

 

ESCENA IV

(Las mismas, TRISSOTIN Y VADIUS)

 

 

         TRISSOTIN.-

         (Presentando a Vadius.) Señoras: os presento a una persona que moría en deseos de conoceros. Este caballero ocupa ya un lugar preeminente entre los mejores ingenios de nuestra patria. El Señor Vadius… (Vadius saluda cortésmente.)

 

         FILAMINTA.-

         El brazo que lo introduce en esta casa es toda una garantía…

 

         TRISSOTIN.-

         Posee la fina inteligencia de los viejos autores, y habla el griego como el que más en Francia.

 

         FILAMINTA.-

         ¡El griego, oh cielo! ¡Sabe el griego, hermana!

 

         BELISA.-

         (A Armanda.) ¡Ah, sobrina, sabe griego!

 

         ARMANDA.-

         ¡El griego! ¡Qué maravilla!

 

         FILAMINTA.-

         ¡Cómo! ¿Este señor sabe el griego? ¡Permitidme que os abrace por amor a esa hermosa lengua! (Vadius abraza también a Belisa y a Armanda.)

 

         ENRIQUETA.-

         (A Vadius, que quiere abrazarla también.) Excusadme, señor. Ni hablo ni entiendo esa lengua… (Se sientan todos.)

 

         FILAMINTA.-

         Tengo un respeto religioso por los libros griegos…

 

         VADIUS.-

         Lamentaría haber interrumpido alguna profunda conversación…

 

         FILAMINTA.-

         Señor, con el griego no se interrumpe nada…

 

         TRISSOTIN.-

         Nuestro amigo, señoras, escribe maravillas en verso y en prosa. Por eso, si quisiera leernos algo…

 

         VADIUS.-

         No, no… Personalmente me irritan esos autores que no paran de leer sus aburridos versos, que no cesan de mendigar alabanzas y que convierten en mártires a quienes, de modo voluntario o de forma obligada, les escuchan en las veladas. Yo nunca lo he hecho pues estoy completamente de acuerdo con aquel sabio griego que prohibía tajantemente a sus discípulos leer en público sus obras. Pero, en fin… He aquí unos versitos para amantes juveniles, sobre los que me encantaría conocer vuestro juicio…

 

         TRISSOTIN.-

         Vuestros versos poseen esa… (buscando la palabra adecuada)  belleza de la que muchos otros carecen….

         VADIUS.-

         (Después de pensarlo unos instantes.) Venus y las Gracias imperan en todos los vuestros…

 

         TRISSOTIN.-

         Tenéis un… estilo suelto y empleáis una… bellísima selección de palabras…

 

         VADIUS.-

         En vos se hallan constantemente el ithos y el pathos…

 

         TRISSOTIN.-

         Vuestras églogas…  superan en atractivo a las de Teócrito y Virgilio…

 

         VADIUS.-

         Vuestras odas… tienen un aire tan noble, tierno y galante, que dejan muy atrás a las del propio Horacio…

 

         TRISSOTIN.-

         ¿Hay nada tan… amoroso como vuestras canciones?

 

         VADIUS.-

         ¿Puede leerse nada… comparable a vuestros sonetos?

 

         TRISSOTIN.-

         ¿Hay algo tan… seductor como vuestros rondós?

 

         VADIUS.-

         ¿Nada tan… lleno de ingenio como todos vuestros madrigales?

 

         TRISSOTIN.-

         ¡Ah, vuestras baladas! ¡Con ellas sois… admirable!

 

         VADIUS.-

         ¿Y qué decir de vuestros finales rimados? En ellos sois… adorable!

 

         TRISSOTIN.-

         ¡Si Francia conociera vuestra valía!

 

         VADIUS.-

         ¡Si este siglo hiciese justicia a los altos ingenios!

 

         TRISSOTIN.-

         …Iríais por las calles en carroza dorada.

 

         VADIUS.-

         …Veríase a la gente levantaros estatuas. (A Trissotin.) ¡No sé! Es una balada, y quiero que me digáis con franqueza…

 

         TRISSOTIN.-

         (Interrumpiéndole.) Por cierto… ¿Habéis oido cierto soneto sobre la agitación que sufre la princesa Urania?

 

         VADlUS.-

         Si. Precisamente ayer me lo leyeron en una reunión.

 

         TRISSOTIN.-

         ¿Sabéis quién es el autor?

 

 

         VADIUS.-

         No tengo ni la menor idea. Pero me alegro, pues, con toda franqueza, ese soneto no vale un pimiento.

 

         TRISSOTIN.-

         (Cambiando por completo el semblante.) Sin embargo, mucha gente lo encuentra buenísimo.

 

         VADIUS.-

         Lo cual no impide que sea una porquería. Estoy convencido de que cuando lo leáis estaréis de acuerdo conmigo.

 

         TRISSOTIN.-

         Muy pocos poetas serían capaces de escribirlo…

 

         VADIUS.-

         ¡Guárdeme el Cielo de hacer ninguno así!

 

         TRISSOTIN.-

         Sostengo que no se puede hacer otro mejor, y mi razón más decisiva es que soy yo su autor.

 

         VADIUS.-

         ¿Vos?

 

         TRISSOTIN.-

         Yo.

 

         VADIUS.-

         No es posible…

 

         TRISSOTIN.-

         Me parece una gran desgracia que no os haya gustado…

 

         VADIUS.-

         Tal vez estaba distraído o quizá el lector destrozó ese soneto… No sé… (A Filaminta.) Bien, dejemos este asunto y veamos mi humilde balada…

 

         TRISSOTIN.-

         En mi opinión las baladas son insulsas… Pasaron hace tiempo de moda… Huelen a rancio…

 

         VADIUS.-

         Sin embargo a mucha gente le encantan las baladas…

 

         TRISSOTIN.-

         Lo cual no impide que a mí no me gusten…

 

         VADIUS.-

         No por eso todas van a ser malas…

 

         TRISSOTIN.-

         Sólo los pedantes les encuentran atractivo…

 

         VADIUS.-

         (Visiblemente molesto.) Y, sin embargo, a vos no os agradan…

 

         TRISSOTIN.-

         Atribuís neciamente vuestras cualidades a los demás. (Se levantan todos.)

 

         VADIUS.-

         ¡Y vos, con gran impertinencia, me achacáis las vuestras!

 

         TRISSOTIN.-

         ¡Marchaos de aquí, escritorzuelo, emborronador de papel!

 

         VADIUS.-

         ¡Idos por ahí, poeta de ocasión, vergüenza de este gremio!

 

         TRISSOTIN.-

         ¡Fuera de aquí, plagiario, copista descarado!

 

         VADIUS.-

         ¡Idos por ahí, pedante embrutecido…!

 

         FILAMINTA.-

         ¡Señores, por favor! ¿A dónde piensan llegar con este comportamiento?

 

         TIRSSOTIN.-

         (A Vadius.) ¡Ve inmediatamente a devolver lo que les has robado a los poetas griegos y latinos!.

 

         VADIUS.-

         ¡Anda tú a pedir públicamente perdón a Horacio por haberle dejado cojo!

 

         TRISSOTIN.-

         ¡Acuérdate de la escasa difusión de tu libro…!

 

         VADIUS.-

         ¡Y tú de tu pobre librero, que no se come un rosco desde que te conoció…!

 

         TRISSOTIN.-

         ¡Mi gloria es reconocida por todos a pesar de tus intentos infantiles de negarla…!

 

         VADIUS.-

         ¡Mi pluma te enseñará quién soy!

 

         TRISSOSTIN –

         ¡Y la mía te hará saludar a tu maestro! (Se marcha Vadius apresuradamente.)

 

 

ESCENA V

(Los mismos, menos VADIUS)

 

 

         TRISSOSTIN.-

         Perdonad, señora. Es vuestro criterio el que defendía tan arrebatadamente…

 

         FILAMINTA.-

         Está bien, tranquilizaos. Hablemos ahora de otro asunto. Acércate, Enriqueta. Desde hace mucho tiempo estoy preocupada viendo que en ti no se revela ningún talento. He encontrado la manera de que lo tengas.

 

         ENRIQUETA.-

         Te preocupas demasiado por mí. Ya sabes que los doctos coloquios no me interesan y que me gusta vivir cómodamente. Me encuentro bien así, siendo bruta. Prefiero decir vulgaridades a tener que esforzarme para pronunciar frases hermosas…

 

         FILAMINTA.-

         Ya lo sé y eso me hace sufrir. La belleza de una cara es como una flor pasajera, un breve resplandor. El espíritu es lo único firme e importante. He buscado la forma de darte la belleza que el paso del tiempo no puede marchitar, haciéndote sentir la curiosidad por las ciencias, introduciéndote en los bellos conocimientos… Pero todos mis esfuerzos no han tenido recompensa hasta ahora. Por eso he pensado unirte a un hombre rebosante de ingenio. Quiero que te cases con el señor Trissotin.

 

         ENRIQUETA.-

         ¿Es verdad eso que dices…?

 

         FILAMINTA.-

         Claro. No te hagas la tonta.

 

         BELISA.-

         Y para que no haya ningún impedimento a esta boda os libero de toda atadura sentimental conmigo, caballero.

 

         TRISSOTIN.-

         (A Enriqueta.) No se qué decir en este momento, Enriqueta… (A Filaminta). Esta boda me honra y me llena de…

 

         ENRIQUETA.-

         ¡Despacio, caballero! Todavía no nos hemos casado.

 

         FILAMINTA.-

         ¿Qué modo de responder es este? ¿Sabes que si yo…? Ya me entiendes… Basta. (A Trissotin.) No os preocupéis. Pronto volverá a la cordura. Dejémosla. Sigamos hablando en privado de esta boda. (Se marchan Filaminta, Trissotin y Belisa)

 

 

 

ESCENA VI

(ENRIQUETA Y ARMANDA)

 

 

         ARMANDA.-

         Están claros los deseos de nuestra madre. Me parece una elección muy acertada.

 

         ENRIQUETA.-

         Si te parece tan buena la elección, ¿porqué no te casas con él?

 

         ARMANDA.-

         Es a tí y no a mi a quien le han concedido su mano.

 

         ENRIQUETA.-

         ¿No eres la hermana mayor? Te lo regalo todo entero.

 

         ARMANDA.-

         Si el matrimonio me pareciera tan encantador como a tí, aceptaría con entusiasmo tu ofrecimiento.

 

         ENRIQUETA.-

         Si yo compartiera tu fascinación por los pedantes, me parecería también un excelente partido.

 

         ARMANDA.-

         Sin embargo, aunque en esto sean diferentes nuestros criterios, debemos obedecer a nuestros padres. Una madre tiene sobre sus hijos un poder absoluto.

 

 

 

ESCENA VII

(Las mismas, ANGELICA, CLITANDRO Y CRISALIO)

 

 

         CRISALlO.-

         (A Enriqueta, presentándole a Clitandro.) Hija mía, quiero que cumplas mis deseos. Dale la mano a este joven y considérale de aquí en adelante como el hombre que será tu marido.

 

         ENRIQUETA.-

         (Con evidente ironía.) Debemos obedecer, hermana, a nuestros padres. Un padre tiene sobre nosotras un poder absoluto…

 

         ARMANDA.-

         Y una madre tiene también derecho a una parte de nuestra obediencia…

 

         CRISALIO.-

         ¿Qué dices?

 

         ARMANDA.-

         Digo que me parece que mi madre y tú no coincidís demasiado en este tema, y que es otro esposo el que…

 

         CRISALIO.-

         ¡Cállate, listilla! Vete a filosofar con ella un ratito y no os mezcléis con las personas sensatas. ¡Habráse visto!

 

 

 

ESCENA VIII

(CRISALIO, ANGELICA, ENRIQUETA Y CLITANDRO)

 

 

         ANGELICA.-

         ¡Bravo! ¡En poco tiempo has hecho grandes progresos! ¡Qué caracter!

 

         CLITANDRO.-

         ¡Gracias, señor! ¡Prometo hacer feliz a vuestra hija!

 

         CRISALIO.-

         (A Clitandro.) Vamos, coged su mano y marchad delante de nosotros; llevadla a su habitación. ¡Ah, qué dulces caricias! (A Angélica) Ves, hermana… En el fondo soy un sentimental. Estas cosas me rejuvenecen. ¡Cuando yo tenía la edad de estos chicos…!

 

 

 

 

ACTO CUARTO

ESCENA PRIMERA

(FILAMINTA Y ARMANDA)

 

 

         FILAMINTA.-

         ¡Voy a explicarles bien claro a mi marido y a tu hermana quién es la persona que en esta casa razona y, por lo tanto, manda…! Les voy a demostrar la supremacía indiscutible del espíritu sobre el cuerpo y de la forma sobre la materia. ¡Faltaría más!.

 

         ARMANDA.-

         Por lo menos te deben un cumplido, una explicación… Y el comportamiento de Clitandro es francamente extraño. Está empeñado en ser tu yerno en contra de tu voluntad.

 

         FILAMINTA.-

         ¡Todavía no se ha salido con la suya…! Yo le veía con buenos ojos cuando te cortejaba, pero nunca me convenció del todo su manera de proceder. Fíjate: sabiendo que me dedico a escribir nunca me pidió que le leyera ni una sola línea. ¡Es inaudito!

 

 

 

 

 

ESCENA II

(CLITANDRO, que entra cautelosamente y escucha sin dejarse ver; ARMANDA Y FILAMINTA)

 

 

         ARMANDA.-

         En tu lugar, tampoco consentiría este matrimonio. Me ofendería que alguien pudiera pensar que hablo de esto como parte interesada o influida por algún tipo de despecho… No. El alma se hace fuerte gracias al sólido recurso de la filosofía, y, gracias a ella, me he colocado por encima de esas pequeñeces. Sencillamente me duele como te trata. Nunca he visto que manifestara el más mínimo aprecio por ti.

 

         FILAMINTA.-

         ¡El muy necio!

 

         ARMANDA.-

         A pesar de que tu reputación de intelectual y de artista es cada día más notoria, siempre se ha mostrado con una gran frialdad a la hora de alabarte.

 

         FILAMINTA.-

         ¡El muy bestia!

 

         ARMANDA.-

         A veces he leído versos tuyos con la esperanza de que le gustaran, pero jamás lo he conseguido…

 

         FILAMINTA.-

         ¡Qué impertinente!

 

         ARMANDA.-

         Otras, hemos discutido sobre…

 

         CLITANDRO.-

         (A Armanda.) ¡Despacio, por favor! Un poco de caridad, Armanda, o, por lo menos, de honradez. ¿Se puede saber qué es lo que te he hecho? ¿Cuál ha sido mi ofensa para querer aniquilarme de esta manera, para hacerme odioso ante las personas que me son más necesarias? Dime: ¿de dónde nace ese horrible enojo? Tus virtudes me cautivaron hace un tiempo y me desviví en tratar de agradarte. Toda mi pasión, todos mis anhelos, no lograron nada y siempre te opusiste a mis deseos. Entonces y ahora respeto tu decisión. Lo que rechazaste se lo ofrecí después a tu hermana pequeña. Te juro que fui sincero en ambas ocasiones. Dime: ¿es tu culpa o es la mía? ¿Fuí yo quien te dejé o fuiste tú la que me alejaste?

 

         ARMANDA.-

         ¿Llamas ser opuesta a tus deseos el querer despojarlos de lo que tienen de vulgar, procurando reducirlos a esa pureza en que consiste la belleza del verdadero amor? ¿No te parece más gozosa una unión de corazones en la que no interviene para nada la grosería de los cuerpos? ¿Es que sólo sabes amar con un amor material cuyo único objetivo es casarse? ¡Ah, qué extraño amor! ¡Pues óyeme bien: se ama por amar y no por otra cosa! ¡Nuestros arrebatos deben ir dirigidos hacia la plenitud del espíritu, y no debemos ni notar la existencia de nuestro cuerpo!

 

         CLITANDRO.-

         Pues yo no puedo olvidarme que tengo uno, lo mismo que tengo un alma. No soy capaz de realizar este tipo de desligamientos. El cielo me ha negado esa capacidad y mi alma y mi cuerpo van desde niño en un mismo paquete. En esto me parece que coincido con la mayoría de las personas, puesto que en el mundo se sigue mucho mi método y no parece que, de momento, el matrimonio vaya a pasar de moda.

 

         ARMANDA.-

         Pues bien, señor, pues bien: ya que no te interesa nada más que satisfacer tus brutales sentimientos, ya que para obligarte a aceptar la preeminencia del espíritu son imprescindibles los lazos de la carne y las cadenas del cuerpo, si mi madre lo permite, trataré de convencer a mi alma de que realice por ti este sacrificio…

 

         CLITANDRO.-

         Es tarde, Armanda. Otra ha ocupado ese sitio.

 

         FILAMINTA.-

         ¡No tan deprisa! ¿Acaso contáis con mi aprobación para ese matrimonio? ¿No queréis enteraros de que he elegido a otro hombre como esposo para Enriqueta?

 

         CLITANDRO.-

         Señora, reconsiderad esa elección, os lo ruego. No me forcéis a rivalizar con ese señor Trissotín. No podría tener un enemigo más innoble. Hay muchos pedantes a quienes el mal gusto del siglo ha puesto de moda, pero ninguno como éste. Hasta quienes creyeron en él en un primer momento han tenido que rendirse a la evidencia. Señora: si vos firmarais algunos de sus versos todos los desaprobarían sin miramientos.

 

         FILAMINTA.-

         Si le juzgáis de modo tan distinto es porque ambos le vemos con ojos diferentes.

 

 

 

ESCENA III

(Los mismos y TRISSOTIN)

 

 

         TRISSOTIN.-

         (A Filaminta.) Vengo a anunciaros una gran noticia. ¡De buena nos hemos librado mientras dormíamos!. Ha pasado junto a la tierra un cometa que, de haber impactado, nos hubiera destrozado como un recipiente de cristal.

 

         FILAMINTA.-

         Dejemos estos asuntos para otro momento. Este señor no les encontraría ni pies ni cabeza. Precisamente hace alarde de amar la ignorancia y de odiar lo espiritual y lo científico.

 

         CLITANDRO.-

         Perdonad que matice vuestras palabras, señora. Odio sólo la ciencia y el talento que perjudican a las personas. Prefiero sentirme uno más entre los ignorantes que verme un sabio como lo son ciertas personas.

 

         TRISSOTIN.-

         No creo que la ciencia pueda perjudicarle a nadie cualesquiera que sean sus efectos…

 

         CLITANDRO.-

         Hay ciencias muy propensas a crear grandes vicios.

 

         TRISSOTIN.-

         ¡Violenta paradoja!.

 

         CLITANDRO.-

         No es necesario ser muy hábil para demostrarlo. Es fácil encontrar ejemplos…

 

         TRISSOTIN.-

         Aunque los citaseis, no significarían nada.

 

         CLITANDRO.-

         No tendría que ir muy lejos para encontrar uno muy evidente.

 

         TRISSOTlN.-

         No se de qué me habláis. No veo ninguno.

 

         CLITANDRO.-

         Lo veo tan bien, que salta a mi vista.

 

         TRISSOTIN.-

         Siempre pensé que era la ignorancia la que hacía los grandes necios, nunca la ciencia…

 

         CLITANDRO.-

         Os equivocáis de nuevo… Un sabio necio es más necio que un necio ignorante…

 

         TRISSOTIN.-

         El saber encierra en sí mismo un mérito… indiscutible.

 

         CLITANDRO.-

         EI saber, en un imbécil, resulta…  inaguantable.

 

         TRISSOTIN.-

         La ignorancia debe tener para vos grandes atractivos puesto que tanto la defendéis…

 

         CLITANDRO.-

         Si tiene para mí la ignorancia tan grandes atractivos, es desde que se presentan ante mis ojos ciertos sabios…

 

         FILAMINTA.-

         (A Clitandro.) Me parece, señor…

 

         CLITANDRO.-

         ¡Por favor, señora! Este caballero no necesita ayuda para defenderse…

 

         ARMANDA.-

         Pero tu acritud en cada réplica es…

 

         CLITANDRO.-

         ¿Otra defensora? Abandono la partida.

 

         FILAMINTA.-

         ¡Ya basta, caballeros! Esta clase de contiendas puede tolerase siempre y cuando no se ataque a las personas sino a las ideas… (A Clitandro.) Pero como veo que vuestra actitud no es precisamente amistosa para con él y quiero dejar las cosas claras de una vez por todas, he decidido que, cuanto antes solucionemos esta situación, mejor para todos. Esta noche casaré a mi hija con el señor Trissotín. Y vos, señor, podréis asistir a la firma de su contrato de esponsales como amigo de la familia. Deseo vivamente invitaros a ella de mi parte. Armanda, encárgate de que avisen al notario y ve también a comunicar mi decisión a tu hermana.

 

         ARMANDA.-

         No será necesario decírselo a mi hermana. Seguro que este señor se tomará la molestia de contarle enseguida la noticia para tratar de conseguir que se rebele contra tí. Ya lo verás.

 

         FILAMINTA.-

         Espero que no sea así. Entonces veríamos realmente quién tiene más poder sobre ella. (Sale.)

 

 

 

ESCENA IV

(ARMANDA Y CLITANDRO)

 

 

         ARMANDA.-

         Siento mucho que las cosas se te compliquen tanto, Clitandro…

 

         CLITANDRO.-

         Trataré de quitarte esa preocupación.

 

         ARMANDA.-

         Temo que tu esfuerzo no será suficiente.

 

         CLITANDRO.-

         Tal vez no sea así.

 

         ARMANDA.-

         Lo deseo de todo corazón.

 

         CLITANDRO.-

         Estoy seguro de eso y de que cuento con tu apoyo.

 

         ARMANDA.-

         Voy a ayudarte con todas mis fuerzas.

 

         CLITANDRO.-

         Te lo agradezco de antemano, Armanda.

 

 

 

ESCENA V

(CRISALIO, ANGELICA, ENRIQUETA Y CLITANDRO)

 

 

         CLITANDRO.-

         Sin vuestra ayuda, señor, seremos desventurados. Vuestra esposa ha rechazado mi petición y quiere por yerno a Trissotín.

 

         CRISALIO.-

         ¡Qué manía! ¿Porqué narices elige a ese fantoche?

 

         ANGELICA.-

         Su facilidad para hacer versitos en latín ha sido decisiva…

 

         CLITANDRO.-

         Quiere que la boda sea esta noche.

 

         CRISALIO.-

         ¿Esta noche?

 

         CLITANDRO.-

         Esta noche.

 

         CRISALIO.-

         ¡Pues esta noche quiero que os caséis Enriqueta y tú!

 

         CLITANDRO.-

         Ha mandado a buscar un notario para redactar el contrato.

 

         CRISALIO.-

         Y yo voy a hacer lo mismo. ¡Le demostraré a mi esposa que en esta casa mando yo!

 

         ENRIQUETA.-

         Tía, mantén este carácter de mi padre el mayor tiempo posible.

 

         ANGELICA.-

         ¡Emplearé todos los recursos por servir a vuestros amores!

 

 

 

 

ESCENA VI

(ENRIQUETA Y CLITANDRO)

 

 

         CLITANDRO.-

         Lo único que me mantiene firme sobre la tierra es saber que me quieres. (La besa.)

 

         ENRIQUETA.-

         No lo dudes ni por un momento.

 

         CLITANDRO.-

         Solo conseguiré ser feliz teniendo tu apoyo.

 

         ENRIQUETA.-

         Ya ves a qué matrimonio pretenden conducirme…

 

         CLITANDRO.-

         Mientras me ames no debemos temer nada. (Se funden en un abrazo.

 

 

 

ACTO QUINTO

ESCENA PRIMERA

(ENRIQUETA Y TRISSOTIN)

 

 

         ENRIQUETA.-

         He querido que hablemos cara a cara sobre la boda que pretende mi madre. Confío en que atendáis a mis razones, y que entre todos consigamos restablecer la vida normal dentro de mi casa. Señor: tal vez penséis que mi mano va acompañada de una sustanciosa dote. Espero que os comportéis como un verdadero filósofo y que despreciéis el dinero y las posesiones de mi familia.

 

         TRISSOTIN.-

         Así es. No es el dinero lo que me encanta de vos. Son vuestros hechizos, la dulzura de vuestros penetrantes ojos, vuestra gracia y vuestro estilo, las riquezas de las que me he enamorado.

 

         ENRIQUETA.-

         Os agradezco esta admiración… desinteresada. Lamento no poder corresponderos de la misma manera. Podría llegar a estimaros, pero, como sabéis, estoy enamorada de Clitandro y un corazón no puede dividirse. Tal vez me esté equivocando y sea incapaz de ver vuestras virtudes…

 

         TRISSOTIN.-

         Tarde o temprano os enamoraréis de mí, señora. Sabré hacerme querer, ya lo veréis.

 

         ENRIQUETA.-

         Eso no es posible. El amor nunca es la consecuencia del mérito. Es el fruto siempre de un capricho, de una intuición. Por eso es muy difícil explicar las razones por las que nos hemos enamorado. Dejadme tranquila con mi equivocación, con mi ceguera, y no os apoyéis en la violencia que quiere aplicarse contra mí. Si un hombre es honesto no debe aprovecharse del poder que en este siglo ejercen todavía los padres sobre los hijos. Esta situación cambiará muy pronto, ya lo veréis, y dentro de poco cada  cual podrá elegir con completa libertad a su pareja o la forma de vivir el cariño, el afecto, el amor o la amistad. Los tiempos están cambiando.

 

         TRISSOTIN.-

         Imponedme leyes que pueda cumplir y lo haré. Sois adorable y vuestros ojos rezuman celestes hechizos…

 

         ENRIQUETA.-

         Os hablo en serio, desnudando mi corazón, y vos me dais respuestas en forma de versos…

 

         TRISSOTIN.-

         Os amo de verdad, señora. Es cuanto puedo decir.

 

         ENRIQUETA.-

         ¡Por caridad…, señor…!

 

 

         TRISSOTIN.-

         Nada puede detener el sentimiento que ha ido creciendo en mi interior. Por tanto no puedo rechazar la ayuda de una madre que quiere coronar un ardor tan querido… No me importa la manera con tal de que finalmente seáis mía…

 

 

         ENRIQUETA.-

         ¿Y no os dais cuenta de que también ejercéis la violencia sobre mí? ¿No teméis que esa acción también entrañe unos riesgos? ¿Os parece seguro casarse con una joven en contra de su voluntad?

 

         TRISSOTIN.-

         El sabio debe estar preparado para afrontar cualquier tipo de situaciones. Vuestras insinuaciones no me inquietan en absoluto.

 

 

         ENRIQUETA.-

         Sabed entonces que renuncio a casarme con un hombre así. Esa firmeza de alma de la que hacéis gala no se complementa bien con mi debilidad. No quiero casarme con vos, oídlo bien.

 

         TRISSOTIN.-

         (Yéndose.) Ya veremos cómo evolucionan los acontecimientos. Por cierto, está a punto de llegar el notario…

 

 

 

ESCENA II

(CRISALIO, CLITANDRO, ENRIQUETA Y MARTINA)

 

 

         CRISALIO.-

         ¡Ay, hija mía, qué gusto me da verte! Ven a cumplir con tu deber. Le voy a dar una gran lección a tu madre, y, para que se vaya preparando, he mandado traer a Martina, que, desde este instante, vuelve a trabajar en esta casa.

        

         ENRIQUETA.-

         Alabo tus decisiones, pero ten cuidado con esos cambios de carácter. Mantente firme en lo que piensas, que ya nos conocemos de otras veces…

 

         CRISALIO.-

         ¿Me tomas ahora por un simple?

 

         ENRIQUETA.-

         ¡Guárdeme el cielo de ello!

 

         CRISALIO.-

         Dime: ¿crees que soy un calzonazos?

 

         ENRIQUETA.-

         Yo no he dicho eso…

 

         CRISALIO.-

         ¿Me consideras incapaz de mantener mis criterios?

 

         ENRIQUETA.-

         No, padre mío…

 

  1.          CRISALIO.-      

         ¿Es que no tengo ya una edad respetable para ser el jefe de mi propia casa?

 

         ENRIQUETA.-

         Naturalmente.

 

         CRISALIO.-

         ¿Me crees tan débil como para considerarme un pelele en manos de mi mujer?.

 

         ENRIQUETA.-

         ¡Ah, no, padre mío!

 

         CRISALIO.-

         ¡Te has levantado esta mañana con unos aires, hija mía!

 

         ENRIQUETA.-

         No he querido ofenderte. Es que llueve sobre mojado…

 

         CRISALIO.-

         ¡En esta casa mando yo y basta de hablar!

 

         ENRIQUETA.-

         ¡Muy bien! ¡Así se habla! Lo único que quiero es que todos te obedezcan, al menos por esta vez…

 

         CRISALIO.-

         Veremos si mi mujer se rebela contra mis deseos.

 

         CLITANDRO.-

         Aquí llega con el señor notario…

 

         CRISALIO.-

         ¡Ayudadme todos, por favor!

 

         MARTINA.-

         ¡Cuente conmigo! Ya tengo costumbre en este terreno.

 

 

 

ESCENA III

(FILAMINTA, BELISA, ARMANDA, TRISSOTIN, un NOTARIO. CRISALIO, CLITANDRO, ENRIQUETA Y MARTINA)

 

 

         FILAMINTA.-

         (Al Notario.) Caballero, por una vez podríais cambiar ese vulgar estilo literario de los contratos oficiales y escribir en un lenguaje poético, lleno de bellas imágenes y metáforas…

 

         EL NOTARIO.-

         Nuestro estilo es útil para lo que expresamos, señora.

 

         BELISA.-

         ¡Qué barbarie en plena Francia! ¿No podrías fechar el documento en idus y calendas, al menos?

 

         EL NOTARIO.-

         Me ganaría la rechifla de todo el gremio de notarios.

 

         FILAMINTA.-

         ¡Es inútil! Veamos: os podéis colocar por… (Viendo a Martina.) ¿Pero qué haces aquí, descarada? ¿Porqué la has traído otra vez, si puede saberse?

 

         CRISALIO.-

         Te lo diré enseguida, pero antes tenemos otra cosa que arreglar.

 

         EL NOTARIO.-

         Procedamos inmediatamente a hacer el contrato. ¿Dónde está la futura esposa?

 

         FILAMINTA.-

         Voy a casar a mi hija menor.

 

         EL NOTARIO.-

         Bien.

 

         CRISALIO.-

         (Señalando a Enriqueta.) Sí, aquí está. Su nombre es Enriqueta.

 

         EL NOTARIO.-

         Muy bien. ¿Y el futuro esposo?

 

         FILAMINTA.-

         (Señalando a Trissotin.) El esposo que quiero darle es el señor Trissotin…

 

         CRISALIO.-

         (Señalando a Clitandro.) Y el que yo le concedo es Clitandro, aquí presente…

 

         EL NOTARIO.-

         ¡Dos maridos! Es el doble de lo se acostumbra. No puede ser…

 

         FILAMlNTA.-

         (Al Notario.) ¡No os detengáis! Inscribid, inscribid a Trissotin como yerno mío.

 

 

         CRISALIO.-

         Señor, inscribid a Clitandro como marido de Enriqueta.

 

         EL NOTARIO.-

         Por favor… ¡Pónganse de acuerdo…!

        

         FILAMINTA.-

         Caballero, hace tiempo que tomé mi decisión.

 

         CRISALIO.-

         Haced, señor, las cosas tal como os las dicto.

 

         EL NOTARIO.-

         Bueno, haced el favor de no marearme más. ¿A quién debo inscribir como esposo de la señorita?

 

         FILAMINTA.-

         ¡A Trissotín!

 

         CRISALIO.-

         ¡A Clitandro!

 

         FILAMINTA.-

         (A Crisalio.) ¿Cómo es posible? ¿Te opones a mis deseos?

 

         CRISALIO.-

         ¡A mi hija no se la quiere por el dinero de su familia sino por sus propias virtudes!. ¡He dicho!

 

         FILAMINTA.-

         ¡Cree el ladrón que todos son de su condición! ¡Un sabio desprecia estas preocupaciones!

 

         CRISALIO.-

         ¡Nada de gaitas, yo he elegido a Clitandro para esposo de mi hija!

 

         FILAMINTA.-

         (Señalando a Trissotin.) ¡Y yo quiero que tome a este señor por marido! ¡Las cosas son así y no hay más que hablar!

 

         CRISALIO.-

         ¡Vas a dejarme sordo! ¡Hablas en un tono bastante alto!

 

         MARTINA.-

         ¡El de siempre! ¡Esta señora no conoce otro!

 

         CRISALIO.-

         ¡Muy bien dicho!.

 

         MARTINA.-

         ¡Ah, si yo tuviera que opinar sobre este tema…!

 

         FILAMINTA.-

         ¡Nadie te ha pedido que lo hagas!

 

         MARTINA.-

         ¡Si mi opinión contara para algo en esta casa!

        

         FILAMINTA.-

         ¡Tú lo has dicho, insolente! ¡Tu opinión no cuenta para nada!

 

         MARTINA.-

         ¡A pesar de todo la diré…! ¡Tiene razón el señor al querer casar a su hija con quien ella voluntariamente ha elegido!. Una puede ser muy rústica y desconocer las reglas de la Gramática, de la Física y de la Retórica, pero sabe bien lo que es una cosa injusta, y no hay nada más injusto y equivocado que casar a una hija en contra de su voluntad. ¡Ya está dicho!

 

         CRISALIO.-

         ¡Tienes toda la razón, Martina! (Le aplaude.)

 

         MARTINA.-

         ¿Se puede saber porque rechaza a un joven tan guapo y formal como Clitandro y quiere darle a un sabio que siempre anda murmurando por lo bajo palabras incomprensibles? Lo que la niña necesita es un marido y no un maestro.

 

         CRISALIO –

         ¡Muy bien!

 

         FILAMINTA.-

         (A Crisalio.) ¿Tenemos que aguantar mucho rato que esta aldeana cacaree a su antojo?

 

         MARTINA.-

         Los sabios sólo sirven para predicar desde el púlpito, y yo creo que un marido como Dios manda no debe hablar desde tanta altura…

 

         FILAMINTA.-

         (A Crisalio.) ¿Te parece suficiente? ¿Hemos escuchado bastante a tu abogada defensora?

 

         CRISALIO.-

         Sólo ha dicho la verdad y nada más que la verdad…

 

         FILAMINTA.-

         Para acabar este sinsentido es necesario que se cumpla mi voluntad. Trissotín y Enriqueta serán unidos ahora mismo. ¡Y no me lleves la contraria! Si le has dado tu palabra a Clitandro ofrécele la oportunidad de que se case con la mayor.

 

         CRISALIO.-

         Hombre…, tampoco es mala idea. (A Enriqueta y Clitandro.) ¿Qué os parece a vosotros esta solución?

 

         ENRIQUETA.-

         ¡Por Dios, padre mío!

 

         CLITANDRO.-

         ¡Señor, eso es un crimen!

 

 

 

ESCENA IV

(Los mismos y ANGELICA)

 

 

         ANGELICA.-

         Lamento interrumpir con malas noticias esta alegre ceremonia. En el momento más inoportuno han llegado dos cartas. (A Filaminta.) Una es para tí y lleva remite del prucrador de tus bienes… (A Crisalio.) Y la otra viene de Lyón y es para tí.

 

         FILAMINTA.-

         ¿Qué podrá ser, Dios mío?

 

         ANGELICA.-

         Leedlas.

 

         FILAMINTA.-

         (Leyendo.) «Señora, he rogado a la hermana de vuestro marido que os entregase esta carta, que os dirá lo que no me he atrevido a ir a comunicaros personalmente. Habéis perdido el pleito que debisteis ganar. El gran descuido en que habéis tenido vuestros asuntos domésticos y materiales durante estos tres años os ha hecho olvidar vuestras obligaciones para con las arcas de nuestro reino. La Audiencia os niega la posibilidad de apelar.»

 

         CRISALIO.-

         (A Filaminta.) ¡Tu pleito perdido!

 

         FILAMINTA.-

         (A Crisalio.) ¡Mucho te alteras! Pero entérate: mi corazón ni se inmuta por este golpe. Deberías mostrar una mayor entereza ante los reveses de la fortuna. (Sigue leyendo) «Habéis sido condenada a pagar cuarenta mil escudos, más los gastos de las costas judiciales» (Con gran extrañeza.) ¿Condenada? Creía que esta palabra estaba hecha solamente para los criminales… Veamos la otra…

 

         CRISALIO.-

         (Leyendo.) «Señor, la amistad que me une con vuestra hermana hace que me tome interés por todo lo que os afecta. Sé que habíais depositado vuestra fortuna en manos de Argante y de Damón, y os comunico que ambos han hecho quiebra el mismo día.» (Silencio y abatimiento generales.) ¡Cielos, estamos en la ruina…!

 

         FILAMINTA.-

         (A Crisalio intentando recuperarse del golpe.) ¡Esto no significa nada! Para un sabio verdadero no hay ningún revés funesto y aunque pueda perder todos sus bienes materiales siempre le quedan los de su espíritu… Acabemos el asunto que nos ha traído aquí y olvidemos este mal trago. (Señalando a Trissotín) La fortuna de este caballero nos bastará a él y a nosotros para salir adelante…

 

         TRISSOTIN.-

         No, señora… Dejemos este tema. Todo el mundo se opone a esta boda, y no tengo el menor interés de violentar a nadie.

 

         FILAMINTA.-

         (Después de un gran silencio.) Habéis empleado poco tiempo para tomar esta decisión. Parece que va emparejada con nuestro infortunio.

 

         TRISSOTIN.-

         Me he cansado, finalmente, de tanta resistencia. Prefiero renunciar a todo este trastorno, y rechazo un corazón que no quiere entregarse. Eso es todo.

 

         FILAMINTA.-

         Veo claramente en vos, caballero, lo que hasta ahora me negaba a ver…

 

         TRISSOTIN.-

         Podéis ver en mí cuanto queráis, y me importa muy poco cómo interpretéis mi decisión. En esta casa ya he aguantado demasiadas ofensas. Merezco por parte de esta familia un trato mejor. Adiós, señores. (Sale.)

 

 

 

 

ESCENA V

(Los mismos, menos TRISSOTIN)

 

 

         FILAMINTA.-

         ¡Qué bien se ha revelado su alma! Lo que acaba de hacer no lo haría un filósofo honrado.

        

         CLITANDRO.-

         Yo nunca he presumido de serlo. Pero en este momento quisiera ligarme más aún a la suerte de vuestra familia. Me atrevo a ofreceros, señora, mi modesta fortuna.

 

         FILAMINTA.-

         (Después de un silencio.) Me sorprendéis, señor, con este rasgo de generosidad. Gracias. En cuanto a lo otro… Os concedo a Enriqueta como esposa, y…  os pido perdón.

 

         ENRIQUETA.-

         No, madre mía, soy yo la que ha cambiado de criterio. Permite que me niegue a tu voluntad…

 

         CLITANDRO.-

         ¿Qué dices, Enriqueta? ¿Vas a oponerte a mi felicidad, a nuestra felicidad?

 

         ENRIQUETA.-

         Sé que tienes poco dinero, Clitandro. Siempre he querido ser tu esposa pues pensaba que de esta manera arreglaba también esos asuntos. Ahora que la situación ha cambiado tan radicalmente y tenemos destinos tan opuestos, no quiero agobiarte con la carga de nuestro infortunio.

 

         CLITANDRO.-

         Contigo todo destino puede serme grato; sin tí, todo destino se me hace insoportable.

 

         ENRIQUETA.-

         La pasión siempre habla arrebatadamente. Estos cambios inesperados me producen una enorme inquietud, Clitandro. Me da miedo que acabásemos culpándonos el uno al otro de nuestras desgracias y nuestra pobreza y que nuestra vida se convierta en un infierno.

 

         ANGELICA.-

         (A Enriqueta.)¿Sólo por eso tienes miedo, Enriqueta?

 

         ENRIQUETA.-

         Sí. Rechazo su mano porque la quiero demasiado…

 

         ANGELICA.-

         Pues entonces encadénate libremente a Clitandro. (A Filaminta y Crisalio.) Lo que habéis leído hace un rato era falso. (Sorpresa general.) Sí, todo ha sido una estratagema para desengañarte, hermana, y descubrirte quién era verdaderamente ese filósofo.

 

         CRISALIO.-

         ¡Alabado sea el Cielo!

 

 

         FILAMINTA.-

         Me alegra imaginar la tristeza que tendrá en su corazón ese cobarde desertor. Su avaricia ha sido castigada y lo será todavía más cuando se entere de esta boda y de vuestra felicidad.

 

         CRISALIO

         (A Clitandro y Enriqueta.) ¡Bien sabía yo que os terminaríais casando!.

 

         ARMANDA.-

         (A Filaminta.) ¿Así, pues, me sacrificas a sus anhelos?

 

         FILAMINTA.-

         Yo no te sacrifico, hija mía. Te queda el apoyo de la filosofía para el resto de tu vida. ¿Te parece poco?

 

         BELISA.-

         Tened cuidado, hijos míos. A veces se casa uno demasiado alegremente, sin meditarlo bien. Bien lo sé yo que despierto tan grandes pasiones…

        

         CRISALIO.-

         (Al Notario.) Vamos, señor; seguid el orden que he prescrito, y haced el contrato tal y como os he dicho.

 

(Se escucha una música que va desde lo festivo hasta lo triste. En ese momento los personajes parece como si se fueran quedando inanimados. Todos menos Martina que, adelantándose al proscenio, se dirige al público con estas palabras:)

 

         MARTINA.-

         ¡Una vez más, como en la mayoría de las obras de nuestro autor, Molière, la justicia y la razón quedan restablecidas sobre el escenario. Clitandro y Enriqueta podrán, por fin, disfrutar de sus amores… El pedante Trissotín seguirá tratando de embaucar a personas de tragaderas fáciles como mi ama Filaminta y su cuñada Belisa… aunque esperemos que la próxima vez se encuentre con más dificultades. Porque, aunque una y otra miren de reojo por el telescopio de vez en cuando, la lección que han recibido esperemos que las coloque con los pies sobre la tierra. Armanda seguirá sufriendo una soledad espantosa… ¡por su culpa! Y mi señor Crisalio podrá envejecer, junto a su hermana Angélica, viendo crecer a sus nietos y nietas… Molière ha vuelto a colocar a cada cual en su sitio…

 

         Y eso es justo lo que quería decirles: a mí me ha vuelto a colocar en la cocina, con los pucheros y las sartenes. Para nosotros, los que verdaderamente trabajamos en este mundo, el premio a nuestros afanes es… ¡seguir trabajando! Y encima debemos estar agradecidos por lo que veo. Porque a mí me ha faltado muy poco para cambiar de oficio y marcharme a otra casa… No, no quisiera amargarle el final a nadie, y mucho menos a ustedes… Pero les pediría, ahora que nadie nos oye, que no olviden nunca que la razón y la justicia siempre necesitan para resplandecer, como el sol del verano, que personas como yo, sin estudios ni verborrea, trabajen en las cocinas…

FIN

«La Cantata del café» (Versión para niños)

May 22, 2009

  ESCENA PRIMERA

         (Habitación en penumbra. A la izquierda al fondo, un gran cuadro en forma de biombo. En él se ve una niña de espaldas tocando el piano. En el centro, el piano de cola levemente iluminado por una luz azulada. En primer término, a la derecha del espectador, un sillón delante de otro biombo más pequeño, cubierto por una tela. En el centro, un sillón, una pequeña banqueta y una mesita en donde reposa una cafetera y una taza de café. Aparece el narrador-presentador. Cuando se ha hecho el silencio en la sala dice:)

         Buenos días (tardes)….

         Juan Sebastián Bach es reconocido como uno de los genios musicales más importantes de todos los tiempos. Su obra es inmensa, y su influencia es todavía mayor. Hasta los grandes músicos actuales del jazz, e incluso del rock, así lo han reconocido en innumerables ocasiones.

         Bach nació en Eisenach, en 1685, y murió en Lepzig, en 1750. Conmemoramos, pues, en este año 2000, el doscientos cincuenta aniversario de la desaparición de este alemán universal.

         A través de la biografía que escribió su segunda esposa, Ana Magdalena, sabemos que fue un hombre ordenado, con unas costumbres personales muy arraigadas e incluso rutinarias. Otros dicen que fue algo malhumorado y que poseía un carácter difícil, aunque todos le reconocen sus muchas virtudes: por ejemplo, ser un buen padre y un excelente maestro de los niños que en Lepzig querían aprender a tocar el órgano, cantar en el coro y componer música.

         Hablando de niños: tuvo veinte hijos… (Sí, no os riáis…) Y es que se casó dos veces, porque su primera esposa murió muy pronto. Como es normal en un ambiente familiar en donde la música ocupaba un lugar tan relevante, muchos de estos chicos y chicas se aficionaron muy pronto a escucharla y llegaron también a ser grandes compositores e intérpretes.

         Hoy (esta mañana, esta tarde) vamos a tener la oportunidad de asistir a la representación de una de sus piezas más curiosas y tal vez menos conocidas. Juan Sebastián Bach es considerado por encima de todo como un músico religioso y, por esta razón, sus otras composiciones se han convertido casi en “rarezas”. Entre ellas se encuentra “La Cantata del café”, escrita hacia 1735 y estrenada en un café de la ciudad. Podemos considerarla como una pequeña operita de bolsillo. Su argumento es muy sencillo: una hija se rebela contra su padre porque éste le impide tomar la bebida que más le gusta. Ni más ni menos.

         Como sabéis, la opera es un género intermedio entre la música y el teatro. Podíamos decir que lo actores cantan o que los cantantes actúan. Tiene  una gran dificultad y antes de salir a escena los actores-cantantes han pasado muchos años preparándose para poder hacerlo. Es preciso, por tanto, que en la sala haya desde el principio un silencio absoluto, porque al hacer las dos cosas a la vez, cantar y actuar, cualquier sonido podría desconcentrarles.

         Cuando termine la primera parte os contaré más cosas.

         Ah, pero antes de nada, recibamos con un fuerte aplauso a la persona que acompañará al piano a nuestros protagonistas: el maestro Jorge Idelsohn.

ESCENA SEGUNDA

ESCENA SEGUNDA

( La figura de un hombre mayor aparece a contraluz apoyada en el sillón. Está sólo y parece abatido.)

 

Padre.-

¡Ay los hijos, qué desgracia!

Ellos causan todo el mal.

Todo lo que siempre le digo

A mi hija Rosa ningún fruto me da.

 

ESCENA TERCERA

(Entra la hija degustando una taza de café. El padre se enfrenta a ella.)

 

Padre.-

         ¡Qué mala niña,

qué mala hija!.

Si pudiese lograr que renuncies al café…

 

         Rosa.-

         ¡Padre mío, no me hables así!

Si no permites que beba

Tres tazas diarias de café

Seré profundamente desgraciada.

Tanto, como un bistec muy resecado.

 

ESCENA CUARTA

(Rosa se sienta y llena de melancolía se pone a mirar la taza de café. El padre, apesadumbrado, se pierde en la penumbra.)

 

         Rosa.-

         ¡Ah, el café! ¡Sabe tan dulce!

Es más cautivador que mil besos,

Más suave que el moscatel.

Café, café es lo único que necesito.

Si alguno quiere hacerme feliz

que me ofrezca un café.

(Se hace el oscuro en la habitación de la casa.)

 

ESCENA QUINTA

(El narrador ha contemplado estas escenas sentado en su sillón. Después de meditar unos instantes, se dirige al público diciendo:)

         Desde luego yo no he conocido a nadie que le guste tanto tomar café… No sé, no sé… Aquí hay algo que no me cuadra del todo… A lo mejor la cosa no es para tanto. Quiero decir que a lo mejor hay que mirarla desde otra perspectiva: tal vez la hija esté queriendo llevar la contraria a su padre, o despistarle para conseguir otra cosa más importante y ha escogido el café, como le podía haber dado por las berenjenas… Es decir, como el primer pretexto que le ha venido a la mano para salirse con la suya. ¿Qué querra?

         Sea lo que sea tenemos delante de nosotros todo un conflicto familiar. Algún malpensado ha dicho y escrito que esta obra está inspirada en los propios líos que había en casa de los Bach. No es de extrañar al ser una familia tan numerosa.

         Hablábamos antes de la ópera…

Estoy seguro que muchos de vosotros es la primera vez que estáis en la representación de una, aunque sea de tamaño reducido como ésta, y que incluso, antes de venir, os parecía que la ópera era un lugar en donde la gente mayor se aburría mucho aunque disimulaba después. No es así en absoluto. La ópera puede ser divertida e incluso emocionante. La razón de que se representen tan pocas veces y en lugares tan especiales es muy sencilla: son carísimas, pues la mayoría tienen enormes repartos, necesitan grandes orquestas y gigantescos decorados que no caben en cualquier teatro. En los intermedios, estos decorados suben y bajan en el más absoluto silencio detrás del telón de boca. Cuando vuelve a subir podemos encontrarnos con un paisaje marino, un inmenso lago o el interior de un castillo. Todo es posible ante los ojos de los espectadores.

         Nuestra pequeña ópera, como veis, es muy sencilla. La decoración también lo es, y está inspirada en cuadros de la época. La gran orquesta ha sido sustituida por un piano. Vuestra imaginación, por tanto, es la que debe poner el resto.

         Sigamos con “La Cantata del Café”… Hemos visto a los personajes. El padre que no quiere, la hija que sí quiere… ¿Quién se llevará el gato al agua? La guerra está a punto de estallar. Sigamos los acontecimientos en silencio y con la máxima atención porque todo  es posible y, cuando menos lo esperemos, saltará la sorpresa.

 

ESCENA SEXTA

         (Padre e hija se enzarzan en una agria discusión.)

         Padre.-

         Si no renuncias al café

No irás ni a bodas ni a fiestas.

Ni siquiera a dar ningún paseo.

 

         Rosa.-

         ¡Muy bien!

Pero beberé café…

 

         Padre.-

         Escucha niña consentida:

jamás llevarás faldas de última moda.

 

         Rosa.-

         A esto me puedo acostumbrar fácilmente…

 

         Padre.-

         Ni te asomarás por la ventana

para ver a la gente pasar…

 

         Rosa.-

         También lo acepto.

Sólo te pido

que no me prives del café.

 

         Padre.-

         Y no tendrás

cintas de oro y plata

para satisfacer tu coquetería…

 

         Rosa.-

         Me conformo con una tacita.

 

         Padre.-

         ¡Maldita educación!

¿Es que no logras entender mis razones?

(La hija, visiblemente enfadada, se marcha de la habitación dando un empujón a su padre.)

 

ESCENA SÉPTIMA

         (El padre queda solo. Pasea por la habitación como un oso enjaulado. No cesa de mirar, atormentado, la cafetera y la taza.)

 

         Padre.-

         Estas hijas con la cabeza tan dura

no es fácil ganárselas.

Pero algún punto débil habrá.

El que lo encuentre triunfará…

 

ESCENA OCTAVA

         (La hija vuelve a entrar en la habitación.)

 

Padre.-

         Haz lo que te ordeno…

 

         Rosa.-

         En todo menos en lo del café…

 

         Padre.-

         ¡Está bien!

Hazte a la idea que no tendrás nunca marido.

 

         Rosa.-

         ¡Eso si que no! ¡Yo quiero un marido!

 

         Padre.-

         ¡No lo tendrás jamás!

 

         Rosa.-

         Si no renuncio al café…

¡Café, te digo adiós!

Querido padre: no beberé ni uno más.

 

         Padre.-

         Entonces podrás casarte.

 

ESCENA NOVENA

         (La hija está radiante de felicidad. Acompaña a sentarse a su padre en su sillón e incluso pretende que se ponga a bailar.)

 

         Rosa.-

         Hoy, por favor, querido padre,

Hazme el honor…

¡Un marido, un marido!

Me tiembla hasta el corazón.

En lugar de tomar café

Quisiera, antes de irme a dormir,

recibir en mi cama a un amante.

 

         (Padre e hija descansan abrazados en el sillón. Oscuro lento.)

 

ESCENA DECIMA

(El presentador, que ha seguido con toda atención las escenas anteriores, mantiene su actitud reflexiva. Extrañado por el rumbo que han tomado los acontecimientos exclama:)

¿Y eso era todo? O sea, que la hija lo que quería era casarse y estaba empleando el truco de pedir otra cosa para que su padre le dejara hacerlo… Muchas veces lo que se quiere conseguir es diferente a lo que se pide. Con lo fácil que sería ser claros y sinceros…

         Nuestro autor ha recogido uno de los temas más presentes en el teatro europeo: el conflicto entre padres e hijos. A diferencia de otros grandes autores, como es el caso de Molière, no toma partido claramente por ninguno de los dos bandos.

         Como os decía al principio, esta “Cantata del Café” es una obrita menor, una ópera de bolsillo, y fue escrita como una pequeña diversión. Bach no compuso ninguna ópera grande y se concentró casi por completo en las obras de carácter religioso: ¿Quién no conoce sus Fugas, sus Conciertos, sus famosos Oratorios? Pero a pesar de su tamaño no penséis que la calidad de esta pieza es menor que las de mayor magnitud. En ella están concentradas sus mejores registros musicales, de los que, si queréis, cuando acabe la representación, os hablarán los intérpretes y el maestro Idelshon.

         Pero antes de que la música continúe y los personajes firmen la paz definitiva, aparezcan los actores cantantes debajo de sus ropas de personajes, quiero detenerme, para acabar, en la figura del gran compositor que los ha inventado.

         (Comienza a destapar la tela que cubría el rostro de Juan Sebastián Bach. El pianista está interpretando dulcemente un fragmento de las “Variaciones Goldberg”)

         Juan Sebastián Bach, como muchos otros grandes creadores de las letras y de las artes, murió prácticamente en la pobreza. El sueldo de organista no daba para mucho y, como ya hemos dicho, las bocas eran demasiadas en aquel caserón.  Su viuda tuvo que pasar un calvario afrontando la situación económica de la familia. Sus hijos fueron acogidos en diferentes lugares de Europa y la familia Bach se desperdigó así por completo para no volver a juntarse nunca más. Sólo la música compuesta por su padre y que sonaría permanentemente en sus cabezas, serviría de nexo de unión entre ellos.

         Bach es uno de esos pocos genios indiscutibles que el género humano ha creado. Su aportación fue extraordinaria: cambió el concepto de la música de su tiempo y su influencia es magnífica y desbordante. Pertenece a ese selecto club de grandes artistas entre los que se encuentran Mozart, Leonardo da Vinci, Miguel Angel, Picasso, Cervantes, Goya, Beethoven, y tantos otros, que nos han hecho caminar un paso al frente, abriéndonos el camino de nuestra imaginación y nuestra capacidad de soñar. A todos ellos debemos estarles agradecidos pues con su obra amplían y mejoran nuestra condición de seres humanos.

         Terminemos ahora de escuchar en silencio esta hermosa “Cantata del Café”.

 

ESCENA ONCE

         (La hija y el padre penetran en la habitación. Mientras cantan, se van despojando de sus trajes.)

         Padre e hija.-

         El gato nunca pierde al ratón.

A las jovencitas les encanta el café.

La madre adora el café,

la abuela también.

¿Quién puede condenar a una hija por ello?

         (Cuando han acabado de desvestirse se sientan en una actitud pacífica. Los dos reflejan en su rostro el gesto de la victoria. Oscuro lento. 

FIN

«La Cantata del Café» (Versión para adultos)

May 22, 2009

 johann_sebastian_bach

    ESCENA 1.

(Es de noche. Se escucha una tormenta. Tenue luz de un candelabro. Un hombre de mediana edad pasea visiblemente molesto por una habitación llena de libros y partituras, situada en primer plano, a la derecha del espectador. Es Johann Crhistian Bach.)

Joahnn Crhistian Bach.-

¡Cretinos, imbéciles, ignorantes…! Creen haberlo visto y oído todo… y no saben nada más que lo que les enseñan sus cuatro ídolos locales… ¡Abuchearme a mí que en Milán he dejado al publico italiano anonadado con mi técnica, con la calidad de mis composiciones, con la maestría de mi arte! ¡Qué sabrán ellos! ¡Y esos niños idiotas que han copiado las actitudes de los mayores, como harían los más vulgares y ridículos simios! ¡Inglaterra: algún día valorarás como merece el talento de un hombre en el que confían los mejores músicos italianos…! ¡Algún día sabrás quien soy, cuando ese adolescente llamado Wolfang Amadeus Mozart, ese niño que está llamado a ser el genio más grande de la composición musical, reconozca el influjo de mis consejos! ¡Algún día…!

(Advirtiendo que el público le está mirando.)

Perdón… Estoy muy excitado, lo reconozco. Trataré de calmarme… Pero no puedo evitarlo: ¡es injusto! ¡Mierda!

(De pronto hace un gesto de preocupación.) ¿Y la Reina? ¿Qué habrá pensado la Reina de esta reacción desmedida? (Volviéndose hacia el público, adoptando un tono de sinceridad.) Esta noche del 22 de Marzo de 1770 es la más triste de mi vida. Nunca me había sentido más desgraciado. Jamás me he sentido tan solo. La Reina me había pedido que tocara en el King´s Theatre, en los entreactos de mi Oratorio… Al principio fueron sólo unas sonrisas burlonas… Al poco, todo ese público idiota estaba riéndose a carcajadas de mi manera de ejecutar… Hasta los infectos niños del coro se contagiaron de esas risas estúpidas, promovidas por quienes en el fondo de sus corazones no albergan más que envidia e ignorancia, esos que ven en la manera de Haendel la única forma de interpretar…

(Da un puñetazo sobre la mesa. Está apunto de estallar otra vez, pero logra contenerse.)

Disculpen de nuevo… Estos arrebatos de cólera son propios de toda mi familia. Mi padre, Johann Sebastian Bach, los tenía con frecuencia. De niño, en Leipzig, cuando él tenía alguna discusión con los miembros del Consistorio, volvía a casa con la mirada perdida y el gesto adusto. Mis hermanos y yo desaparecíamos de su vista porque temíamos que descargara sobre nosotros toda su ira contenida.

Allí compuso la mayor parte de su obra.(Comienza a escucharse al piano una notas muy dulces. Pronto vemos al fondo de la escena la figura de un pianista.) Una obra olvidada. ¿Quién recuerda a Joahnn Sebastian Bach? Nadie absolutamente. Sólo nosotros, sus hijos, dispersos por todas partes, que la conocimos en el mismo momento que la escribía sobre aquellos papeles, que amorosamente le preparaba nuestra madre.

Es curioso… Yo nací al poco tiempo que mi padre compusiera La Cantata del Café, una obra que escribió para ser estrenada en el Café Zimmermann, en pleno centro de la ciudad. Esa música me ha acompañado, por tanto, durante toda mi vida. Mis hermanos mayores solían cantarla entre bromas de vez en cuando, repartiéndose sus voces como mejor podían. Si la comparamos con sus composiciones musicales escritas sobre temas religiosos, la Cantata del Café no pasa de ser una delicada pieza menor en la que mi padre se acerca al mundo del teatro. Pero… hay algo en ella  que me atrae de una manera especial.

(Un trueno poderoso. La lluvia arrecia de nuevo.)

Los Bach vivimos en un caserón pegado a la Iglesia de Santo Tomás.

A mí me gustaba la ciudad, aunque debo decir que no conocía otra. Me gustaban sus calles empinadas, sus plazas, y me lo pasaba estupendamente cuando la actividad normal se interrumpía durante las ferias de Pascua, de San Miguel y de Año Nuevo. Para nosotros los niños, esos días en que Leipzig se llenaba de forasteros, llegados de todos los lugares de Sajonia, significaban un paréntesis de libertad en mitad de la rutina.

Pero pronto todo volvía a ser como siempre era: previsible, anodino, aburrido. Entonces, la figura de nuestro padre emergía de una forma solemne, distante, ensimismado siempre en sus reflexiones. Esa seriedad nos impedía expresar con naturalidad nuestros deseos infantiles: ir al campo, jugar con nuestros amigos, solicitar cualquier golosina.

(Sumido en sus pensamientos.) En esa Cantata, una joven insiste en tomar café contra los deseos de su padre. El mío retocó los últimos fragmentos de la obra, que había sido escrita por un amigo suyo al que llamábamos Picander. ¿Porqué? Parece como que lo hubiese hecho conociendo la extraña sensación que al menos yo albergaba en mi interior.

Sentía… que necesitaba… luchar contra él… ¡De la manera que fuese…!

(Oscuro.) 

 ESCENA SEGUNDA

(Interior de una casa. Un sillón, una mesita y una silla pequeña. Sobre la mesa, una bandeja con una taza de zafé. La figura de un hombre mayor aparece a contraluz apoyada en el sillón. Está sólo y parece abatido. Durante esta escena y las siguientes distinguimos en la penumbra la silueta de nuestro narrador, que parece escuchar atentamente la música. El sonido de la lluvia se mantiene en todo momento.)

 

Padre.-

¡Ay los hijos, qué desgracia!

Ellos causan todo el mal.

Todo lo que siempre le digo

A mi hija Rosa ningún fruto me da.

 

ESCENA TERCERA

(Entra la hija degustando una taza de café. El padre se enfrenta a ella.)

 

Padre.-

¡Qué mala niña,

qué mala hija!.

Si pudiese lograr que renuncies al café…

 

Rosa.-

¡Padre mío, no me hables así!

Si no permites que beba

Tres tazas diarias de café

Seré profundamente desgraciada.

Tanto, como un bistec muy resecado.

 

ESCENA CUARTA

(Rosa se sienta en la silla pequeña y llena de melancolía se pone a mirar la taza de café. El padre, apesadumbrado, se pierde en la penumbra.)

 

Rosa.-

¡Ah, el café! ¡Sabe tan dulce!

Es más cautivador que mil besos,

Más suave que el moscatel.

Café, café… es lo único que necesito.

Si alguno quiere hacerme feliz

que me ofrezca un café.

 

(Se hace el oscuro en la habitación de la casa.)

 

ESCENA QUINTA

(Se escucha un fuerte trueno. La lluvia sigue golpeando los cristales de las ventanas.)

 

Joahnn Crhistian Bach.-

Una tarde regresé a casa corriendo por las calles. Recuerdo que llovía copiosamente y mis ropas estaban completamente empapadas. Por un lado quería llegar pronto, puesto que estaba aterido de frío y acababa de salir de un fuerte catarro. Pero por otro, me dominaba una sensación de pánico que frenaba mis pasos. Y es que llegaba tarde a mi clase particular con papá. No había nada en el mundo que le exasperase tanto como la impuntualidad, aunque hubiera un buen motivo que la justificara.

Abrí la puerta esperando que me cayera otro chaparrón, éste todavía más fuerte que el que había dejado en el exterior… Oí voces. Mis padres hablaban con alguien. Me acerqué sigilosamente y a través de una rendija distinguí la figura de una mujer que hablaba mal nuestro idioma. Comprendí que era francesa y que sostenía no sé qué teoría sobre un asunto de poesía.

“Usted, señor Bach, pierde el tiempo pudiendo concentrar su trabajo musical en poemas actuales. Limita mucho su campo poniendo música exclusivamente a textos religiosos de dudosa calidad literaria…”

Miré detenidamente a la señora. Era corpulenta y sostenía entre sus manos unos papeles.

“Yo, señora –contestó mi padre visiblemente molesto-, he tomado una decisión personal, en parte motivada por mi compromiso con el Consistorio de esta ciudad, y en parte motivada por mis propias convicciones.”

“Sebastian es una persona muy religiosa –interrumpió mi madre, tratando de rebajar la tensión del momento-. Desde hace años considera que los textos sagrados son la mejor fuente para su inspiración y…”

“Sí, pero de esta manera se cierra a sí mismo otro tipo de puertas –insistió la mujer-. ¿No le interesa la ópera, señor Bach? Usted, que está capacitado como nadie en el país para la composición musical, ¿porqué renuncia a ese género que podría reportarle otro tipo de satisfacciones?”

A través de la rendija veía cómo mi padre parecía congestionarse. Su gesto se crispaba de una manera que yo conocía a la perfección. Era el primer signo de que la tormenta estaba a punto de descargar. Y así fue en efecto.

“Señora, no tolero que se inmiscuya en mis decisiones –le espetó bruscamente-. Ni siquiera que opine sobre ellas. De la misma manera que yo no opino sobre si debe usted seguir escribiendo esos poemas que nos acaba de leer o debería dejar de hacerlo…”

La francesa bajó la cabeza, humillada y dolida en su interior por este cruel comentario de mi padre, que, no contento con haberla derrotado de un plumazo, proseguía cada vez más enardecido:

“Señora: escriba usted sus poesías inspiradas en temas terrenales, como el amor y todo eso… Yo me inspiro en otras fuentes cuando compongo y cuando interpreto. Cuando la mano izquierda toca las notas escritas, la derecha añade las consonancias y las disonancias a fin de que el conjunto produzca una armonía agradable, para honra de Dios y legítimo goce del espíritu. Como toda música, el bajo cifrado no debería tener otro objeto que la gloria de Dios y la satisfacción del alma. De otro modo, el resultado no es música, sino una charlatanería insustancial…”

Aquella pobre mujer, que admiraba profundamente a Johann Sebastian Bach, prorrumpió a llorar con amargura. Mi padre parecía no darse cuenta de este hecho, instalado en su poltrona de soberbia, y se disponía a continuar su discurso.

En ese momento no pude contenerme. Pequeño y mojado, impelido por una fuerza interior que yo mismo no me conocía, salí de mi escondrijo y le dije:

“Ya está bien, padre. No todos tienen tu talento. No todos tenemos las ideas tan claras. Los seres humanos nos equivocamos a veces…”

Mi madre exclamó algo, sorprendida por mi presencia. Mi padre, encolerizado, le hizo un gesto que significaba lo de siempre: “No hagas nada, Magdalena. De estos espinosos temas de la educación de nuestros hijos ya me encargo yo. Vuelve a tu cocina.”

Después me miró fijamente. De este hombre que tenía enfrente me podía esperar cualquier cosa. Que me llamara “buey”, o “estafador del teclado”, como les solía decir a algunos de sus alumnos, o que me pegara un par de bofetadas. Nunca lo había hecho, pero cualquier día podía ser el primero, y hoy concurrían demasiadas circunstancias favorables para ello… Sin embargo, respiró con profundidad, y adoptando un tono que quería ser solemne, me dijo:

“Martín Lutero nos ha dicho, Johann Crhistian, que cuando la música natural es elevada y espiritualizada por el arte, puede el hombre reconocer hasta cierto punto la perfecta sabiduría de Dios..”

Sentí que las piernas me temblaban. No sé de dónde saqué las fuerzas para contestarle: “¿Acaso eres ya Dios, padre mío? ¿Conoces también algún fragmento de la obra de Lutero en el que se hable de la humildad y la piedad entre los seres humanos…?

(Oscuro)

 

ESCENA SEXTA

(Padre e hija seenzarzan en una agria discusión. A la derecha seguimos viendo en la penumbra a Johann Crhistian Bach.)

 

Padre.-

Si no renuncias al café

No irás ni a bodas ni a fiestas.

Ni siquiera a dar ningún paseo.

 

Rosa.-

¡Muy bien!

Pero beberé café…

 

Padre.-

Escucha niña consentida:

jamás llevarás faldas de última moda.

 

Rosa.-

A esto me puedo acostumbrar fácilmente…

 

Padre.-

Ni te asomarás por la ventana

para ver a la gente pasar…

 

Rosa.-

También lo acepto.

Sólo te pido

que no me prives del café.

 

Padre.-

Y no tendrás

cintas de oro y plata

para satisfacer tu coquetería…

 

Rosa.-

Me conformo con una tacita.

 

Padre.-

¡Maldita educación!

¿Es que no logras entender mis razones?

 

(La hija, visiblemente enfadada, se marcha de la habitación dando un empujón a su padre.)

 

ESCENA SÉPTIMA

(El padre queda solo. Pasea por la habitación como un oso enjaulado. No cesa de mirar, atormentado, la cafetera y la taza.)

 

Padre.-

Estas hijas con la cabeza tan dura

no es fácil ganárselas.

Pero algún punto débil habrá.

El que lo encuentre triunfará…

 

ESCENA OCTAVA

(La hija vuelve a entrar en la habitación.)

 

Padre

Haz lo que te ordeno…

 

Rosa.-

En todo menos en lo del café…

 

Padre.-

¡Está bien!

Hazte a la idea que no tendrás nunca marido.

 

Rosa.-

¡Eso si que no! ¡Yo quiero un marido!

 

Padre.-

¡No lo tendrás jamás!

 

Rosa.-

Si no renuncio al café…

¡Café, te digo adiós!

Querido padre: no beberé ni uno más.

 

Padre.-

Entonces podrás casarte.

 

ESCENA NOVENA

(La hija está radiante de felicidad. Acompaña a sentarse a su padre en su sillón e incluso pretende que se ponga a bailar.)

 

Rosa.-

Hoy, por favor, querido padre,

Hazme el honor…

¡Un marido, un marido!

Me tiembla hasta el corazón.

En lugar de tomar café

Quisiera, antes de irme a dormir,

recibir en mi cama a un amante.

 

(Padre e hija descansan abrazados en el sillón. Oscuro lento.)

 

ESCENA DECIMA

(Johann Crhistian Bach parece haberse calmado definitivamente. Pasea ahora por su habitación fumando un cigarro. En sus manos mantiene un pequeño libro. Parece muy concentrado en su lectura.)

 

Joahnn Crhistian Bach.-

“El segundo día de mi estancia en Hamburgo salí con objeto de hacer compras para mi tía abuela, y, al regresar a casa, al pasar por la iglesia de Santa Catalina, entré un momento para contemplar el órgano. (Se escucha muy suavemente las notas de una composición para órgano de Johann Sebastian Bach.) Cuando abrí la puerta oí que alguien lo tocaba y, de pronto, desde la oscuridad, llegó hasta mí una música tan maravillosa que pensé estaría un arcángel al teclado. Pero el organista quedaba invisible a mis ojos. No sé cuanto tiempo permanecí escuchando en la iglesia, pues no era más que oídos y parecía haber echado raíces en las losas, pedida completamente la noción del tiempo.”

(Después de meditar unos instantes.) Mi madre –la jovencita Ana Magdalena Wülken, quince años más joven que ese arcángel que tanto admiraba-, no perdió la noción del tiempo durante unos minutos… Desde aquel día la perdió para siempre.

Pobre madre… Nunca conocí ejemplo tan claro de amor y de entrega hacia nosotros, sus hijos. Especialmente hacia el desgraciado de Heinrich, un enigma en la inmensa familia de los Bach. Amor y entrega hacia mi padre. Siempre ahí: firme, callada, amorosa, dispuesta a comprenderle, a soportar ese humor imprevisible, esa exagerada obsesión por el orden doméstico y por la exactitud, esa brusquedad que se reflejaba a veces en la misma expresión de su rostro, en aquel mentón ancho, en aquellas cejas fruncidas, y que tanto nos asustaban de niños, incluso cuando trataba de ser amable y nos besaba en la frente a mi hermano Christoph y a mí, antes de dormirnos.

Una vez mi hermano comenzó a gritar en mitad de la noche. Sus alaridos despertaron a toda la familia, y a mí de manera especial, porque por aquel entonces compartíamos la misma cama. Mis padres se levantaron y aparecieron asustadísimos en nuestra habitación. Mamá nos abrazó a los dos, diciendo: “Ya ha pasado, ya ha pasado”, con un tierno y musical susurro. Cuando nos volvimos a quedar solos, le pregunté a Christoph por la razón de sus gritos: “Estaba soñando con las manos de papá”, me dijo avergonzado, y entonces se puso a llorar en silencio, preso de un ataque de irrefrenable histeria.

Y es que, efectivamente, esas manos enormes por las que mi madre sentía una auténtica devoción, a nosotros nos inspiraban terror.

Aquel organista que poco tiempo después pediría la mano de mi madre no estaba solo en el mundo. Johann Sebastian traía con él cuatro hijos, fruto del primer matrimonio con María Barbara. Al aceptarle como marido los aceptaba también a ellos. Y así fue. Jamás sentimos ninguna diferencia en el trato. Todos fuimos siempre iguales para ella.

(Se sienta. Comienza a saborear pausadamente una taza de café.)

Para Johann Sebastian Bach, sin embargo, no lo fuimos. Mi madre siempre me dijo, y así lo reflejó en su Crónica, que, cuando yo nací, la cara de mi padre rejuveneció y su corazón se llenó de alegría… Por mi parte jamás llegué a sentir nada de eso.

Por el contrario, yo veía como la mayor parte de las atenciones iban para Friedmann, que pasó a ser para él como una especie de ayudante fiel e imprescindible, haciendo poco a poco las funciones que mi madre había realizado durante años, relegándola a un segundo plano. Mi hermano jamás levantó la voz para contradecirle, nunca osó cuestionar su indiscutible autoridad. Fue un hijo ejemplar y complaciente.

Por eso, el final elegido para esta Cantata del Café siempre me ha sorprendido (Lee el Recitativo número 9.): “Ahora el pobre viejo –escribe mi padre-, va en busca de un marido para su hija díscola. Pero ella hace saber de una manera taimada que ningún pretendiente entrará en la casa, si antes no promete y lo ratifica en el contrato nupcial, que le será permitido prepararse un café cuando le plazca…”

(Levanta los ojos del texto. Parece como si hablara para sí mismo:)

Cuando escucho esta Cantata que nació conmigo, pienso que nuestros destinos están indisolublemente cruzados. A veces pienso que soy yo esa mujer que se enfrenta a su padre por una simple taza de café…

En su opinión, esta hija díscola termina saliéndose con la suya… Para mi padre la relación con los hijos es una batalla en la que los padres pierden de manera inevitable…

(Oscuro.)

 

ESCENA UNDECIMA

(La hija y el padre penetran en la habitación. Mientras cantan, se van despojando de sus trajes.)

 

Padre e hija.-

El gato nunca pierde al ratón.

A las jovencitas les encanta el café.

La madre adora el café,

la abuela también.

¿Quién puede condenar a una hija por ello?

 

(Cuando han acabado de desvestirse se sientan en una actitud pacífica. Los dos reflejan en su rostro el gesto de la victoria. )

 

ESCENA DUODECIMA

(Los cantantes han terminado de interpretar. Mientras se despojan de sus ropas, escuchan atentamente las últimas palabras de Johann Christian Bach que, saliendo del ámbito escénico que le ha sido propio hasta este momento, penetra en el espacio escénico donde se ha desarrollado La Cantata del Café.

 

Johann Christian Bach.-

Asistí a su muerte hace exactamente veinte años. Vimos desmoronarse su figura en pocas semanas. Se había quedado prácticamente ciego, la situación económica por la que atravesábamos en ese momento era bastante precaria, y de él se habían olvidado casi todos. En nuestra casa lo único que sobraba eran libros e instrumentos musicales. Algunas buenas personas ayudaron a mi madre a sobrevivir durante los años siguientes. La familia Bach se desintegró por completo y tengo la sensación de que los que quedamos vivos moriremos como él: olvidados, empobrecidos y solos. Somos una estirpe maldita. La música circuló por nuestras venas como un veneno de efecto seguro e implacable.

Olvidados, solos… El recuerdo de Heinrich centra estos días mis pensamientos. Mi hermano era débil mental cuando intentaba razonar sobre las cosas normales de la vida. Me parecía un genio, sin embargo, cuando tocaba el clave en aquellas oscuras tardes otoñales de Leipzig, en las que también mi hermanastra Catharina Dorotea y mi madre se animaban a cantar. A mí me parecía el mejor de todos mis hermanos. Mejor incluso que Carl Philip, o que Friedmann. Su música, que parecía salida de no sé qué extraño caos interior, se adelantaba a la que ahora escuchamos con toda normalidad. Se adelantó a su tiempo, se adelantó a mi padre y se adelantó a la muerte que volverá a reunir a esta familia poblada de misterios, de preguntas sin respuesta.

En cuanto a mí… Poco espero de la vida. En realidad tal vez soy el único de esa familia que se sabe huyendo de algo…, de alguien. A través de las mujeres, de los países, de la música que escribo, del alcohol que ingiero, estoy escapándome de las alas de ese arcángel que creyó ver mi madre sentado en el órgano de aquella iglesia de Hamburgo. Huyo de esas manos que aterrorizaban a mi hermano, de ese padre que no supo ser nunca cariñoso conmigo y que de una manera inevitable nos eclipsó en vida.

(Con una amarga sonrisa entre los labios.) Nos volverá a eclipsar cuando su música sea de nuevo valorada y la historia lo restituya.

Entonces volveremos a ser, solamente. Los hijos de Johann Sebastian Bach.

(Los cantantes, ya despojados de los trajes que utilizaron en La Cantata, y el actor que ha interpretado a Johann Christian Bach, se aproximan en grupo donde se encuentra el pianista. Este comienza a tocar una variación jazzistica de un tema de Johan Sebastian Bach. La luz los reduce a siluetetas. Oscuro lento.) 

FIN de la “Cantata del Café”